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Siguieron hablando de esta forma durante una hora. Margot, gradualmente, iba ganando la partida. Pero, por último, no pudo soportarlo más y tuvo un ataque de histeria.

Se echó en la cama con su vestido blanco de tenis y un pie descalzo y, mientras se iba sosegando paulatinamente, lloró sobre la almohada.

Albinus se sentó en una silla junto a la ventana; fuera brillaba el sol y alegres voces inglesas flotaban de un lado a otro del campo de tenis. Mentalmente revisó todos los episodios, hasta el más insignificante, desde el principio de su relación con Rex, y entre ellos algunos quedaban envueltos en una luz lívida, aquella misma luz que se había esparcido sobre toda su existencia. Algo se había destruido para siempre; a despecho de toda la persuasión que Margot pusiera en demostrarle que le había sido fiel, todo quedaría en adelante teñido por una ponzoñosa sombra de duda.

Se puso en pie, cruzó la habitación y, acercándose a la cama, miró el talón de ella, rosado, lleno de estrías, cubierto por una delgada capa de ungüento oscuro (¿cuándo se las había arreglado para embadurnarse con aquello?); miró su pantorrilla, tostada por el sol, delgada pero firme, y pensó que podría matarla, pero no separarse de ella.

—Muy bien, Margot —dijo lóbregamente— Te creo. Pero tienes que levantarte inmediatamente y cambiarte de ropa. Vamos a hacer el equipaje y a marcharnos de aquí. No estoy físicamente preparado para enfrentarme ahora con él; no respondo de mí mismo. No porque crea que me hayas engañado, no, no es por eso, sino, simplemente, porque me siento incapaz de hacerlo; me lo he imaginado todo demasiado vívidamente, y..., bueno, no importa... Vamos, levántate...

—Dame un beso —dijo Margot suavemente.

—No, ahora no. Quiero salir de aquí lo antes posible... He estado a punto de matarte en esta habitación, y ten por seguro que te mataré si no hacemos nuestro equipaje en el acto, ¡en el acto!

—Como quieras —dijo Margot—. Pero, por favor, recuerda que me has insultado, a mí y al amor que te tengo, de la peor forma posible. Supongo que comprenderás esto más adelante.

Rápida y silenciosamente, sin mirarse el uno al otro, dispusieron las maletas. Luego, el mozo vino a buscarlas.

Rex estaba jugando al póquer en la terraza con un par de americanos y un ruso, a la sombra de un eucalipto. Aquella mañana tenía la suerte en contra. Estaba pensando en hacer alguna trampa en la próxima mano o acaso usar, de una cierta forma que él conocía, el espejo que guardaba en el interior de su pitillera (pequeñas trampas que le desagradaban y a las que sólo recurría cuando jugaba con principiantes), cuando, de pronto, tras los magnolios, en la pista de autos próxima al garaje, vio el coche de Albinus. El coche maniobró torpemente, desapareciendo.

—¿Qué pasa? —murmuró Rex—. ¿Quién conduce ese coche?

Pagó sus deudas y fue a buscar a Margot.

No estaba en el campo de tenis ni tampoco en el jardín. Subió. La puerta de la habitación estaba entreabierta; el interior, sin vida; el armario, vacío; vacío también el otro, pequeño, del cuarto de baño. En el suelo había un periódico roto y arrugado.

Rex se pellizcó el labio inferior y cruzó a su habitación. Pensaba, algo vagamente, encontrar allí una nota con alguna explicación. No había nada, por supuesto. Chasqueó la lengua y bajó al vestíbulo, para ver si, por lo menos, habían pagado su cuenta.

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Hay mucha gente que, sin poseer los conocimientos de un experto, saben arreglar una conexión eléctrica después de esa incidencia que conocemos como «cortocircuito», o, con la ayuda de un cortaplumas, poner de nuevo en marcha un reloj, e incluso, llegado el caso, freir una chuleta. Albinus no era de éstos. No sabía hacer un lazo, ni cortarse las uñas de la mano izquierda, ni hacer un paquete; no sabía descorchar una botella sin reducir a fragmentos una mitad del corcho y hundir la otra. Cuando niño, nunca construyó cosas como los demás muchachos; ya mozalbete, nunca desmontó su bicicleta ni, por supuesto, sabía hacer nada con ella, salvo montarla, y, si se le pinchaba un neumático, empujaba la máquina inválida, rastreando como un chanclo viejo, hasta la tienda de reparaciones más próxima. Más tarde, cuando estudió la restauración de cuadros, nunca se atrevía a tocar el lienzo él mismo. Durante la guerra se distinguió por su sorprendente incapacidad para hacer nada con las manos. En vista de todo esto, no es sorprendente que fuera un mal chófer.

Lentamente y con dificultad (y complicadas discusiones, cuyo motivo no comprendía, con la guardia de tráfico de las encrucijadas), sacó su coche de Rouginard y aceleró un poco.

—¿Te importa decirme dónde vamos, si no te importa? —dijo Margot agriamente, sin duda a causa de esta repetición de frase.

Él se encogió de hombros y se quedó mirando fijamente la reluciente carretera azul-negra. Al hallarse fuera de Rouginard, donde las estrechas calles habían estado atestadas de gente y de tráfico y donde había tenido que tocar la bocina, detenerse y dar una torpe vuelta; al alejarse suavemente a lo largo de la autopista, varios pensamientos cruzaron oscura y difusamente su cerebro: que la carretera subía cada vez más entre las montañas y que pronto empezaría a zigzaguear peligrosamente, que el botón de Rex se había enredado en una ocasión en las puntillas de Margot y que el corazón no le había pesado nunca tanto ni había estado nunca tan desolado.

—Me importa poco donde vayamos —dijo Margot—, pero, al menos, me gustaría saberlo. Y, por favor, mantén tu derecha. Si no puedes conducir, mejor será que tomemos un tren o contratemos un chófer en el garaje más próximo.

Albinus frenó violentamente porque en la carretera, a mucha distancia, había aparecido un autocar.

—¿Pero qué estás haciendo, Albert? Mantén tu derecha; eso es todo lo que tienes que hacer.

El autocar, lleno de turistas, pasó de largo como un trueno. Albinus arrancó otra vez. La carretera empezó a dar vueltas alrededor de la montaña.

«¿Es que importa adónde vayamos? —pensó—. Dondequiera que sea, no me libraré de este dolor ("... la más vulgar, la más escandalosa y la más sucia jerga...") Me voy a volver loco.»

—No te volveré a preguntar nada —dijo Margot—, pero, por favor, no vaciles antes de las curvas. Es ridículo. ¿Qué intentas hacer? Si supieras cómo me duele la cabeza. Me sentiré dichosa en cuanto lleguemos a algún sitio, si es que llegamos.

—¿Me juras que nada hubo en aquello? —preguntó Albinus con voz desmayada, sintiendo que cálidas lágrimas le oscurecían la visión. Parpadeando, la carretera reapareció.

—Te lo juro —dijo Margot—. Y estoy harta de hacerte juramentos. Mátame, pero no no me tortures más. A propósito, tengo demasiado calor. Quiero sacarme la chaqueta.

Albinus puso el freno.

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