Sus colegas de la sección de deportes, el atlético Schwimmer y su afeminado amigo sueco (que ahora vendía trajes de baño), notaron un día la palidez de Franz y le aconsejaron que tomase el sol en las orillas del lago Grunewald los domingos. Pero sobre Franz pesaba una helada indolencia y además, para él, una hora libre significaba una hora más en compañía de Martha. Martha, por su parte, confundía su malhumorada tristeza con la enfermedad que también ella sufría: la fiebre, al rojo vivo, de la constante obsesión asesina. Se alegraba cuando, en presencia de Dreyer, Franz la miraba y se ponía a veces a cerrar y abrir los puños, a romper cerillas, a juguetear con el salero. Pensaba ella que sus rayos mortales atravesaban a Franz entero, y que, con sólo apuñalarle con aquel rayo de luz, una tensa partícula del alma de Franz, en la que se escondía la imagen aprisionada de la muerte, explotaría, convirtiéndole en un gigante capaz de machacar al moscardón reptante con un solo pisotón. Y, al revés, se sentía irritada oyendo a Franz quejarse; se encogía de hombros con impaciencia cuando le oía rezongar.
—¿Pero no te das cuenta de que está loco? —repetía Franz—, te aseguro que está loco.
—Tonterías, de loco nada, un poco raro nada más. Y esto es hasta una ventaja. Haz el favor de estarte quieto.
—Pero es que es terrible —insistía Franz—, ya no me trae el café, no recuerdo ya cuánto tiempo hace que no me lo traía, y hoy va y aparece de pronto con un cuenco de caldo de carne.
—Haz el favor de callarte la boca. ¿Qué más dará todo eso? Es completamente inofensivo. Su mujer está enferma.
Franz seguía moviendo la cabeza.
—Nunca se deja ver. He llamado miles de veces a la puerta del retrete para que salga de una vez, y siempre es él, no ella, quien está dentro. No me gusta nada, lo que se dice nada.
—Tonterías. Te digo que es una ventaja. Nadie nos espía. Tengo la impresión de que, por lo que a eso se refiere, tenemos mucha suerte.
—Dios sabe lo que pasa en esa habitación —suspiraba Franz—, a veces se oyen en ella ruidos rarísimos. No es risa, sino, más bien, algo así como el cío cío de una gallina.
—Anda, para —decía Martha, en voz baja.
Y Franz dejaba de hablar, sentado, en cueros, en el borde de la cama y mirando al suelo.
—Querido mío, querido mío —decía ella entonces, melancólica, impetuosamente—, ¿qué importa todo eso?, ¿no te das cuenta de que los días van pasando mientras nosotros perdemos el tiempo en discusiones sin sentido, sin saber siquiera cómo empezar? ¿No te das cuenta de que de esta manera lo único que vamos a conseguir es ponernos en tal tesitura que cualquier día nos vamos a lanzar contra él y le haremos pedazos...? No podemos seguir así. Lo que tenemos que hacer es pensar en algo. Y te diré una cosa: últimamente está lleno de vida, no te puedes imaginar. ¿Es más fuerte que nosotros? ¿Está más vivo que esto, y que esto, y que esto?
¡Cuánta pero cuantísima razón tenía! El viejo ardía de vida palpitante. Estaba joven, jugaba al tenis como nunca, su digestión era una maravilla, el invierno próximo tenía pensado ir a Brasil o a Zanzíbar. Isolda era cara e infiel, pero, de vez en cuando, Dreyer se purgaba eróticamente en el bonito apartamento que había alquilado para las dos hermanas (aunque Ida había desaparecido enseguida, llevada a Dresden por un amante celoso); en una fiesta que había dado el cónsul comercial de Luxemburgo, Martha, con su estatura y sus sedas negras y sus bellos hombros y sus pendientes de esmeralda, había eclipsado a todas las demás señoras. Dreyer había decidido ocultarle, hasta el momento oportuno, su plan especial, a pesar de que, en dos o tres ocasiones, había dejado caer alguna pista sobre un proyecto nuevo y extraordinario. Pero también era cierto que resultaba difícil explicarle lo que le obsesionaba. Imposible más bien. Martha lo descartaría, calificándolo de capricho insubstancial. ¡Vaya idea, maniquíes mecánicos! De esto a Pigmalión no había más que un paso. Y tú serías Galatea. No, era una idea tonta. Le diría: «Estás perdiendo el tiempo con majaderías». Sí, bueno, pero majaderías maravillosas. Sonreía pensando que también ella tenía sus excentricidades. Por ejemplo, el agua helada de rosas que se daba en la cara al acostarse. Y esas gimnasias indias y algo ridículas que hacía a diario. Pasó ruidosamente la punta del bastón contra las estacas de una valla. Estaban paseando por la acera soleada de la calle. Su compañero, el Inventor de barba negra, insistía en que a lo mejor no era mala idea pasar a la acera de enfrente, que estaba en la sombra. Pero Dreyer no le hacía caso. Si a él le gustaba el sol, también tendría que gustarles a los demás.
—Falta todavía mucho trecho —suspiró su compañero—, ¿seguro que quieres ir a pie?
—Si no te importa —dijo Dreyer, distraído, y apretó el paso.
Qué bonito era estar vivo. En aquel momento, por ejemplo, este genio de barba negra le llevaba a un sitio donde le iba a mostrar una cosa divertidísima. Si a él, de pronto, se le ocurriera parar a cualquier transeúnte y decirle: «A ver si adivina, caballero, ¿qué es lo que voy a ver ahora y por qué lo voy a ver?», lo más probable sería que el transeúnte no supiera qué responder. Y como si esto no fuese bastante, toda la gente que pasaba por la calle o esperaba en las paradas del tranvía: cuántos secretos, profesiones sorprendentes, recuerdos increíbles. Aquel sujeto, por ejemplo, el del bastoncillo y el bigote a la inglesa: quién sabe, a lo mejor, cuando la guerra, había recibido la misión pesada y absurda de convertir ciertos elementos de los uniformes capturados al enemigo en prendas de uso nacional; pero, después de dos años de este trabajo, la materia prima habría empezado a escasear, de modo que le mandarían de nuevo al frente, donde, por lo menos, pudo disfrutar de la animación de una buena batalla entre las ruinas de una aldea que había sido famosa por sus cerdos y su lúpulo, y entonces llegó la suspensión de las hostilidades, y el último soldado murió aplastado por un saco lleno de hojas con la declaración de paz que alguien tiró desde un avión. Pero ¿por qué adjudicar a los demás los recuerdos propios? El viejo aquel, el que está sentado en el banco, pudo haber sido de joven —bueno, la verdad es que no lo sé— un famoso acróbata. O el extranjero este de las barbas negras, un tipo bastante aburrido, reconozcámoslo, pero autor, posiblemente, de un invento espectacular. No se sabía nada, todo era posible.
—A la derecha —dijo el compañero aburrido, respirando ruidosamente—, el edificio ese de las estatuas.
En una dependencia del juzgado la policía había montado una exposición de delicuencia. Un burgués respetable, que, de pronto, sin que nadie supiera por qué, había descuartizado al hijo de su vecino, resultó tener en su apartamento una mujer artificial. Andaba, se retorcía las manos, hacía pis, y ahora estaba expuesta en aquel museo policial. Inducido por nerviosismo profesional, el Inventor quería examinarla de cerca. Un gendarme retirado a quien Dreyer sobornó para que la hiciese funcionar les llevó a verla. Pudieron comprobar que la pobre mujer estaba hecha de manera bastante tosca, y la misteriosa sustancia de que tanto habían hablado los periódicos no era, a fin de cuentas, gracias a Dios, otra cosa que gutapercha. Su capacidad de movimiento también había sido exagerada. Un mecanismo de relojería le permitía cerrar los ojos de cristal y abrirse de piernas. Se podían llenar con agua caliente. El vello que tenía era de verdad, como también loaran los rizos castaños que le caían sobre los hombros. No era, después de todo, nada nuevo, ni pasaba de ser una vulgar muñeca. El Inventor, despectivo y contento, se fue de allí inmediatamente, pero Dreyer, siempre temeroso de perderse algo divertido, se dedicó a pasear por las habitaciones de la exposición. Examinó los rostros de los delicuentes, fotografías ampliadas de orejas, huellas dactilares borrosas y sucias, cuchillos de cocina, cuerdas, trozos de prendas de ropa descoloridas, frascos polvorientos, tubos de ensayo sucios —mil objetos triviales que habían sido mal utilizados— y, de nuevo, hileras de fotografías, rostros pastosos y sucios, asesinos mal vestidos, y los rostros entumecidos de sus víctimas, que, en la muerte, habían llegado a parecerse a ellos; y todo aquello era tan ruin, tan estúpido, que Dreyer no pudo menos de sonreír. Pensó en el poco talento que hacía falta tener, en lo elemental o histérico que había que ser para asesinar a un vecino. El color mortalmente grisáceo de los objetos allí exhibidos, la banalidad del crimen, las muestras de muebles burgueses, una espantosa consola pequeña en la que se había hallado una huella ensangrentada, avellanas inyectadas con estricnina, botones, una palangana de estaño, más fotografías, toda esta basura expresaba la esencia misma del crimen. ¡Cuánto se perdían aquellos estúpidos! No solamente se perdían las maravillas de la vida cotidiana, el placer sencillo de la existencia, sino incluso instantes como éste, la posibilidad de observar con curiosidad lo que, en esencia, era aburrido. Y luego, el aburrimiento final: las autoridades de la ciudad, al amanecer en ayunas, pero con chistera, camino de la ejecución. Hace frío y hay niebla ¡Qué estúpido tiene uno que sentirse con chistera a las cinco de la madrugada! Al condenado lo llevan al patio de la cárcel. Los ayudantes del verdugo tratan de convencerle de que se conduzca con dignidad y no forcejee. Ah, aquí está el hacha. Hale, rápido: y se muestra al auditorio la cabeza cortada. ¿Qué le corresponde hacer a un burgués con levita cuando la ve?, ¿mover la cabeza compasivamente?, ¿fruncir el ceño con desaprobación?, ¿sonreír tolerante, como diciendo: «Ya ven lo fácil que ha sido?» Dreyer se sorprendió a sí mismo pensando que podría ser interesante despertar al amanecer y, después de afeitarse bien y desayunar fuerte, ir al patio en pijama a rayas, tocar los recios músculos del verdugo diciendo al tiempo alguna broma apropiada, y saludar a los allí reunidos con un amigable ademán, fijándose bien en los blancos rostros oficiales... Sí, todos esos rostros están insólitamente pálidos. He aquí, por ejemplo, a un joven que mató a sus padres cortándolos en pedazos: ¡qué grandes tiene las orejas, qué granujiento el rostro! Y aquí tenemos a un hosco caballero que dejó en la estación un baúl con el cadáver de su novia. Y aquí está el invento del doctor Guillotin. No, no, es un instrumento medieval suizo exactamente del mismo tipo: tabla, cuello de madera, dos palos verticales, la hoja entre ellos. ¡Monsieur Guillotin, es usted un impostor! Ah, sí, y aquí tenemos la silla de dentista norteamericana. El dentista está enmascarado. El paciente también lleva máscara, con agujeros para los ojos. Le cortan la pernera a la altura de la pantorrilla para colocarle el electrodo. Vaya. Se da la corriente. Y hale, hale, como cuando se conduce por una carretera llena de baches. ¡Pero qué solemnísimos idiotas! Una colección de rostros estúpidos y de objetos atormentados.