Una retorcida estufa de petróleo trataba de enviar su débil calor desde el sótano a través de los radiadores. La cocina era limpia y alegre, y Pnin se deleitaba con variedad de utensilios, ollas y cacerolas, tostadores y sartenes, que incluía la casa. Los muebles de la sala de estar eran pobres y escasos, pero había una atrayente ventana circular que albergaba un antiguo y enorme globo terráqueo, donde Rusia aparecía pintada de azul pálido y un parche descolorido y desgastado cubría toda Polonia. En un comedor pequeñísimo, donde Pnin proyectaba disponer una comida fría para sus huéspedes, había un par de candelabros, cuyas lágrimas de cristal reflejaban encantadoramente sus iridiscencias sobre la alacena y recordaban a mi sentimental amigo los ventanales en las galerías de las casas de campo rusas, cuyos vitrales coloreaban la luz de anaranjado, verde y violeta. Un armario de cocina prorrumpía en murmullos cada vez que pasaba a su lado, murmullos que también le habían sido familiares en perdidos cuartos del pasado. El segundo piso se componía de dos dormitorios que antes habían albergado a numerosos niños y, ocasionalmente, a adultos. Juguetes de lata habían desgastado el suelo. De una pared de la habitación donde dormía, Pnin desclavó un cartón rojo en forma de banderín que ostentaba la enigmática palabra «Cardenales» pintada en blanco; pero una mecedora diminuta, para un Pnin de tres años, quedó en un rincón. Una máquina de coser desmantelada ocupaba el pasillo que conducía al baño, donde la tina acostumbrada, hecha para enanos en un país de gigantes, tardaba tanto en llenarse como los tanques y depósitos aritméticos en los libros escolares rusos.
Ya estaba listo para la fiesta. La sala de estar tenía un sofá en el que podrían sentarse tres personas; dos sillas con respaldo de alas; un sillón excesivamente relleno; una silla con asiento de junco; un cojín y dos banquetas. De pronto sintió un extraño desasosiego al recorrer la pequeña lista de invitados. Era representativa, pero carecía de bouquet. Sin duda Pnin profesaba gran afecto a los Clements, con quienes había sostenido estimulantes conversaciones cuando fuera su pensionista (eran seres reales, no como esos maniquíes que encontraba en las aulas universitarias); sin duda sentía hondo agradecimiento hacia Herman Hagen por sus múltiples servicios, tales como el aumento de sueldo que poco antes le procurara; sin duda mistress Hagen era, en el lenguaje de Waindell, «una persona encantadora» ; sin duda mistress Thayer le prestaba siempre ayuda en la Biblioteca, y su marido tenía una capacidad sedante que demostraba cuan silencioso puede ser un hombre cuando se abstiene de hacer comentarios sobre el tiempo. Pero no había nada de extraordinario en esa combinación de personas, nada original, y el viejo Pnin recordó las fiestas de cumpleaños de su niñez, la media docena de chicos invitados que siempre eran los mismos, y los zapatos apretados, y las sienes doloridas, y la opacidad pesada, infeliz, deprimente que se aposentaba en él cuando ya se agotaban los juegos y un primo ruidoso empezaba a dar usos vulgares y estúpidos a lindos juguetes nuevos; y también recordó el zumbido solitario cuando, en el curso de la prolongada rutina del escondite, salía de un ropero oscuro y asfixiante de la la pieza de la empleada para descubrir que todos sus compañeros habían vuelto a sus casas.
En su visita a un famoso almacén entre Waindellville e Isola, se había encontrado con Betty Bliss; la invitó y ella dijo que seguía recordando aquel poema en prosa de Turguenev sobre las rosas, con su refrán Kad horoshi, kak avezhi(Cuán bellas, cuan frescas), y que acudiría encantada. Invitó al célebre matemático Idelson y a su esposa, la escultora. Ambos manifestaron que irían con placer, pero más tarde le telefonearon para expresarle su pesar: habían olvidado un compromiso previo. Invitó a Miller, que ya era Profesor Asistente, y a Charlotte, su linda y pecosa mujer; desgraciadamente ésta se encontraba a punto de dar a luz. Invitó a Carroll, el jefe del personal del Hall Frieze, y a su hijo Frank, el único alumno aventajado de mi amigo, autor de una brillante tesis de doctorado sobre ia relación entre los yámbicos rusos, ingleses y alemanes; pero Frank estaba en el ejército, y el anciano Carroll confesó que «la vieja y él no se mezclaban mucho con los profesores». Telefoneó a la residencia del rector Poore (con quien hablara una vez sobre el perfeccionamiento del plan de estudios, en una función al aire libre, hasta que comenzó a llover) rogándole que fuera; pero la sobrina del rector Poore le repuso que su tío ya «sólo visitaba a unos pocos amigos íntimos». Estaba a punto de abandonar la idea de agregar alguien más interesante a la reunión, cuando se le ocurrió una idea nueva y realmente admirable.
5
Pnin y yo habíamos aceptado tiempo atrás el hecho perturbador, pero pocas veces comentado, de que en cualquier cuerpo docente universitario se puede encontrar no sólo una persona que se parezca extraordinariamente al dentista o al cartero de la localidad, sino también a «un doble» dentro del mismo grupo profesional. Conozco un caso de «trillizos» en una universidad relativamente pequeña donde, de acuerdo con el ojo agudo del Rector Frank Reade, la raíz de la troika — aunque ello parezca absurdo — era yo. Y recuerdo que la difunta Olga Krotki me dijo un día que, entre los cincuenta o más miembros de la Facultad en un Colegio intensivo de Idiomas de tiempo de guerra, donde una pobre señora que sólo tenía un pulmón debía enseñar letón y fenugreco, había no menos de seis Pnines, aparte del —para mí— genuino y exclusivo representante. No debe sorprender, en consecuencia, que hasta Pnin, que no era muy observador en la vida diaria, se diera cuenta (más o menos en su noveno año en Waindell) de que un viejo esmirriado, de anteojos, con escolásticos mechones caídos al lado derecho de su frente pequeña y arrugada, lleno de surcos profundos que bajaban de cada lado de su aguda nariz a las comisuras de su largo labio superior, y al que conocía como el profesor Thomas Wynn, Jefe del Departamento de Ornitología, por haber conversado con él en alguna reunión sobre oropéndolas doradas, cucús melancólicos y otros pájaros de las campiñas rusas, no siempre era el profesor Wynn. A veces se transformaba en otra persona, a la que Pnin no conocía de nombre, pero a la que no obstante llamaba, con su afición rusa por los juegos de palabras, «Twynn» ( twin: doble; o, en pniniano, Tvin). Pronto comprendió mi amigo y compatriota que nunca sabría con certeza si el caballero con cara de mochuelo que caminaba rápidamente y con quien se cruzaba día por medio en diferentes puntos de su recorrido, entre la oficina y la sala de clase, entre la sala de clase y la escalera, entre la pileta y el lavatorio, era realmente su conocido, el ornitólogo, a quien se sentía obligado a hacer una venia al pasar, o si era el extraño que se le parecía y que correspondía a su sombrío saludo con el mismo grado de urbanidad automática con lo que lo haría un conocido casual. El momento del encuentro era muy breve, ya que ambos, Pnin y Wynn (o Twynn) andaban con rapidez. A veces Pnin, para evitar aquel intercambio de educados ladridos, simulaba leer de carrera una carta o conseguía eludir a su colega y verdugo, que avanzaba rápidamente, doblando por una escalera y continuando por un corredor de un piso inferior; pero tan pronto como empezaba a regocijarse de la habilidad de su ardid, casi chocaba con Tvin (o Vin) que venía por el mismo pasillo. Cuando comenzó el nuevo Trimestre de Otoño, el décimo de Pnin, la molestia se agravó, pues las horas de clase de éste cambiaron, viéndose obligado a eliminar ciertas tretas ya estudiadas para evitar a Wynn y al imitador de Wynn. Parecía que tendría que soportarlo siempre. Porque, recordando otros casos similares en el pasado (parecidos desconcertantes que sólo él había descubierto) el intrigado Pnin se dijo que sería inútil pedir ayuda a alguien para deshacer el enredo de los Wynn.