Entonces se pasó revista a las respectivas edades de varios niños. Eileen, la nieta de la hermana de mistress Thayer, tenía cinco años. Isabel, veintitrés, y estaba contentísima trabajando en Nueva York como secretaria. La hija del doctor Hagen, veinticuatro, y pronto regresaría de Europa donde había pasado un verano maravilloso recorriendo Baviera y Suiza con una anciana muy distinguida, Dorianna Karen, famosa actriz de cine entre 1920 y 1929.
Sonó el teléfono. Alguien deseaba hablar con mistress Sheppard. Con una precisión desusada en él para tales asuntos, el impredecible Pnin no sólo suministró la nueva dirección y número de teléfono de dicha señora, sino también la de su hijo mayor.
9
A las diez, el ponche de Pnin y el whisky de Betty habían surtido efecto y hacían hablar a los invitados más fuerte de lo que creían. Una mancha rojiza había aparecido en un costado del cuello de mistress Thayer, bajo la estrellita azul de su arete izquierdo, y ella, muy erguida en su asiento, obsequiaba a su anfitrión con el relato de una pelea entre dos de sus compañeros de trabajo en la Biblioteca. Era una sencilla historia de oficina, pero sus cambios de tono de soprano a bajo profundo y la conciencia de que la reunión se estuviera desenvolviendo con tanto éxito, hicieron que Pnin agachara la cabeza y emitiera carcajadas extáticas detrás de su mano. Roy Thayer guiñaba el ojo mirando el ponche, al que acercaba su nariz larga y porosa, y escuchaba atentamente a Joan Clements, quien, cuando estaba un tanto achispada, como ahora, hacía Y un simpático gesto con rápidos parpadeos o cerraba sus ojos azules con pestañas negras e interrumpía sus frases para apuntar un párrafo o para acumular nuevo ímpetu con un profundo «¡ah!». —¿No cree usted, ¡ah!, lo que procura hacer, ¡ah!, en todas sus novelas, ¡ah!, es prácticamente, ¡ah!, expresar la recurrencia fantástica de algunas situaciones? — Betty seguía siendo la misma personita controlada, ocupándose en distribuir refrescos como una experta. En la ventana circular, Clements, con su expresión triste, hacía girar el globo terráqueo, mientras Hagen, evitando cuidadosamente las entonaciones tradicionales que habría usado en un ambiente más a tono, relataba al sonriente Thomas la última anécdota sobre mistress Idelson, contada por mistress Blorenge a mistress Hagen. Pnin se les acercó llevando una bandeja con nougat.
—Esto no es para sus castos oído, Timofey —dijo Hagen a Pnin, quien no hallaba graciosas las anécdotas escabrosas—. No obstante...
Clements se alejó para reunirse con las señoras. Hagen empezó a repetir el cuento y Thomas volvió a sonreír. Pnin hizo ante el relator un movimiento de la mano: el gesto ruso de disgusto equivalente a decir: «¡Déjate de eso! », y dijo:
—He oído la misma anécdota hace 35 años en Odessa y ni siquiera entonces pude comprender su comicidad.
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En una etapa posterior de la reunión se formaron otras combinaciones. En un rincón del sofá, el aburrido Clements hojeaba un álbum de Obras Maestras Flamencas, regalado a Victor por su madre y que el muchacho dejara a Pnin. Joan estaba sentada en el piso junto a las rodillas de su marido, con un plato de uvas en la falda de su amplio vestido, pensando en qué momento podrían retirarse sin lastimar a Timofey. Los otros escuchaban a Hagen, que disertaba sobre educación moderna.
—Puede reírse —dijo Hagen, lanzando una mirada aguda a Clements, que se defendió de la acusación negando con la cabeza mientras pasaba a Joan el álbum y le indicaba algo que había provocado su risa súbita.
—Puede reír, pero afirmo que el único modo de escapar del pantano (una gota no más, Timofey; es suficiente) es encerrar al estudiante en una celda a prueba de ruidos y eliminar la sala de conferencias.
—Sí, eso es —dijo Joan por lo bajo a su marido, devolviéndole el álbum.
—Me alegro que esté de acuerdo, Joan —continuó Hagen—. No obstante, me han llamado enfant terrible por exponer esta teoría, y quizá usted no convenga con ella tan fácilmente cuando termine de oírme. A disposición del estudiante aislado habrá discos que abarcarán todos los temas posibles...
—Pero la personalidad del conferenciante —dijo Margaret Thayer — de algo valdrá, creo yo.
—¡No vale nada! — gritó Hagen—. ¡Esa es la tragedia!
¿A quién, por ejemplo, le interesa él? —e indicó al radiante Pnin—. ¿A quién le interesa su personalidad? ¡A nadie! Rechazarían la maravillosa personalidad de Timofey sin un estremecimiento. El mundo quiere una máquina, no un Timofey.
—Podríamos tener a Timofey televisado —dijo Clements.
—¡Oh! Esto me encantaría —dijo Joan, sonriendo a su anfitrión, y Betty asintió con entusiasmo. Pnin hizo una inclinación profunda y extendió las manos con el gesto que significa: «¡Estoy desarmado!»
—¿Y qué dice usted de mi plan? —preguntó Hagen » Thomas.
—Yo puedo decirle lo que piensa Tom —dijo Clements, siempre el mismo cuadro del libro que tenía abierto sobre las rodillas—. Tom cree que el mejor método de enseñar es confiar en la polémica en clase, lo que significa dejar a veinte cabezas duras y a dos neuróticos engreídos que discutan 50 minutos sobre algo que ni ellos ni su profesor saben. Durante los últimos tres meses —continuó, sin transición alguna— he estado buscando este cuadro, y aquí está. El editor de mi nuevo libro sobre la Filosofía del Gestoquiere un retrato mío. Joan y yo sabíamos que en alguna parte habíamos encontrado un parecido sorprendente pintado por un Viejo Maestro, pero no nos acordábamos ni del período al que pertenecía; pues bien, aquí está, aquí está. El único retoque necesario consistiría en agregarle una camisa de sport y suprimirle la mano de guerrero.
—Debo protestar... — comenzó a decir Thomas. Clements pasó el libro abierto a Margaret Thayer, quien estalló en una carcajada.
—Debo protestar, Laurence —insistió Tom—. Una discusión serena en un ambiente de amplias generalizaciones es una aproximación más realista a la educación que la anticuada conferencia solemne.
—Por cierto, por cierto— dijeron los Clements. Joan se incorporó y cubrió su vaso con su alargada palma cuando Pnin intentó llenarlo nuevamente. Mistress Thayer miró su reloj-pulsera y luego a su marido. Un suave bostezo distendió la boca de Laurence. Betty preguntó a Thomas si conocía a un hombre de apellido Fogelman, experto en murciélagos, que vivía en Santa Clara, Cuba. Hagen pidió un vaso de agua o de cerveza. «¿ A quién ¡me recuerda Hagen?», pensó Pnin, de pronto. «¿A Eric Wind? ¿Por qué? Físicamente son muy distintos.»
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La escena final se desarrolló en el vestíbulo. Hagen no podía , tacontrar el bastón que había traído (se había caído detrás de un baúl, en el closet).