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—Está bien, está bien —suspiraba—. Leeré algo en voz alta. El periódico.

Ella alzaba otra vez los ojos al techo.

Rex se sentaba cautelosamente en el sofá y ponía a Margot en sus rodillas. Ella abría el periódico y, después de extenderlo del todo y echarle una ojeada, empezaba a leer en voz alta. Albinus asentía con la cabeza de vez en cuando, mientras comía, lentamente, invisibles cerezas, despojando los invisibles huesos en su mano cóncava. Rex remedaba a Margot, frunciendo los labios y extendiéndolos de nuevo, como ella hacía al leer, o comenzaba a abrir las piernas, dejándola caer, de forma que, de pronto, la voz de Margot subía de tono, y ella tenía que buscar de nuevo el final de la frase comenzada.

«Sí, quizá sea mejor de esta forma —pensaba Albinus—. Nuestro amor es ahora más, mucho más puro y elevado. Y si ella se aferra a mí en estos momentos, esto quiere decir que me ama de verdad. Eso es bueno, eso es bueno.» Y de repente empezaba a sollozar en alto, a estrujarse las manos, y rogaba a Margot que le llevase a otro especialista, a un tercero, a un cuarto; una operación, la tortura, cualquier cosa que pudiese devolverle la vista.

Rex, con un bostezo silencioso, tomaba un puñado de cerezas del frutero y se marchaba al jardín.

Durante los primeros días de su vida juntos, Rex y Margot fueron harto cuidadosos, aunque se dieron a diversas bromas inofensivas. Ante la puerta que conducía al corredor, Rex había levantado, para caso de emergencia, una barricada de cajas y baúles, que Margot trepaba por la noche. Sin embargo, después de su primer paseo por la casa, Albinus no mostró nuevo interés por su topografía, aunque se había orientado perfectamente en su habitación y en el estudio.

Margot le describía los colores (el empapelado azul, los postigos amarillos), pero, bajo los auspicios de Rex, los alteraba todos. El hecho de que el ciego estuviese obligado a dibujarse su pequeño mundo con los tonos recetados por Rex brindaba a éste un regocijo exquisito.

En sus habitaciones, Albinus experimentaba casi la sensación de poder ver el mobiliario y los distintos objetos, y esto le confería un sentido de seguridad. Pero cuando se sentaba en el jardín, sentíase rodeado por un inmenso desconocimiento; todo era demasiado grande, demasiado inmaterial, demasiado sonoro para que pudiera formarse una imagen de ello. Trató de agudizar su oído y de adivinar los movimientos basándose en el sonido. A Rex le resultó pronto bien difícil entrar o salir sin ser advertido. Por muy silenciosamente que lo hiciera, Albinus volvía inmediatamente su ciego rostro en aquella dirección y preguntaba: «¿Eres tú, querida?», y se sentía vejado por su error de cálculo cuando Margot le contestaba desde el otro extremo.

Transcurrieron los días, y cuando más agudamente Albinus esforzaba su oído, tanto más atrevidos se volvían Rex y Margot; se acostumbraron al telón de seguridad de su ceguera, y Rex, en lugar de tomar sus comidas bajo la muda mirada adoradora de la vieja Emilia, en la cocina, como lo hiciera antes, tramó sentarse a la mesa con ellos dos. Comía en silencio, sin tocar jamás el plato con el tenedor o el cuchillo, y masticando con ritmo perfecto, como si fuera el personaje de una película muda, siguiendo los movimientos de las mandíbulas de Albinus y la voz de Margot, quien adrede hablaba en un tono muy alto, mientras los dos hombres, ingerían sus bocados. Una vez se atragantó. Albinus, a quien en el preciso fomento Margot estaba sirviendo un vaso de agua, oyó, al otro extremo de la mesa, un extraño sonido ahogado, un carraspeo grosero. Ella empezó a charlar inmediatamente pero él la interrumpió levantando la mano:

—¿Qué fue eso? ¿Qué fue eso?

Rex había cogido su plato retrocediendo de puntillas, comprimiendo la servilleta contra su boca. Pero mientras se deslizaba por la puerta entreabierta, se le cayó el tenedor.

Albinus se volvió en redondo en su silla.

—¿Qué fue eso? ¿Quién está ahí? —repitió.

—¡Oh!, es sólo Emilia. ¿Por qué estás agitado?

—Pero si nunca entra aquí.

—¡Pues hoy ha entrado!

—Creí que mis oídos empezaban a sufrir alucinaciones —dijo Albinus—. Ayer, por ejemplo, tuve la impresión extraordinariamente vívida de que alguien se deslizaba descalzo por el corredor.

—Si no tienes cuidado, te vas a volver loco —dijo Margot secamente.

Por la tarde, mientras Albinus hacía su acostumbrada siesta, ella salía a dar un paseo con Rex. Iban a la oficina de correos a buscar las cartas y los periódicos, o remontaban la cascada, y en un par de ocasiones fueron al lindo cafetín que había en el centro del pueblo, al pie de la montaña. Una vez, mientras regresaban a la casa y habiendo entrado ya en el escarpado camino que conducía a ella, Rex dijo:

—Te aconsejo que no insistas en el matrimonio. Me temo que, precisamente por haber abandonado a su esposa, ha llegado a considerarla como a una santa preciosa, pintada en un cristal. No creo que tenga ganas de destrozar justamente esa vidriera de iglesia. Es mucho más simple y mejor el plan de hacernos con su fortuna gradualmente.

—Bueno, ya hemos recogido un buen pedacito, ¿no es cierto?

—Tienes que hacer que venda esa tierra que tiene en Pomerania, y sus cuadros —continuó Rex—, o si no, una de sus casas de Berlín. Con un poco de astucia podremos lograrlo. De momento, su talonario responde maravillosamente. Lo firma todo como una máquina. Pero su cuenta bancaria se agotará pronto. Debemos apresurarnos nosotros también. No estaría mal dejarle, pongamos, este invierno; y antes de irnos le compraremos un perro, como una muestra de gratitud.

—No hables tan alto —dijo Margot—; ya hemos llegado a la piedra.

Una piedra, grande y gris, cubierta de convólvulos, que tenía el aspecto de una oveja, marcaba un margen, superado el cual era peligroso hablar. Siguieron caminando en silencio hasta la verja del jardín. Margot se rió de pronto y señaló una ardilla. Rex le tiró una piedra, pero falló.

—¡Oh, mátala! Hacen mucho daño a los árboles —dijo Margot quedamente.

—¿Quién hace daño a los árboles? —preguntó una voz áspera. Era Albinus.

Estaba en pie, balanceándose levemente, entre los macizos de lilas, sobre un pequeño peldaño de piedra que unía la senda y el jardín.

—¿Con quién estás hablando ahí abajo, Margot?

De pronto se tambaleó, dejó caer su bastón y sentóse pesadamente en el peldaño.

—¿Cómo te atreves a salir solo tan lejos? —exclamo ella, y, asiéndole con aspereza, le ayudó a levantarse.

Se le habían adherido a las manos unos pedacitos de grava; él extendió los dedos y trató de desprenderlos como hubiera hecho un niño.

—Quería coger una ardilla —declaró Margot poniéndole el bastón en la mano—. ¿Qué creíste que hacía?

—Me pareció... —empezó a decir Albinus—, ¿Quién está ahí? —gritó agudamente, perdiendo casi el equilibrio al girar en redondo en dirección a Rex, que atravesaba el césped con toda cautela.

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