Margot se rió:
—¿Qué necesidad hay de pararse para eso? ¡Oh, querido! ¡Oh, querido!
El la ayudó y, mientras lo hacía, recordó con extraordinaria claridad la forma en que, mucho, muchísimo tiempo atrás, en un pequeño y miserable café, había advertido cómo ella movía los hombros e inclinaba su cuello adorable, mientras se liberaba de las mangas.
Las lágrimas corrían por sus mejillas, incontrolables. Margot le rodeó con el brazo y apoyó su mejilla en la abatida cabeza de él.
El coche estaba detenido junto al parapeto, un grueso muro de piedra de medio metro de altura, tras el cual se abría un barranco, casi cortado a pico, erizado de matorrales. Desde muy abajo llegaba el fluir y retumbar de una rápida corriente de agua. En el lado opuesto se levantaba una ladera rojiza con pinos en su cumbre. El sol achicharraba. Más adelante, un hombre con gafas negras estaba sentado al borde de la carretera.
—¡Te quiero tanto —dijo Albinus—, tanto...! Le estrujó las manos y la abrazó convulsivamente. Ella reía, con una risa satisfecha.
—Deja que conduzca yo ahora —rogó Margot—. Sabes que lo hago mejor que tú.
—No, estoy haciendo progresos —dijo él sonriendo, mientras se sonaba la nariz—. Es curioso, pero, realmente, no sé adonde vamos. Creo que he enviado el equipaje a San Remo, pero no estoy del todo seguro.. Puso en marcha el motor y siguieron adelante. Le parecía que el coche avanzaba con mucha más facilidad y obediencia, y dejó de asir el volante con aquel nerviosismo. De un lado, la escarpada vertiente; del otro, el precipicio...
De un lado, la escaparada vertiente; del otro... El sol le apuñalaba los ojos. El indicador del cuentakilómetros tembló al avanzar.
Se aproximaba una curva cerrada, y Albinus se proponía tomarla con especial habilidad. Muy por encima de la carretera, una vieja que recogía hierbas vio, a la derecha de la vertiente, aquel cochecillo azul que se abalanzaba hacia la curva, tras de la cual, en dirección opuesta, próximos a un encuentro con lo desconocido, dos ciclistas avanzaban, agarrados a sus manillares.
32
La vieja que recogía hierbas en la ladera vio al coche y a los dos ciclistas aproximándose en direcciones opuestas, a la cerrada curva. Desde un avión-correo que volaba en paralelo a la costa, el piloto pudo ver las revueltas de la carretera, la sombra de las alas reflejándose sobre las soleadas laderas, y dos pueblos, distantes doce millas entre sí. Acaso, ascendiendo aún más, hubiera sido posible ver, simultáneamente, las montañas de Provenza y una distante ciudad de otro país, por ejemplo Berlín, donde el clima era cálido también, pues, en aquel día entre los días, la mejilla de la tierra, desde Gibraltar a Estocolmo, estaba bañada de tierno sol.
En Berlín, en este día entre los días, se vendieron muchos helados. Irma solía, en otro tiempo, contemplar con la gravedad de la codicia al heladero, sirviendo entre dos delgadas galletas la densa y amarillenta substancia que, cuando se gustaba, le hacía a uno bailar la lengua y a los dientes doler deliciosamente. De forma que, cuando Elisabeth salió al balcón y advirtió a uno de estos vendedores de helados, le pareció muy extraño que él fuera vestido de blanco, y ella, de negro.
Al despertar, sintióse muy inquieta, y comprendió, con un extraño abatimiento, que, por primera vez, había salido de aquel estado de oscura torpeza a que de antiguo se había acostumbrado; no lograba comprender a qué podría deberse Su extraño malestar. Se quedó embelesada en el balcón, pensando en el día anterior, en que nada de particular había ocurrido: el paseo de costumbre hasta el cementerio, las abejas que se posaban en sus flores, el húmedo brillo de los goznes de la lápida, la apacibilidad y la tierra blanda...
«¿Qué puede ser? —se preguntó—. ¿Por qué estoy tan angustiada?»
Desde el balcón podía ver al vendedor de helados, con su gorra blanca. El balcón parecía ganar altura, más altura, más... El sol proyectó una luz deslumbradora sobre los azulejos. En Berlín, en Bruselas, en París, y más lejos, en el sur. El avión-correo volaba hacia Saint-Cassien. La vieja estaba recogiendo hierba en la ladera rocosa; al menos durante un año estaría relatando a todo el mundo lo que había visto..., lo que había visto...
33
Albinus no sabía con certeza cómo y cuándo llegó a saber estas cosas: el tiempo transcurrido desde que, jubilosamente, tomara aquella curva (dos semanas), el lugar en que se encontraba (una clínica, en Grasse), la operación que había sufrido (trepanación) y el por qué de su largo período de inconsciencia (hemorragia cerebral). Sin embargo, había llegado el momento en que todos estos fragmentos de información fueron reunidos en uno solo: estaba con vida, plenamente consciente y sabía que Margot y una nursedel hospital estaba cerca, junto a él. Sentía haber estado dormitando agradablemente y que luego había despertado de pronto. Pero lo que no sabía era la hora. Probablemente era temprano, de mañana.
Su frente y sus ojos estaban cubiertos por un vendaje grueso y suave. Pero tenía el cráneo ya al descubierto, y era curioso palpar con sus dedos aquel nuevo cabello que brotaba en su cabeza.
En su memoria conservaba un cuadro que era, en su chillona intensidad, como una fotografía en colores: la lustrosa carretera azul, la vertiente verde y roja a la izquierda, el parapeto blanco a la derecha, y, frente a él, los ciclistas acercándose (dos simios polvorientos, con jerseys color naranja). Un rápido viraje del volante para evitarlos, y el coche lanzado hacia delante, remontando un montón de piedras, a la derecha, y, en la siguiente fracción de aquel segundo, un poste telegráfico abatiéndose ante el parabrisas. El brazo extendido de Margot había atravesado volando el cuadro, y la linterna mágica se apagó.
Esta rememoración había sido completada por Margot. Ayer, o anteayer, o tal vez antes, ella se lo había dicho, o más bien sólo su voz. ¿Por qué sólo su voz? ¿Por qué hacía tanto tiempo que no la había visto? Aquel vendaje... probablemente, se lo quitarían pronto... ¿Qué le había dicho la voz de Margot?
«... Si no hubiese sido por el poste telegráfico, hubiéramos saltado por encima del parapeto, al precipicio. Fue aterrador. Aún tengo una gran magulladura en la cadera. El coche dio una vuelta de campana y se aplastó como un huevo. Costó... le car... mille... beaucoup mille marks... —aparentemente, estas palabras iban dirigidas a la nurse—. Albert, ¿cómo dice en francés veinte mil?»
«¡Oh!, ¿qué importa eso...? ¡Estás viva!»
«... Los ciclistas fueron muy atentos. Nos ayudaron a recoger todas las cosas. Pero no pudieron encontrar las raquetas de tenis.»
¿Raquetas de tenis? El sol reflejado en una raqueta de tenis. ¿Por qué era aquello tan desagradable? ¡Oh, sí, aquel asunto de pesadilla, en Rouginard. Él, con su pistola en la mano; ella, acercándose, con suelas de goma... ¡Qué disparate! Todo se aclaró, todo estaba conforme... ¿Qué hora era? ¿Cuándo le quitarían el vendaje? ¿Habría salido en los periódicos? ¿En los periódicos alemanes?