—No hay nadie. Estoy sola. ¿Por qué estás tan nervioso? —Sintió que se le acababa la paciencia.
—Llévame otra vez a la casa —dijo él, casi llorando—. Aquí se mezclan demasiados sonidos: viento, árboles, ardillas, cosas que no sé nombrar. Ocurre algo extraño a mi alrededor... ¡Pero hay tanto ruido!
—De ahora en adelante, estarás encerrado —dijo ella, al tiempo que le metía en la casa.
Luego, como de costumbre, el sol se ocultó tras las colinas colindantes. Como de costumbre, también, Margot y Rex se sentaron codo a codo en el sofá, fumando; a dos metros de ellos, Albinus, en su sillón de cuero, les miraba fijamente con sus lechosos ojos azules.
Se despertó a medianoche y buscó con los dedos la esfera desnuda del reloj despertador, hasta que precisó la posición de las manecillas. Era alrededor de la una y media. Estaba dominado por un extraño malestar. Hacía tiempo que algo venía impidiéndole concentrarse en aquellos pensamientos graves y hermosos que eran los únicos capaces de protegerle de los horrores de la ceguera.
Se quedó despierto, pensando: «¿Qué será? ¿Elisabeth? No, ella está lejos; está muy lejos, abajo, en algún sitio. Una sombra querida, pálida, triste, que nunca debo perturbar. ¿Margot? Estas relaciones fraternales son sólo transitorias. ¿Qué será, pues?»
Sin saber exactamente lo que quería, saltó de la cama y palpó las paredes, en dirección al cuarto de Margot (su habitación no tenía otra salida). Ella siempre le cerraba con llave por la noche, de forma que estaba encerrado en su cuarto.
«¡Qué lista es!», pensó tiernamente.
Aplicó su oído a la cerradura, esperando oírla respirar mientras dormía; pero no oyó nada.
—Quieta como un ratoncito —murmuró—. Si al menos pudiera acariciarle la cabeza. Quizá haya olvidado echar la llave.
Sin muchas esperanzas maniobró el pomo.
No, no lo había olvidado.
De pronto recordó cómo, una bochornosa noche de verano, cuando era un mozalbete revoltoso, se había deslizado a lo largo de la cornisa de una casa del Rin desde su ventana a la de la criada (para descubrir, únicamente, que no estaba durmiendo sola); pero en aquella época él era ágil y ligero; en aquella época podía ver.
«Sin embargo, ¿por qué no probar? —pensó con melancólico arrojo—. Y si me caigo y me parto la cabeza, ¡qué importa!»
Cogió el bastón y se asomó a la ventana, para tantear con él hacia la izquierda, en dirección al cuarto vecino. Estaba abierta, y el marco vibró al golpearle el bastón.
—Duerme profundamente —dijo, hablándose amablemente—. Tiene que ser agotador tener que cuidarme todo el día.
Al retirarlo, el bastón quedó prendido de algo, y se le cayó, produciendo un golpe seco sobre el césped.
Albinus se aferró al marco de la ventana, sentóse hacia fuera sobre el alféizar, avanzando hacia la izquierda, a lo largo de la cornisa, asiéndose a lo que presumiblemente era una cañería, y se deslizó ante su fría curva metálica, hasta llegar al alféizar de la otra ventana.
«¡Qué simple!», se dijo, no sin orgullo.
—¡Hola, Margot!
Iba a introducirse por la ventana abierta, cuando resbaló y casi cayó de espaldas sobre el abstracto jardín. El corazón le palpitaba violentamente. Pasó la pierna sobre el alféizar, y, al hacerlo, algo en el interior cayó ruidosamente al suelo.
Se quedó quieto. Su cara estaba cubierta de sudor. En la mano sintió algo viscoso (era resina rezumada de la madera de pino de que estaba construida la casa).
—Margot, querida —dijo animadamente.
Silencio. Encontró la cama. Estaba cubierta con una colcha. Nadie había dormido en ella.
Albinus se sentó en ella y reflexionó. Si Ia cama hubiera estado deshecha y caliente, habría sido fácil comprender: iba a volver dentro de un instante.
Después de unos breves momentos, salió al corredor (muy aturdido por la falta de su bastón) y escuchó. Le pareció oír un sonido apagado, algo entre un murmullo y un crujido. Empezó a hacerse siniestro.
—¡Margot!, ¿dónde estás? —gritó Albinus.
Todo permaneció tranquilo. Luego abrióse una puerta.
—¡Margot! ¡Margot! —repitió, avanzando a tientas por el pasillo.
—Sí, sí, estoy aquí —contestó su voz tranquilamente.
—¿Qué ha ocurrido, Margot? ¿Por qué no te has ido a la cama?
Chocaron en el oscuro corredor, y, al tocarla, Albinus notó que estaba desnuda.
—Me eché al sol, como hago siempre por las mañanas —dijo ella.
—Pero si es de noche —exclamó él, respirando ahogadamente—. No logro comprender... Hay algo raro en todo esto. Palpé las manecillas del reloj. Es la una y media.
—¡Qué risa! Son las siete menos cuarto y tenemos una preciosa mañana soleada. Tu reloj se ha estropeado. Pero, oye, ¿cómo has salido de tu habitación?
—Margot, ¿es verdad que es de mañana? ¿Me estás diciendo la verdad?
Ella se acercó a él y, poniéndose de puntillas, le rodeó el cuello con los brazos, como había hecho en los buenos tiempos.
—Aunque sea de día —dijo ella quedamente—, si quieres, si quieres, querido..., como una gran excepción...
No tenía muchas ganas de hacerlo, pero era la única forma de salir del paso. De ese modo, Albinus no podría sentir el aire aún frío, ni advertir que no cantaba ningún pájaro; sólo sentiría una cosa: dicha, una fiera dicha, dicha absoluta. Luego hundióse en un sueño profundo, y durmió hasta el mediodía. Cuando se hubo despertado, Margot le regañó por su acrobática escapada, y se sintió aún más furiosa cuando advirtió su sonrisa melancólica y le dio una bofetada.
Albinus pasó todo el día sentado en la salita, pensando en aquella mañana feliz y preguntándose cuántos días tardaría en repetirse su felicidad. Súbitamente, con una claridad perfecta, oyó a alguien que emitía una risita de burla. No podía ser Margot; estaba en la cocina.
—¿Quién anda ahí?
Pero no contestó nadie.
«Otra alucinación...», se dijo Albinus, acongojado. Y de repente comprendió qué era lo que le causaba aquel extraño malestar por las noches. Sí, sí, aquellos extraños ruidos que oía algunas veces.
—Dime, Margot —le dijo, cuando regresó de la cocina—, ¿no hay nadie en la casa, además de Emilia? ¿Estás completamente segura?
—Estás loco —contestó ella secamente.
Pero, suscitada la sospecha, ésta le negó todo descanso. Se sentaba inmóvil todo el día, escuchando, apesadumbrado.