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No bien se instalaron los Clements, Betty hizo pasar al hombre que se interesaba por las tortas en forma de pájaros; Pnin iba a decir: «Profesor Vin», cuando Joan, por desgracia, interrumpió la presentación:

—¡Pero si conocemos mucho a Tom! ¿Quién no lo conoce?

Pnin volvió a la cocina y Betty ofreció unos cigarrillos búlgaros.

—Yo creía, Thomas — observó Clements, cruzando sus gruesas piernas—, que usted estaba en La Habana entrevistando a los R pescadores que trepan por palmeras.

—Iré allí a mitad de año —dijo el profesor Thomas—. Por supuesto, la mayor parte de la investigación práctica ya ha sido hecha por otros.

—Pero fue agradable obtener ese premio, ¿no es verdad?

—En nuestra especialidad — replicó Thomas, con perfecta compostura—, tenemos que emprender muchos viajes peligrosos. De hecho, puede ser que yo siga a las Islas Windward. Si —agregó, con risa hueca— el senador McCarthy no se opone a los viajes al extranjero.

—Recibió un premio de diez mil dólares —dijo Joan a Betty, cuyo rostro hizo una venia mientras ejecutaba el gesto que consistía en un semi-saludo lento con tensión de la barbilla y el labio inferior, que sugiere automáticamente, de parte de las Bettys de este mundo, la apreciación respetuosa, congratulatoria y ligeramente sobrecogida ante cosas tan importantes como cenar con un jefe, figurar en un Quién es Quién, o conocer a una duquesa.

Los Thayer, que llegaron en un station-wagonnuevo, obsequiaron a su anfitrión una elegante caja de caramelos de menta. El doctor Hagen, que llegó a pie, sostenía triunfante, con el brazo estirado, una botella de vodka.

—Doctor Hagen — exclamó Thomas, dándole la mano—, espero que el senador McCarthy no lo haya visto deambulando con eso.

El buen doctor había envejecido perceptiblemente desde el año anterior, pero aún se veía robusto y cuadrado como siempre, con sus hombros bien rellenos, su barbilla angulosa, las ventanillas cuadradas de su nariz, su glabella leonina y el corte rectangular de sus cabellos grises, que tenían algo de peluca. Vestía traje negro y camisa de nilón blanca; cruzaba su corbata negra un rayo rojo. Mistress Hagen, en el último momento, no había podido acompañarlo debido a una jaqueca terrible.

Pnin sirvió los cócteles, «o, mejor dicho, colas de flamenco, especial para ornitólogos», dijo con ligero sarcasmo.

—¡Gracias! —canturreó mistress Thayer al recibir el vaso, levantando sus cejas dibujadas con esa gentil interrogación destinada a combatir las nociones de sorpresa, mérito y placer. Era una señora atrayente y estirada, de nacarados dientes postizos, cara sonrosada y cabello ondulado y dorado; tenía alrededor de cuarenta años; y era como la prima provinciana de la elegante y reposada Joan Clements, que había viajado por todo el mundo; incluso Turquía y Egipto, y que estaba casada con el erudito más original y menos querido de la Universidad de Waindell. Por cierto que el marido de Margaret Thayer, miembro mudo y lúgubre del Departamento de Inglés, merecía un elogio. Este Departamento, a excepción de su entusiasta jefe, Cockerell, era un nido de hipocondríacos. Exteriormente, la figura de Roy se destacaba. Si se dibujase un par de zapatones viejos, dos parches de color beige para los codos, una pipa negra y dos ojos abolsonados bajo cejas espesas, sería fácil completar el resto. Hacia el centro del dibujo habría una oscura enfermedad del hígado, y, en segundo plano. la Poesía del Siglo xviii, cuya especialidad era la de Roy, un tupido pastizal con un riachuelo y un macizo de árboles llenos de iniciales grabadas; una cerca de alambre de púas a cada lado de su especialidad lo separaba, por un lado, del dominio del profesor Stowe, representante del siglo precedente, donde los corderos eran más blancos, el césped más blando, el arroyo más susurrante, y, por otro, de los comienzos del siglo xix, propiedad del doctor Shapiro, con hondonadas llenas de niebla, brumas marinas y uvas importadas. Roy Thayer eludía hablar de su especialidad; esquivaba, en general, hablar de cualquier tema; había dilapidado una década de vida gris en una obra erudita dedicada a un grupo olvidado de poetastros innecesarios, y mantenía un diario de vida detallado, en criptogramas versificados, con la esperanza de que la posterioridad lo descifrara algún día y, con sobria retrospección, lo proclamara el mayor triunfo literario de nuestra época. De acuerdo con lo que sé de nuestra época, Roy Thayer podría tener razón.

Cuando todos saboreaban y elogiaban los cócteles, el profesor Pnin se sentó en la rechinante banqueta junto a su nuevo amigo y dijo:

—Tengo que informar, señor, sobre la alondra, zhavoronok, en ruso, sobre la que me hizo el honor de interrogarme. Lleve esto con usted a casa. Ye he aquí escrito a máquina una relación condensada con bibliografía. Ahora nos transportaremos a la otra pieza donde, según creo, nos espera una cena à la fourchette.

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Un rato después, los invitados, con sus platos llenos volvieron al salón y tras ellos llegó el ponche.

—Timofey, ¡dónde ha podido encontrar esa ponchera tan dina!— exclamó Joan.

—Es obsequio de Victor.

—¿Pero dónde la encontró?

—Tienda de anticuario en Cranton, según creo.

—Tiene que haberle costado una fortuna.

—¿Un dólar? ¿Diez dólares? Acaso menos.

—¡Diez dólares! ¡Qué absurdo! Doscientos, diría yo. ¡Mírela! Mire este dibujo en espiral. Debería mostrársela a los Coc. kerell. Son expertos en cristales antiguos. Tienen, por ejemplo, un jarro Lake Dunmore que parece un pariente pobre comparado con esto.

Margaret Thayer la admiró a su vez y dijo que, cuando ella era niña, se imaginaba que las zapatillas de cristal de la Cenicienta tendrían ese mismo tinte azul verdoso. Pero el profesor Pnin observó que, primo, desearía conocer la opinión de los circunstantes en el sentido de si el contenido era tan bueno como el recipiente, y secundo, que las zapatillas de la Cenicienta no eran de cristal, sino de piel de ardilla rusa, vak, en francés. Este era, según dijo, un caso evidente de la supervivencia de los fuertes entre las palabras, porque verre era más evocador que vair, palabra que no derivaba de varius, variado, sino de veveñtsa, vocablo eslavo para cierta piel de invierno, hermosa y pálida, que tenía un tinte azulado, mejor dicho sizily, de columbina, derivado de columba, palabra latina que quiere decir paloma, como alguien de los ahí presente bien lo sabía.

—De modo que usted, mistress Thayer, tiene, en general, bastante razón.

—El contenido es excelente —dijo Laurence Clements.

—Esta bebida es deliciosa —dijo Margaret Thayer.

—Siempre había creído que columbina era una especie de flor —dijo Thomas a Betty, quien asintió ligeramente.)

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