Puso el libro en su balda y cerró con toda tranquilidad las puertas de cristal de la estantería. Dreyer llegaba del antiguo reino de los muertos, silbando y acercándose a ellos a paso de perro saltarín. Pero Martha no renunciaba a la idea del veneno. Por la mañana, a solas, volvió a estudiar los resbaladizos artículos de la enciclopedia, tratando de encontrar el brebaje o polvo sencillo, sin historia, nada llamativo, corriente a más no poder que veía con tanta claridad en su imaginación. Por pura casualidad, al final de un párrafo, dio con una breve bibliografía de obras modernas que parecían razonables. Pidió consejo a Franz sobre si no sería buena cosa comprar alguna de ellas, y él, mirándola con ojos carentes de expresión, le dijo que, si no había más remedio, estaba dispuesto a ir a comprarla. Pero a Martha le asustaba dejarle ir solo. Podrían decirle, por ejemplo, que ese libro había que encargarlo, o podría tratarse de una obra en diez tomos, a veinticinco marcos el tomo. Y Franz podría ponerse nervioso, dejar su dirección estúpidamente. Si le acompañaba ella, se conduciría, como siempre, de manera impecable —con la mayor naturalidad e indiferencia, como si fuese estudiante de medicina o de química—, pero ir juntos era peligroso, y por esa misma razón tampoco podían ir a las bibliotecas públicas. Además, una vez que te metes en el mundo de los libros y comienzas a ir de libería en librería, nunca se sabe lo que puede ocurrir. Martha pasó revista mentalmente a lo poco que sabía antes y a lo poco que había averiguado ahora sobre técnicas de envenenamiento. Dos cosas había aprendido: en primer lugar, que todo veneno tiene un eco, es decir, un antídoto; y, en segundo, que toda muerte repentina conduce siempre a una minuciosa y concienzuda autopsia. A pesar de todo, durante bastante tiempo, con la obediente cooperación de Franz (que, en una ocasión, y sin ayuda de nadie, encantador y atento como era, había comprado en un kiosco «La Verdadera Historia de la Marquesa de Brinvilliers»), Martha siguió jugando con esta idea. El veneno más adecuado parecía ser el cianuro. Tenía un no sé qué, cierta energía, sin perifollos románticos: un ratoncillo que trague una insignificante fracción de gramo cae muerto antes de correr treinta pulgadas. Se lo imaginaba como un polvo incoloro, y bastaba echar una pizca con un terrón de azúcar en una taza de té sin que lo notara nadie.
—Dice aquí que hay casos en los que es imposible descubrir huellas de cianuro en el cadáver. ¿Cuáles son esos casos? ¡Qué nos lo digan! Bah, sería la mar de sencillo —le dijo a Franz—, tomamos té juntos una tarde, con esos bollitos de crema tan ricos que hace Menzel, y él se bebe su té dulce con crema y..., bueno, ya sabes lo deprisa que come..., pues, eso, que, de pronto, ¡pumba!
—Bueno, pues, nada, compramos los polvos —replicó él—, iría yo a por ellos si supiera cómo se compran y dónde. ¿Es en las farmacias, o en otro sitio?
—Es que tampoco yo lo sé —dijo Martha—, he leído en una novela de detectives que hay pequeños cafés siniestros donde se pone uno en contacto con vendedores de cocaína. Pero eso no tiene nada que ver con lo que nosotros queremos. Los venenos, mucho me temo, hay que descartarlos, a menos, claro, que consigamos sobornar a un médico para que no le haga la autopsia, y eso es demasiado arriesgado. Estaba absolutamente convencida, no sé por qué pero lo estaba de que había venenos que eran absolutamente seguros. Es una verdadera lástima, una estupidez que no sea así. Y es una lástima, Franz, que no estudiaras medicina, porque entonces podrías averiguarlo y decidir.
—Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta —dijo él, con voz tensa; se había inclinado para quitarse los zapatos, que eran nuevos y le apretaban—, a mí no me asusta nada.
—Hemos perdido mucho tiempo —suspiró Martha—, claro que yo no sé nada de ciencia. No soy más que una mujer.
Dobló cuidadosamente sobre la silla el vestido que se acababa de quitar. El viento de febrero agitaba los cristales de las ventanas, y Martha sintió un escalofrío al quitarse las bragas. Al comienzo del invierno había empezado a ponerse ropa interior de abrigo para ir a visitar a Franz, pero a éste le repugnaban aquellas prendas absurdas, casi tan largas y complicadas de quitarse como las suyas; además daban a sus caderas y a su seno el aspecto de ciertos maniquíes sosamente rechonchos y desagradables que había en el escaparate de la tienda de enfrente del ascensor de servicio. Total, que acabó volviendo a ponerse su ropa interior favorita, de puntilla, aunque le ponía la carne de gallina.
—Hay que estudiar venenos durante años —dijo Martha, bajándose cuidadosamente las medias, que no quería quitarse, pero tampoco desgarrarlas—, es inútil, inútil —suspiró, abriendo la colcha (entre las sábanas se estaría mejor, aunque ella prefería el canapé)—, para cuando podamos ofrecerle esa taza de té ya serás tú un químico famoso, peinando canas.
Entre tanto, lenta y cuidadosamente, Franz colgaba su chaqueta de los hombros anchos de un colgador especial (robado en la tienda), después de haberse sacado de los bolsillos y puesto en la mesa una cartera con un billete de cinco dólares, siete marcos y seis sellos de correos; una pequeña agenda; una pluma estilográfica; dos lápices; sus llaves; y una carta a su madre que se le había olvidado mandar. Meditabundo, desnudo, malhumorado, se husmeó un sobaco, luego tiró su camiseta debajo del lavabo. La camiseta cayó al suelo, junto a la palangana de goma donde estaban los adminículos, bastante deprimentes, de Martha. Dio una patadita a la camiseta, empujándola contra un rincón. Ya la lavaría mañana, con los calcetines, que todavía estaban relativamente limpios. Bueno, pues nada, veterano, manos a la obra. Como no se quitaba las gafas ni para hacer el amor, a Martha le recordaba a un apuesto, joven y peludo pescador de perlas dispuesto a extraer la perla viva de su concha sonrosada, como en aquel ballet ruso que habían visto juntos, o esa ilustración de conchas que había frente a la última página del tomo de la «M». Franz se quitó el reloj de pulsera, comprobó que funcionaba, y lo puso en la mesita de noche, junto al despertador. No les quedaba más que media hora; habían pasado demasiado tiempo hablando de cianuro.
—Hale, querido, date prisa —dijo Martha desde debajo de las mantas.
—Cielos, qué callo me ha salido —gruñó él, poniendo el pie desnudo sobre el borde de la silla y mirando el bulto duro y amarillo que le salía del quinto dedo—, y eso que el zapato es del número que yo calzo. No sé, la verdad, a lo mejor es que todavía me están creciendo los pies.
—Anda, Franz, querido, ven aquí. Te lo miras luego.
A su debido tiempo, naturalmente, hizo un examen detenido de su callo. Martha, después de una rápida ablución, volvió a echarse, ahita de bienestar físico. Al tacto, el callo parecía de piedra. Lo apretó con el dedo y movió la cabeza. Todos sus movimientos estaban impregnados de una cierta descuidada seriedad. Hizo un puchero, se rascó la coronilla. Luego, con la misma descuidada minuciosidad, se puso a examinarse el otro pie, que parecía más pequeño y olía distinto. No le era posible concebir el hecho evidente de que, aunque el número fuese exacto, los zapatos le apretaban. Allí estaban, juntos, los muy bribones: modelo norteamericano, punta roma, bonito color marrón rojizo. Los miró con recelo: mucho le habían costado, incluso con Rabatt. Se quitó despacio las gafas, les echó aliento, dando a su boca forma de una «o» minúscula, las limpió luego con la punta de la sábana. Hecho todo esto, con la misma lentitud, se las puso.