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A Rex le divertía mucho esto, y aunque Margot le había suplicado que fuese más prudente, no prestaba atención a sus advertencias. Una vez, a sólo dos pasos de Albinus, llegó incluso a imitar con mucha destreza el canto de una oropéndola. Margot tuvo que explicar que el pájaro se había posado en el alféizar y cantaba desde allí.

—Échalo —dijo Albinus austeramente,

—Shh, shh, shh —siseó Margot, cubriendo con sus manos los gruesos labios de Rex.

—¿Sabes? —dijo Albinus unos días más tarde—. Me gustaría charlar con Emilia. Me encantan sus puddings.

—¡Oh!, lo siento; es sorda como una tapia y te tiene un miedo cerval.

Albinus estuvo reflexionando intensamente durante unos minutos.

—Es imposible —dijo muy lentamente.

—¿Qué es imposible, Albert?

—Nada, nada.

—¿Sabes, Margot? —añadió poco después—. Necesito terriblemente un afeitado. Haz que suba el peluquero del pueblo.

—No es necesario —dijo Margot—; la barba te sienta muy bien.

A Albinus le pareció que alguien (no Margot, sino alguien que estaba junto a ella) se reía entre dientes, muy tenuemente.

37

El Berliner Zeitung, con una breve reseña del accidente, estaba ante Paul, en su despacho. Leído el artículo, salió corriendo hacia la casa, temiendo que Elisabeth lo hubiese leído, a su vez. Pero no lo había hecho, aunque, cosa extraña, se encontraba en la casa un ejemplar de aquel periódico que no solía leer. Aquel mismo día telegrafió a la Policía de Grasse y, por último, se puso en contacto con el médico del hospital, que le informó que Albinus estaba fuera de peligro, pero absolutamente ciego. Con mucha ternura comunicó las noticias a Elisabeth.

Más tarde, a causa de que él y su cuñado tenían su cuenta en el mismo Banco, descubrió la dirección de Albinus, en Suiza. El director, un viejo amigo suyo, le enseñó los cheques, que estaban cayendo con una especie de apresurada regularidad, y Paul se quedó atónito al ver las cantidades que estaba retirando Albinus. La firma era perfectamente correcta, aunque muy temblorosa en torno a las curvas y patéticamente inclinada hacia abajo, pero las cifras estaban escritas con otra letra —una atrevida letra masculina con rasgos y floreos—, y todo aquello le olió a sucio, a muy sucio. Se preguntó si no sería el hecho de que el ciego estuviera firmando lo que se le decía, y no lo que no podía ver, lo que le creaba aquella situación. Extrañas, también, eran las grandes sumas solicitadas —como si él, u otra persona, tuvieran un ansia frenética de sacar tanto dinero como le fuese posible.

«Algo feo está ocurriendo —pensó Paul—. ¿Pero qué es exactamente?»

Se imaginó a Albinus, solo con su peligrosa amante, enteramente a su merced, en la casa negra de la ceguera.

Transcurrieron algunos días. Paul estaba terriblemente inquieto. No era tan sólo el hecho de que Albinus firmara cheques que no podía ver (de todos modos, despilfarrado consciente o inconscientemente, el dinero era suyo, Elisabeth no lo necesitaba y ya no había ninguna hija en quien pensar), sino el hecho de que estuviera tan totalmente desamparado en aquel mundo de maldad que había dejado crecer a su alrededor.

Una noche, al llegar Paul a casa, encontró a Elisabeth haciendo una maleta. Tenía su mirada una expresión más feliz durante los últimos meses.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te vas a algún sitio?

—Yo, no; tú —dijo ella con calma.

38

Al día siguiente, Paul viajaba hacia Suiza. En Brigaud tomó un taxi y, en poco más de una hora, llegó a una pequeña localidad cerca de la cual vivía Albinus. Se hizo llevar ante la oficina de Correos, y la encargada, una joven muy habladora, le señaló que Albinus estaba viviendo allí con su sobrina y un doctor. Paul remprendió la marcha inmediatamente. Conocía la sobrina, pero la presencia de un doctor le sorprendió. Parecía sugerir que Albinus era objeto de mejores tratos que los imaginados.

«Quizá, al fin y al cabo, he venido aquí a hacer el tonto —se dijo Paul, incómodo—. Quizá esté del todo bien. Pero, ahora que estoy aquí... Bien, en cualquier caso, cambiaré impresiones con el doctor. Pobre infeliz, ¡qué vida desdichada...! ¡Quién lo hubiera pensado....'»

Aquella mañana, Margot había ido al pueblo con Emilia. No advirtió el taxi de Paul pero en la oficina de Correos la informaron de que había llegado, hacía un instante, un hombre grueso, preguntando por Albinus.

En aquel momento, Albinus y Rex estaban sentados, uno frente al otro, en la pequeña salita. El sol penetraba a través de las puertas de cristales que la unían al jardín. Rex estaba sentado en una silla plegable, completamente desnudo. A consecuencia de los diarios baños de sol, su cuerpo, delgado aunque robusto, estaba bronceado con un tono muy oscuro. Entre sus gruesos labios rojos sostenía una larga brizna de hierba y, con sus velludas piernas cruzadas y el mentón apoyado en la mano (aproximadamente en la postura del Pensador de Rodin), miraba a Albinus, quien, a su vez, parecía observarle con la mayor atención. Rex hinchó su pecho, en el que el pelo dibujaba un águila con las alas extendidas.

El ciego llevaba un amplio batín gris ratón y su rostro barbudo expresaba una tensión agónica. Estaba escuchando, desde mucho tiempo antes no hacía otra cosa que escuchar. Rex, consciente de ello, estudiaba la cara de Albinus, donde se reflejaban sus pensamientos como en un ojo inmenso desde la pérdida de sus verdaderos ojos. ¿Por qué no divertirse haciendo una o dos bromitas más? El hombre desnudo se golpeó suavemente la rodilla, y el ciego, que acababa de levantar la mano cubriéndose el fruncido ceño, permaneció atento, casi husmeando. Luego, Rex se inclinó levemente hacia delante y, con la brizna de hierba, rozó casi imperceptiblemente la frente de Albinus. El ciego suspiró de una forma extraña, expulsando una mosca imaginaria. Rex hizo un chasquido con los labios y, de nuevo, Albinus reaccionó con aquel gesto indefenso. Aquello era divertidísimo en verdad.

De pronto, el ciego agachó abruptamente la cabeza. Rex se volvió, viendo detrás de los cristales a un grueso caballero que llevaba una gorra inclinada y, plantado en la terraza, les estaba mirando, atónito. Le reconoció en seguida.

—Desde luego, sé quién es usted. Se llamá Rex —dijo Paul, suspirando hondamente mientras miraba a aquel hombre desnudo que no dejaba de sonreír, llevándose el dedo a los labios.

Entretanto, Albinus se había puesto en pie. El surco rojizo de su cicatriz parecía habérsele extendido por toda la frente. Empezó a aullar y a gemir, y sólo gradualmente brotaron palabras de aquellos sonidos feroces, inarticulados.

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