—¿Vamos a conversar aquí? —preguntó Víktor.
—Sí.
—Pues no. Aquí no digo nada.
—Como quiera —dijo el larguirucho.
—Como quiera —repitió Víktor—. Ya no estoy interesado.
Ambos callaron. El larguirucho, sin ocultarse, examinaba atentamente a Víktor con los ojos.
—¿Se apellida Bánev?
—Creo que sí.
—Aja —dijo el larguirucho, sombrío—. Usted no es nuestro vecino. Vive en el segundo piso.
—Vecino del hotel, no del piso —explicó Víktor.
—Aja. No entiendo qué es lo que quiere.
—Tengo que darle cierta información —dijo Víktor—. Pero creo que ya me estoy arrepintiendo.
—Está bien —cedió el larguirucho—. Vamos a las duchas.
—¿Sabe una cosa? Mejor me marcho.
—¿Y por qué no quiere ir a la ducha? ¿Qué caprichos son ésos?
—Mire, lo he pensado mejor. Creo que me marcho. A fin de cuentas, eso no es asunto mío —concluyó Víktor e hizo un movimiento.
El larguirucho crujía a causa de las contradicciones que lo sacudían.
—Creo que es usted escritor —dijo—, ¿o lo estaré confundiendo con alguien?
—Escritor, sí, escritor. Hasta la vista.
—No, no, aguarde. Haber empezado por ahí. Vamos, venga usted por aquí.
Entraron en el salón, lleno totalmente de cortinas; a la derecha, a la izquierda, delante, ante una enorme ventana, sólo cortinas. Un enorme televisor en un rincón deslumbraba con su pantalla en colores, aunque el sonido estaba desactivado. Desde otro rincón, miraba a Víktor el joven de gafas, también en pijama y pantuflas, sentado en un butacón mullido bajo una lámpara de pie. A su lado, sobre la mesita de las revistas, se erguía una botella rectangular y un sifón. El portafolios no se veía por ninguna parte.
—Buenas noches —saludó Víktor.
El joven inclinó la cabeza en silencio.
—Viene a verme —dijo el larguirucho—, no le prestes atención.
El joven volvió a hacer un gesto de asentimiento y se ocultó tras un periódico.
—Venga por aquí —dijo el larguirucho, entraron en el dormitorio de la derecha y el hombre se sentó en la cama—. Ahí tiene un butacón. Siéntese y hable.
Víktor se sentó. El dormitorio olía intensamente a humo de tabaco y a agua de colonia del ejército. El larguirucho estaba sentado en la cama y miraba a Víktor sin sacar la mano del bolsillo. En el salón se oía crujir el periódico.
—Está bien —dijo Víktor; no se trataba de que hubiera logrado sobreponerse del todo a la repulsión, pero si había ido allí, tenía que hablar—. Me hago idea, más o menos, de quiénes son ustedes. Quizá me equivoque, y entonces todo está en orden. Pero si no me equivoco, les será útil saber que les están siguiendo e intentan ponerles obstáculos.
—Supongamos que sea así. ¿Quién nos sigue?
—Un hombre llamado Pavor Summan está muy interesado en ustedes.
—¿Qué? —se asombró el larguirucho—. ¿El inspector sanitario?
—No es inspector sanitario. En suma, eso es todo lo que quería decirles.
Víktor se levantó, pero el larguirucho ni se movió.
—Sigamos suponiendo. ¿Cómo sabe usted eso?
—¿Tiene importancia? —preguntó Víktor.
—Digamos que no la tiene —contestó el larguirucho tras meditar unos instantes.
—Lo suyo es comprobarlo —dijo Víktor—. Y yo no sé nada más. Hasta la vista.
—Aguarde, ¿qué prisas son ésas? —dijo el larguirucho; se inclinó hacia la mesita al lado de la cama, y sacó una botella y un vaso—. Primero, quería entrar, y ahora ya se va... ¿No le importa que bebamos del mismo vaso?
—Depende de lo que sea —dijo Víktor y se sentó otra vez.
—Escocés. ¿Vale?
—¿Escocés auténtico?
—El mejor scotch.Tenga. —Le tendió el vaso a Víktor.
—Qué bien vive alguna gente —dijo Víktor y bebió.
—Nunca como los escritores —dijo el larguirucho y bebió a su vez—. Cuéntemelo todo por orden...
—Deje eso. A usted le pagan por ello. Ya le dije el nombre, la dirección la saben, ocúpense entonces. Además, yo no sé nada más. Quizá sólo... —Víktor se detuvo e hizo como si lo hubiera recordado de repente.
—¿Qué? —preguntó el larguirucho. Había picado de inmediato—. ¿Qué?
—Sé que él secuestró a un leproso y que actuaba conjuntamente con los legionarios de la ciudad. Cómo se llama... Flamenta... Yuventa...
—Flamin Yuventa —corrigió el larguirucho.
—Exactamente.
—Lo del leproso... ¿es seguro?
—Sí. Yo intenté impedirlo, y el señor inspector sanitario me golpeó la cabeza con un puño americano. Y después, mientras yo yacía sin sentido, se lo llevaron en un coche.
—Vaya, vaya —pronunció el larguirucho—. Así que ése fue Summan... ¡Usted es un tipo duro, Bánev! ¿Quiere más whisky?
—Sí.
No importa qué se decía a sí mismo, qué argumentos enumeraba para justificarse: se sentía mal.
«Al diablo —pensó—. Debo agradecer, por lo menos, el hecho de que no sirvo como soplón. No me causa el menor placer ni siquiera el hecho de que ahora se van a devorar mutuamente. Gólem tenía razón: no tenía por qué meterme en este lío... ¿O Gólem es más pícaro de lo que creo?»
—Por favor —dijo el larguirucho, mientras le tendía un vaso lleno.
SIETE
Félix Sorokin. Metales.
Dormí bien aquella noche, sin pesadillas. Soñé con un nombre: Katia. Sólo el nombre, nada más.
Me desperté tarde y decidí desayunar en La Perla. En nuestro barrio residencial existe esa institución para bebedores, ubicada exactamente frente a la casa regional de los pioneros. El aspecto exterior de ese establecimiento es bastante extraño, más bien recuerda el famoso blocao finlandés Millonésimo, destruido por el impacto directo de una bomba de mil kilos: trozos de aburrido hormigón gris que sobresalen sin ton ni son, salpicados de fragmentos herrumbrosos de armazón de acero, que según el proyecto del arquitecto deberían representar algas marinas, y al nivel de la acera se extienden aspilleras-ventanas. Y dentro de aquel establecimiento, bastante acogedor, nada de finezas: una entrada con un guardarropa, a continuación un salón circular, bien iluminado, donde siempre hay cerveza y tapas frías; los platos calientes habituales son strogonof y carne en cazuela de barro, pero nunca he visto que sirvieran langostinos. De vez en cuando voy allí a desayunar, siempre que me siento aburrido de los huevos duros y el yogur de frutas.