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Tintineó el timbre de la calle. Tom rompió a ladrar animadamente. Martha enarcó, sorprendida, sus finas cejas. Dreyer se levantó con una risita contenida, y, sin dejar de masticar, fue al recibidor.

Martha estaba sentada, vuelta a medias hacia la puerta, la taza en la mano. Franz, empujado con buen humor por Dreyer, entró en el comedor, se detuvo con un golpe seco de tacones y fue derecho hacia ella, que le sonrió tan bella y cálidamente que hasta los labios le relucieron, y Dreyer, en el fondo de su alma, creyó sentir un ensordecedor aplauso, y se dijo que, después de una sonrisa como aquélla, todo tendría por fuerza que ir bien: Martha, como solía hacer antes, le contaría ahora con todo detalle la estúpida película, de pe a pa, a modo de prólogo y precio de una sumisa caricia; y el domingo, en lugar de tenis, se irían los dos a caballo por el parque susurrante, jaspeado por el sol, anaranjado y rojo.

—Ante todo, mi querido Franz —dijo Dreyer, acercando una silla a su sobrino—, tienes que comer algo. Aquí tienes un poco de kirsch.

Franz, como un autómata, alargó la mano sobre la mesa en busca de la copa ofrecida y tiró un esbelto florero que arropaba a una gran rosa oscura («Que debían haber quitado de aquí hace ya tiempo», reflexionó Martha). El agua, liberada, se extendió sobre el mantel.

Perdió su aplomo, y no era de extrañar. En primer lugar no esperaba ver a Martha. En segundo, había pensado que Dreyer le recibiría en su despacho para informarle sobre la importante, importantísima tarea a la que tendría que dedicarse sin tardanza. La sonrisa de Martha le había desconcertado. Indagó, para sus adentros, la causa de su alarma. Como la falsa semilla que entierra el fakir para sacar inmediatamente después, con maníaca magia, el vivo rosal, la petición de Martha de que ocultase a Dreyer su inocente aventura —petición a la que, en su momento, apenas había prestado atención— se inflaba fabulosamente ahora, en presencia del marido, hasta convertirse en secreto vínculo erótico. Recordó también las palabras del viejo Enricht sobre una amiguita, y esas palabras confirmaban ahora, en cierto modo, tanto el deleite como la vergüenza. Trató de liberarse del hechizo, pero, enfrentándose con la mirada abrumadoramente intensa de Martha, bajó los ojos y continuó, indefenso, frotando suavemente con su pañuelo el mantel mojado, a pesar de que Dreyer trataba de impedírselo. Momentos antes yacía en la cama, y ahora estaba allí sentado, en aquel espléndido comedor, sufriendo como en un sueño por no poder detener el arroyuelo que ya cercaba el salero y trataba de llegar al borde mismo de la mesa al amparo del canto del plato. Sin dejar de sonreír (iban a cambiar mañana el mantel de todas formas), Martha fijó la mirada en las manos de Franz, en el suave insinuarse de los nudillos bajo la piel tensa, en la muñeca peluda, en los largos dedos tanteantes, y se sintió rara por no llevar encima ninguna prenda de lana.

Dreyer se levantó bruscamente y dijo:

—Franz, ya sé que no es nada hospitalario lo que voy a hacer, pero no hay otro remedio. Está empezando a hacerse tarde y tú y yo tenemos que irnos.

—¿Irnos? —profirió Franz lleno de confusión, metiéndose violentamente la pelota empapada de su pañuelo en el bolsillo. Martha se quedó mirando a su marido con sorprendida frialdad.

—Enseguida comprenderás de qué se trata —dijo Dreyer, y en sus ojos relucía un destello aventurero que Martha conocía demasiado bien. «¡Qué pesadez!», pensó, irritada, «¿Qué se le habrá ocurrido ahora?».

Le paró un momento en el recibidor, preguntándole, en rápido susurro:

—¿A dónde vais?, ¿a dónde vais? Te exijo que me digas a dónde vais ahora.

—De juerga —replicó Dreyer, esperando provocar así otra de sus maravillosas sonrisas.

Martha dio un respingo de repugnancia. El acarició su mejilla y salió.

Martha volvió lentamente al comedor y se apoyó, perdida en sus pensamientos, contra la silla en que había estado sentado Franz. Luego, llena de irritación, levantó el mantel donde se había derramado el agua, y puso debajo un posaplatos. El espejo, que aquella noche estaba trabajando mucho, reflejaba su vestido verde, su cuello blanco bajo el peso oscuro del moño, y el fulgor de sus pendientes de esmeraldas. Martha seguía sin darse cuenta de la atención del espejo, y su reflejo reaparecía de vez en cuando mientras recogía los cuchillos de fruta. Frieda estuvo con ella unos minutos. Se apagó la luz del comedor con un chasquido, y Martha, mordisqueándose el collar, subió a su alcoba.

«Seguro que lo que quiere es hacerme pensar que está de broma, pero no lo está. Seguro que es eso lo que pasa», pensaba, «le dejará con alguna golfa. Y se acabó la juerga».

Mientras se desnudaba sintió ganas de llorar. Espera, espera a que vuelvas a casa. Sobre todo si estabas tomándome el pelo. ¡Y qué maneras, santo cielo, qué maneras! Invitas a un pobre muchacho y, sin más, te lo llevas por ahí. ¡Y en plena noche! ¡Vergonzoso!

Una vez más, como tantas otras, fue pasando revista su memoria a todas las infracciones de su marido. Le parecía recordarlas todas. Eran numerosas. Esto, sin embargo, no impedía a Martha asegurar a su hermana Hilda, siempre que venía de Hamburgo a visitarla, que era feliz, que su matrimonio era feliz.

Y Martha, ciertamente, creía que su matrimonio no difería de cualesquiera otros, que la discordia había reinado siempre, que era siempre la esposa quien tenía que bregar contra el marido, contra sus peculiaridades, contra sus infracciones de las reglas aceptadas, y que todo esto se resumía en un matrimonio feliz. Era infeliz un matrimonio si el marido no tenía dinero, o si acababa en la cárcel por causa de algún negocio turbio, o si despilfarraba lo que tenía con queridas. Martha, por consiguiente, nunca se quejaba de su situación, pues era natural y frecuente.

Su madre había muerto teniendo ella tres años: providencia ésta que no tenía nada de insólita. Una primera madrastra murió también pronto, y tampoco podía decirse que esto fuese infrecuente en algunas familias. La segunda y última madrastra, que acababa de morir, había sido una mujer encantadora, de bastante buena cuna, a quien todos adoraban. Papá, que había empezado su carrera como talabartero, para terminarla como dueño insolvente de una fábrica de cuero artificial, insistía hasta la desesperación en que Martha se casase con el «húsar», como, no se sabe por qué, apodaba él a Dreyer, a quien apenas conocía cuando se declaró a Martha en 1920, al mismo tiempo que Hilda anunciaba su compromiso con el sobrecargo pequeño y rechoncho de un trasatlántico de segunda categoría. Dreyer se enriquecía con una facilidad milagrosa; era bastante atractivo, pero extraño e imprevisible; cantaba arias tontas desafinando y le hacía regalos tontos. Ella, como chica bien educada que era, de largas pestañas y mejillas relucientes, dijo que tomaría una decisión la próxima vez que Dreyer viniese a Hamburgo, y él, antes de volver a Berlín, le regaló un mono que le repugnaba; menos mal que un apuesto primo con quien se había propasado bastante antes de que llegase a ser uno de los primeros amantes de Hilda le enseñó a encender cerillas: se incendió su propio jersey, y al torpe animal no hubo más remedio que aplicarle la eutanasia.

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