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—Y creo que dejé mi cartera en el sillón —dijo mistress [Thayer, empujando ligeramente a su cabizbajo marido hacia la ala de estar.

Pnin y Clements, en una conversación de último momento, se hallaban cada uno a un costado del umbral de la sala, como dos cariátides bien alimentadas, y se apartaron para dejar libre paso al silencioso Thayer. En medio de la habitación, el profesor Thomas, con las manos cruzadas a la espalda y empinándose de vez en cuando, conversaba con miss Bliss sobre Cuba, donde un primo del novio de Betty viviera un tiempo, según ella tenía entendido. Thayer recorrió asiento tras asiento y encontró una cartera blanca, sin saber de dónde la tomaba, con la mente ocupada por las frases que escribiría esa noche en su diario:

Nos sentamos y bebimos, cada cual con su pasado oculto en sí mismo y los despertadores del destino fijos en futuros incalculables; cuando, por fin, hubo un toque de manos y los ojos de los consortes se enfrentaron...

Entretanto, Pnin preguntaba a Joan Clements y a Margaret Thayer si les gustaría ver cómo había arreglado las habitaciones de los altos. La idea les encantó, y las condujo arriba. Su llamado kabinetse veía muy íntimo; el piso rayado estaba cubierto con la alfombra más o menos pakistana que adquiriera para su oficina y que últimamente había escamoteado, en drástico silencio, de debajo de los pies del sorprendido Falternfels. Un chal escocés, bajo el cual Pnin cruzó el océano desde Europa en 1940, y algunos cojines endémicos, disimulaban el lecho. Las repisas rosadas que antes habían soportado varias generaciones de libros infantiles (desde Tom, el Lustrabotas, y El Camino del Éxito, de Horacio Alger, Jr., 1889, y Rodolfo en los Bosques, de Ernest Thompson Seton, 1911, hasta una edición de 1928, de la Enciclopedia Pictórica de Compton, en diez volúmenes, con pequeñas fotografías brumosas) contenían ahora 365 volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Waindell.

—Pensar que he anotado todos esos libros —suspiró mistress Thayer, revolviendo los ojos con fingido espanto.

—Algunos los anotó mistress Miller —dijo Pnin, adicto a la verdad histórica.

Lo que más sorprendió en el dormitorio a las visitantes fue, primero, un gran biombo plegable que aislaba el lecho de las insidiosas corrientes y, segundo, la vista que ofrecía la hilera de ventanitas: una pared de roca negra elevándose abruptamente a unos cincuenta pies de distancia, y un tramo de cielo pálido y estrellado sobre la negra vegetación de la piedra.

—Por fin está usted realmente cómodo —dijo Joan. »

—¿Y sabe lo que voy a contarle? — repuso Pnin, con voz vibrante de triunfo—. Mañana por la mañana, envuelto en el misterio, ¡veré a un caballero que quiere ayudarme a comprar esta casa! Bajaron. Roy entregó a su mujer la cartera de Betty. Hagen encontró su bastón. Buscaron la cartera de Margaret. Laurence reapareció.

—Hasta luego, ¡hasta luego, profesor Vin! —dijo Pnin, con las mejillas encendidas y redondas a la luz de la lámpara del porche.

Todavía en el vestíbulo, Betty y Margaret Thayer admiraban el bastón del orgulloso doctor Hagen, recién enviado de Alemania; un garrote nudoso con una cabeza de asno por mango. La cabeza podía mover una oreja. El bastón había pertenecido al abuelo bávaro del doctor Hagen, un párroco rural. El mecanismo de la otra oreja se había roto en 1914, según una nota dejada por el Pastor. Hagen lo usaba, según dijo, para defenderse de cierto perro alsaciano de la Plaza Greenlawn, porque los perros americanos no están habituados a ver peatones. Prefería caminar a andar en automóvil. La oreja no podía restaurarse, al menos en Waindell.

—Me he quedado pensando por qué me llamó así —dijo T. W. Thomas, profesor de Antropología, a Laurence y Joan Clements, mientras caminaban a través de la oscuridad azul hacia cuatro automóviles detenidos bajo los olmos del otro lado del camino.

—Nuestro amigo Pnin —repuso Clements—, emplea una nomenclatura propia. Sus divagaciones verbales agregan una emoción nueva a la vida. Sus errores son múltiples. Sus lapsus linguae son oraculares. A mi mujer la llama John.

—Pero lo sigo encontrando un tanto raro — insistió Thomas.

—Es probable que lo haya confundido a usted con otro —dijo Clements—. Y bien puede ser que usted sea otro.

Antes de que atravesaran la calle los alcanzó el doctor Hagen. El profesor Thomas, siempre intrigado, se despidió.

—Bien —dijo Hagen.

Era una hermosa noche de otoño.

Joan preguntó:

—¿De veras no quiere que lo llevemos?

—Es una caminata de diez minutos. Y en esta noche maravillosa, caminar es un imperativo.

Los tres se quedaron un momento contemplando las estrellas.

—Cada una de ellas es un mundo —dijo Hagen, mirándolas.

—O un espantoso caos —dijo Clements, con un bostezo—. Temo que sean un cadáver fluorescente y que nosotros estemos dentro.

Del porche iluminado llegó la risa generosa de Pnin que terminaba de contar a los Thayer y a Betty Bliss cómo también él, en una ocasión, había tomado una cartera equivocada.

—Ven, mi cadáver fluorescente —dijo Joan—. Caminemos. Ha sido muy agradable verlo, Herman. Déle saludos a Irmgard. ¡Qué fiesta tan deliciosa! Nunca había visto tan feliz a Timofey.

—Sí, muchas gracias —dijo Hagen, distraído.

—Usted debiera haber visto —prosiguió Joan— su expresión cuando nos dijo que mañana hablaría con un corredor de propiedades para comprar la casa de sus sueños.

—¿Lo dijo? ¿Está segura de que lo dijo? —preguntó bruscamente Hagen.

—Completamente segura —dijo Joan—. Y si alguien necesita una casa, por cierto que es Timofey.

—Bien, buenas noches —dijo Hagen—. Me alegro de que pudieran venir. Buenas noches.

Esperó que llegaran al automóvil, vaciló, pero luego volvió al porche iluminado. Allí, de pie, como si estuviera en un proscenio, Pnin estrechaba por segunda o tercera vez la mano a los Thayer y a Betty.

(-Yo nunca —dijo Joan, mientras hacía retroceder el coche y maniobraba con el volante—, nunca habría permitido que mi hija fuera al extranjero con esa vieja lesbiana—. Cuidado —dijo Laurence—, está borracho, pero puede oír.)

—No lo perdonaré — decía Betty a su alegre anfitrión— por no dejarme lavar los platos.

—Yo lo ayudaré —dijo Hagen, subiendo los peldaños y golpeándolos con el bastón—. Ustedes, niños, márchense.

Hubo una última distribución de apretones de manos y los Thayer y Betty se alejaron.

12

—Primero... —dijo Hagen, mientras entraban a la sala—, creo que voy a beber una última copa de vino con usted.

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