Volvió la cabeza a un lado y al otro; el vendaje le preocupaba. También la discrepancia entre sus sentidos. Sus oídos absorbieron impresiones durante todo aquel tiempo, y sus ojos ninguna en absoluto. No sabía cómo era la habitación, ni la nurse, ni el doctor. ¿Y la hora? ¿Era de mañana? Había tenido un sueño muy largo, muy dulce. Probablemente, la ventana estaba abierta, pues le llegaba desde fuera el piafar de los caballos; también el sonido de agua corriendo y la nota metálica de un cubo. Quizá había un patio de granja, con un pozo y la fresca sombra de la mañana en los arboles.
Durante un rato estuvo descansando inmóvil, tratando de transformar el sonido incoherente en sombras y colores concomitantes. Era lo opuesto a tratar de imaginar la clase de voces que tenían los ángeles de Botticelli. Oyó la risa de Margot y luego la de la enfermera. Al parecer, estaban sentadas en la habitación contigua. Le estaba enseñando a Margot a pronunciar el francés correctamente: «Soucoupe, soucoupe.» Margot repitió varias veces, y ambas se rieron.
Consciente de que estaba haciendo algo absolutamente prohibido, Albinus levantó cautelosamente el vendaje y miró ante él. Pero la habitación seguía aún oscura. Ni siquiera podía ver el resplandor ahumado de una ventana o esas débiles manchas de luz que van a pasar juntas la noche con las paredes. Era, pues, de noche, no de mañana, ni siquiera muy de mañana. Una negra noche sin luna. ¡Qué engañosos podían ser los sonidos! ¿O es que los postigos eran especialmente recios?
Desde la habitación contigua le llegó el agradable tintineo de cacharros:
— Café, aimé, toujours, thé nicht toujours.
Albinus tanteó la mesilla de noche hasta dar con la pequeña lamparita. Oprimió el interruptor una y otra vez, pero la oscuridad seguía allí, como si fuera demasiado pesada para desplazarse. Probablemente habían sacado la bombilla. Buscó cerillas y encontró una caja, solamente había una en el interior; la encendió, oyó un tenue chisporroteo, pero no pudo ver llama alguna. La tiró lejos, y de pronto percibió un tenue olor de sulfuro. ¡Qué raro era aquello!
—¡Margot! —gritó de pronto—. ¡Margot!
El sonido de unos pasos y de una puerta al abrirse. Pero no cambió nada. ¿Cómo podía estar a oscuras la otra habitación, si estaban tomando café en ella?
—Da la luz —dijo irritado—. Da la luz, por favor.
—Eres un niño malo —dijo la voz de Margot.
La oyó acercarse suavemente y sin duda a través de la más absoluta oscuridad.
—No debieras tocar ese vendaje.
—¿Qué quieres decir? Pareces verme —tartamudeó—. ¿Cómo es posible que me veas? Da la luz, ¿me oyes? ¡En seguida!
— Calmez-vous. No se excite —dijo la voz de la enfermera.
Aquellos sonidos, aquellos pasos y voces parecían moverse en un plano distinto. Él estaba allí y ellas en algún otro lugar, pero, sin embargo, de un modo inexplicable, al alcance de la mano. Entre ellas y la noche que le envolvía se levantaba un muro impenetrable. Se frotó los párpados, volvió la cabeza a uno y otro lado, se zarandeó, pero era imposible hacerse un camino entre aquella soledad que parecía ser una parte de sí mismo.
—¡No puede ser! —dijo Albinus con el énfasis del desespero—. ¡Me estoy volviendo loco! ¡Abrid la ventana, haced algo!
—La ventana está abierta —contestó ella suavemente.
—Acaso no hay sol... Margot, quizá pudiea ver algo si entrara el sol. El más leve resplandor. Quizá con gafas...
—Estáte quieto, querido. Hace mucho sol; es una mañana radiante. Albert, me haces daño.
—Yo... Yo...
Albinus respiró profundamente. Su pecho se hinchaba como un inmenso globo monstruoso lleno de un rugir torbellinesco. Luego exhaló el aire, lentamente, avariciosamente. Y cuando hubo salido todo, aspiró de nuevo.
34
Sus heridas se cicatrizaron, su pelo brotó de nuevo, pero la terrible sensación de aquel sólido muro negro permaneció inalterable. Después de aquellos paroxismos de agónico terror, durante los cuales se había arañado, echado por los suelos y tratado, frenéticamente, de quitarse algo de los ojos, quedó inmerso en un estado de semiinconsciencia. Luego brotaba una vez más aquella insoportable montaña de opresión, que tan sólo era comparable al pánico del que se despierta encontrándose en una tumba.
Sin embargo, de una forma paulatina, estos sucesos se hicieron menos frecuentes. Durante horas sin fin estuvo yaciendo sobre su espalda, silencioso e inerte, escuchando los ruidos del día, que parecían haberle abandonado para conversar alegremente con los demás. De pronto recordó aquella mañana en Rouginard (aquella mañana que fue el principio de todo), y gimió de nuevo. Tenía la retina impregnada de cielo, de distancias azules, de luz y sombra, de casas rosadas tachonando una brillante ladera verde, de encantadores paisajes ensoñadores que había mirado muy poco, muy poco...
Mientras se hallaba aún en el hospital, Margot le leyó en voz alta una carta de Rex:
«No sabría decir, mi querido Albinus, qué me desconcertó más, si el daño que me hizo usted con su inexplicable y muy descortés partida, o la desgracia que ha hecho presa en usted. Pero, aunque me ha herido profundamente, comparto su dolor con todo el corazón, en especial cuando pienso en su amor por la pintura y por esas bellezas de color y línea que hacen de la vista la reina de todos nuestros sentidos.
»Hoy me encuentro en viaje de París a Inglaterra, y desde allí a Nueva York, y transcurrirá algún tiempo hasta que vea de nuevo Alemania. Tenga la bondad de transmitir mis saludos amistosos a su compañera, cuya naturaleza versátil y malograda fue, presumiblemente, la causa de su deslealtad hacia mí. ¡Dios mío!, esa muchacha está siempre y únicamente en relación constante consigo misma; pero, como tantas otras mujeres, busca con prurito la admiración de los extraños, y ese prurito se torna en rencor cuando el hombre en cuestión, a causa de su franqueza, su exterior repulsivo y sus inclinaciones innaturales, no puede sino excitar su ridículo y su aversión.
«Créame, Albinus, le quería a usted bien, más de lo que nunca diera a entender; pero si usted me hubiera dicho sin ambages que mi presencia había llegado a ser fastidiosa para ustedes dos, yo habría apreciado altamente su franqueza, y entonces las felices remembranzas de nuestras charlas en torno a la pintura; de nuestros paseos por el mundo del color, no se hubieran visto tan tristemente oscurecidas por la sombra de su huida infiel.»
—Sí, ésa es una carta de homosexual —dijo Albinus—. Pero, de todas formas, me alegra que se haya ido. Quizá, Margot, Dios me ha castigado por desconfiar de ti, pero que la mayor desgracia caiga sobre ti si...
—¿Si qué, Albert? Sigue, termina tu maligna frase...