El día de su fiesta, cuando Pnin terminaba de almorzar en el Hall Frieze, Wynn, o su doble, que nunca había aparecido por ahí, se sentó de pronto a su lado y le dijo:
—Hace tiempo que deseaba preguntarle una cosa. ¿Usted enseña ruso, no es así? El verano pasado estuve leyendo un artículo sobre pájaros...
(«¡Vin! ¡Este es Vin! », se dijo Pnin, e inmediatamente, descubrió una forma decisiva de acción).
—Bien — prosiguió el otro—, el autor de este artículo, cuyo nombre no recuerdo (creo que era ruso), mencionaba que en la región de Skoff (espero que mi pronunciación sea correcta) fabrican una especie de torta en forma de pájaro. Básicamente, el símbolo es fálico, por supuesto, pero me he preguntado si usted conocería tal costumbre...
Fue entonces cuando la idea brillante resplandeció en la mente de Pnin.
—Señor, estoy a sus órdenes —dijo, con una nota de júbilo que estremeció su garganta, pues al fin veía la posibilidad de conocer definitivamente la personalidad de (al menos) el Wynn que amaba a los pájaros—. Sí, señor. Conozco mucho sobre esas zhavoronki, esas douettes, esas...; tenemos que consultar un diccionario para el nombre inglés. Aprovecho entonces la oportunidad para invitarlo cordialmente a casa esta tarde. Ocho y media de la tarde. Una fiestecita de inauguración de mi casa, nada más. Lleve también a su esposa, ¿o es usted soltero?
Su interlocutor dijo que no era casado y que le encantaría concurrir. ¿Cuál era la dirección?
—Via Todd 999. ¡Muy sencillo! Al final del camino, donde se une con la Avenida Cleef. Una casita de ladrillo y una enorme roca negra.
6
Aquella tarde, Pnin casi no podía reprimir sus ganas de comenzar sus operaciones culinarias. Las empezó poco después de las 5, y sólo se interrumpió para ponerse, en honor de sus huéspedes, una sibarítica bata de seda azul con cinturón de borlas y solapas de raso, ganada en una fiesta de caridad de emigrados rusos, en París, veinte años antes (¡cómo vuela el tiempo!). Se puso esa chaqueta y unos viejos pantalones de smoking, también de procedencia europea. Se miró en el espejo trizado del botiquín y se caló las pequeñas gafas de concha bajo cuyo puente sobresalía su nariz de patata rusa; inspeccionó sus mejillas y su mentón para ver si el afeitado matinal aún servía. Con el índice y el pulgar cogió un largo pelo que le asomaba por una fosa nasal; lo arrancó al segundo tirón y estornudó a sus anchas, resonando después de la explosión con un «¡ah! » de bienestar.
A las 7,30 llegó Betty para ayudar en los toques finales. Betty enseñaba Inglés e Historia en el Colegio de Isola. No había cambiado desde los días en que era una rolliza graduada. Sus miopes ojos grises ribeteados de rojo miraban con la misma simpatía ingenua. Usaba la misma trenza gruesa, a lo Gretchen, alrededor de la cabeza. Tenía la misma cicatriz en la suave garganta. Pero en su mano regordeta había aparecido un anillo de compromiso con un diminuto brillante que desplegó con orgullo y coquetería ante Pnin, y éste experimentó una vaga punzada de tristeza. Pensó que habría podido cortejarla en una ocasión; lo habría hecho si ella no hubiera tenido la mentalidad de una sirvienta, mentalidad que, por lo demás, persistía inalterable. Aún relataba una historia larga a base de «ella dijo— yo dije— ella dijo». Nada podía hacerle perder su fe en la sabiduría y el ingenio de su revista femenina favorita. Continuaba teniendo el curioso gesto (compartido por dos o tres muchachas pueblerinas conocidas de Pnin) de dar al interlocutor un golpecito retardado en la manga, corno aceptación o, mejor dicho, como castigo por alguna observación mordaz, por nimia que fuese. Si se le decía: «Betty, olvidó devolver ese libro»; o: «Creí, Betty, que había dicho que nunca se casaría», antes de contestar, aparecía el gestecito recatado y retraído en el momento justo en que sus dedos tocaban el puño del interlocutor.
—Es bioquímico y ahora está en Pittsburgh —dijo Betty, mientras ayudaba a Pnin a arreglar rebanadas de pan francés con mantequilla alrededor de una fuente de caviar fresco, y a lavar tres grandes racimos de uva. Había también un azafate con tajadas de fiambres; auténtico pan negro alemán, y una fuente de ensalada especial donde los langostinos se codeaban con los pepinillos en vinagre y las arvejas; unas salchichas en miniatura, con salsa de tomate; pirozhki(tortas de setas, tortas de coles); cuatro especie de nueces, y diversos y exóticos dulces orientales. Las bebidas serían whisky (contribución de Betty), ryabinovka (un licor de la fruta del fresno), cócteles de brandy con granadina y, por supuesto, el ponche de Pnin: una potente mezcla de Chateau Yquem helado, jugo de pomelos y maraschino, que el solemne anfitrión empezó a agitar en una gran ponchera de cristal aguamarina con un diseño de cintas enroscadas y hojas de — nenúfar.
—¡Qué cosa tan linda! —exclamó Betty. Pnin miró la ponchera agradablemente sorprendido, como si la viera por primera vez. Era, dijo, un regalo de Victor. ¿Cómo estaba Victor? ¿Le gustaba Saint Bart? Más o menos. Había comenzado el verano en California con su madre; después trabajó dos meses en un hotel de Yosemite. ¿Un qué? Un hotel, en las montañas de California. Bien. Había vuelto al colegio y, de pronto, le envió esa ponchera.
Por una tierna coincidencia, la ponchera había llegado el mismo día en que Pnin principiara a contar las invitaciones y a planear su fiesta. Llegó en una caja dentro de otra caja, y ésta dentro de una tercera, envuelta en una cantidad extravagante de papel y paja de arroz, los que se habían diseminado por la cocina como una tempestad de carnaval. La ponchera que emergió era uno de esos obsequios cuyo primer impacto produce en la mente de quien lo recibe una imagen coloreada, una nubosidad heráldica, reflejando con tal fuerza la dulce naturaleza del donante, que los atributos tangibles del objeto se disuelven, por así decirlo, en ese puro resplandor interior, pero que de pronto, y para siempre, adquieren una brillante existencia si los elogia un extraño que ignora la verdadera importancia del objeto.
7
En la casita resonó un tintineo musical y entraron los Clements con una botella de champaña francés y un ramo de dalias.
Joan, de ojos azul marino, largas pestañas y cabello rizado, llevaba un viejo vesrido negro más elegante que cualquier cosa que pudieran idear las damas de la Universidad. Siempre era un placer contemplar al bueno, viejo y calvo Tim Pnin inclinándose ligeramente para tocar con sus labios la fina mano de Joan, la única que entre las señoras de Waindell sabía levantarla al nivel preciso para que la besara un caballero ruso. Laurence, más gordo que nunca, con un elegante traje de franela gris, se hundió en el sillón e inmediatamente cogió el primer libro que encontró a mano (un diccionario de bolsillo Inglés-Ruso y Ruso-Inglés). Sosteniendo los anteojos en una mano, miró a lo lejos para recordar algo que siempre había deseado imaginar, pero que ahora se le escapaba. Esta actitud acentuaba su sorprendente parecido con el Canónigo van der Paele, de Jan van Eyck, con su mandíbula ancha y aureola de cabellos, sorprendido en un acceso de distracción frente a una Virgen intrigada, hacia la cual dirige su mirada una soberbia figura vestida a lo San Jorge. No le faltaba nada: la sien nudosa, la mirada triste y pensativa, los pliegues y surcos del rostro, los labios delgados y hasta la verruga en la mejilla izquierda.