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—Señores, ¡como si yo no quisiera quedarme! —exclamó Gólem—. ¡Pero hay que poner la cabeza a funcionar aunque sea un poco! Hay que saber separar lo que uno quiere de lo que uno debe... —Hablaba, como si tratara de convencerse a sí mismo—. Vale... Quedaos. Os deseo que lo paséis bien. —Metió la primera marcha—. ¿Dónde está el cuaderno, Diana? Ah, ahí. Me lo llevo. A usted no le va a hacer falta.

—Sí —dijo Diana—. Eso era lo que él quería.

—Gólem, ¿y usted, por qué huye? —preguntó Víktor—. Usted anhelaba este mundo.

—Yo no huyo, sólo me voy —dijo Gólem con severidad—. De donde ya no soy necesario adonde aún me necesitan. A diferencia de vosotros. Adiós.

Y se marchó. Diana y Víktor se tomaron de las manos y echaron a andar por la Avenida del señor Presidente en dirección a la ciudad desierta, al encuentro de los vencedores que avanzaban. No conversaban, respiraban a pleno pulmón aquel aire inusitado, puro y fresco, cerraban los ojos bajo la luz del sol y no temían a nada. La ciudad los miraba con sus ventanas vacías, era asombrosa aquella ciudad, cubierta de moho, resbaladiza, carcomida, llena de manchas malignas, como si un eczema la hubiera devorado, como si hubiera estado muchos años pudriéndose en el fondo del mar y la acabaran de sacar a la superficie para burla del sol; y el sol, harto ya de reírse, se dedicara ahora a destruirla.

Los tejados se derretían y se evaporaban, la hojalata y las tejas humeaban con vapores oxidados y desaparecían ante los ojos. En las paredes aparecían grietas que crecían, se extendían por doquier, dejando al descubierto el papel pintado hecho jirones, las camas astilladas, los muebles cojos y las fotografías descoloridas. Doblegándose sin ruido, las farolas de las calles se fundían, los quioscos y las vallas publicitarias se disolvían en el aire, todo en derredor se agrietaba, siseaba quedamente, susurraba, se volvía poroso, transparente, se convertía en montones de fango y desaparecía. A lo lejos, la torre del ayuntamiento cambió su perfil, se volvió borrosa y se fundió con el azul del cielo. Durante unos segundos el antiguo reloj de la torre quedó colgando en el cielo, separado de todo, y después desapareció también...

«Han desaparecido mis manuscritos», pensó Víktor con alegría. A su alrededor no existía ya la ciudad, en algunos lugares quedaban arbustos secos, árboles enfermos, manchas de hierba verde, pero sólo muy lejos, tras la niebla se adivinaban todavía algunos edificios, restos de edificios, fantasmas de edificios, y no lejos del pavimento ya desaparecido, en un porche de cantería que no daba ya a ninguna parte, estaba sentado Teddy, con la pierna enferma extendida delante de sí y las muletas a un lado.

—Hola, Teddy —saludó Víktor—. ¿Te has quedado?.

—Aja.

—¿Y por qué?

—Al diablo con ellos —explicó Teddy—. Se amontonaron como sardinas en lata, no tenía dónde extender la pierna, le digo a mi nuera: «Oye, tonta, para qué quieres ese aparador». Y ella se pone a insultarme. Los mandé al infierno y me quedé.

—¿Vienes con nosotros?

—No, sigan adelante. Me quedaré aquí sentado. Ahora no puedo caminar, y de mi destino no podré escapar...

Siguieron adelante. Hacía cada vez más calor, y Víktor tiró al suelo el impermeable, ahora innecesario, se despojó de los restos oxidados del fusil automático y, aliviado, se echó a reír. Diana lo besó y le dijo: «¡Bien!». Él no respondió. Caminaron y caminaron bajo el cielo azul, bajo el sol ardiente, por la tierra que ya reverdecía con hierba joven, y llegaron al lugar donde había estado el hotel. El hotel no había desaparecido del todo, se había convertido en un enorme cubo gris de hormigón rugoso. Víktor pensó que se trataba de un monumento, o de un indicador de la frontera entre el mundo viejo y el mundo nuevo. Y apenas pensó aquello, de detrás de aquella roca de hormigón salió volando sin hacer ruido un caza a reacción con la insignia de la Legión en el fuselaje, pasó en silencio por encima de su cabeza, hizo un giro silencioso cerca del sol y desapareció, y sólo entonces llegó el infernal rugido sibilante que les golpeó los oídos, las caras y las almas, pero ya al encuentro de ambos corría Bol-Kunats, con sus bigotillos quemados en el rostro curtido por el sol, y detrás avanzaba Irma, también casi adulta, descalza, con un vestido sencillo y una rama delgada en la mano. Miró en la dirección por la que había desaparecido el caza, levantó la ramita como si apuntara y dijo: «¡Pum!».

Diana se echó a reír. Víktor la miró y vio que se trataba de una Diana más, totalmente nueva, como nunca antes había sido, no hubiera podido imaginarse que era posible semejante Diana, Diana Feliz. Y entonces, se amenazó a sí mismo con un dedo y pensó: «Todo esto es maravilloso, pero no debo olvidar que tengo que regresar».

FIN

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23/10/2011

notes

1. Nombre dado a Moscú por la Iglesia ortodoxa rusa desde la época de Ivan el Terrible. La Segunda Roma es Constantinopla. ( N.del T.)

2. Invoca a tres grandes dramaturgos rusos: Chéjov. Stanislavski y Nemiróvich-Dánchenko. (N. del T.)

3. Repite la fórmula utilizada por los custodios de los campos de concentración estalinistas cuando conducían a los reclusos al trabajo forzado. (N. del T.)

4. Se refiere al mariscal Friedrich von Paulus, jefe del Sexto Ejército alemán, copado y aniquilado en Stalingrado a finales de enero de 1943. (N. del T.)

5. Alude a unos versos tempranos de Alexandr Serguéievich Pushkin (1799-1837). (N. del T.)

6. Gorro tradicional uzbeko. (N. del T.)

7. Grado de oficial de las SS nazis. (N. del T.)

8. Seudónimo colectivo utilizado por los famosos dibujantes y caricaturistas Mijaíl Kupriiánov, Porfiri Krilov y Nikolai Sokolov, que durante más de cuarenta años publicaron sus obras en el semanario satírico Krokodil. (N. del T.)

9. Del poema Cantar de Oleg el astuto,de A.S. Pushkin. (N. del T.)

10. Himno de la Hitlerjugend. la organización juvenil de la Alemania fascista. ( N. del T.)

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