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En el vestíbulo, malhumorados soldados semidormidos escogían sus alabardas.

—Me siento extremadamente honrado por su visita —le dijo el anfitrión a Cincinnatus al despedirse—. Mañana —o mejor dicho luego— estaré allí, por supuesto, pero no sólo en misión oficial sino por propio placer. Mi sobrino me dice que se espera una gran concurrencia.

—Bueno, le deseo buena suerte —le dijo a M'sieur Pierre entre los tradicionales tres besos en las mejillas. Cincinnatus y M'sieur Pierre con su escolta de soldados se zambulleron en el camino.

—Tomándolo en general —le dijo M'sieur Pierre a Cincinnatus—. Usted es un buen tipo. Solo que, por qué siempre... Su timidez impresiona mal a quienes recién le conocen. No sé qué pensará usted, pero yo, aunque estoy encantado con la iluminación y todo lo demás, tengo acidez de estómago y la sospecha de que no todo fue cocinado con manteca pura.

Caminaron largo rato. Todo era oscuridad y niebla. Mientras descendían por Steep Avenue, de algún lugar a la izquierda llegó un apagado golpeteo. Pum-Pum-Pum.

—Sinvergüenzas —murmuró M'sieur Pierre—, me aseguraron que ya estaba todo listo.

Por fin cruzaron el puente y comenzaron a ascender. La luna ya había sido retirada y las oscuras torres de la fortaleza se mezclaban con las nubes.

En la tercera puerta Rodrig Ivanovich con bata y gorra de dormir, esperaba.

—Bueno, ¿qué tal fue todo? —preguntó impaciente.

—Nadie le echó de menos —respondió M'sieur Pierre secamente.

CAPÍTULO XVIII

«Traté de dormir, no pude. Sólo conseguí enfriarme, y ahora amanece» (escribía Cincinnatus rápida, ilegiblemente, dejando las palabras sin terminar, como un corredor deja la huella incompleta de su pie), «ahora el aire es pálido y estoy tan helado que me parece que el concepto abstracto de frío tomará su aspecto concreto en mi cuerpo; y vendrán por mí en cualquier momento. Me da vergüenza tener miedo, pero estoy desesperadamente asustado —el terror corre a través de mí con siniestro rugido, cual un torrente; y mi cuerpo vibra como un puente sobre una cascada, y es tanto el ruido, que necesito gritar para escucharme. Estoy avergonzado, mi alma se ha deshonrado— pues esto no debe ser, ne dolzbno b'ilo bi bit'—sólo en el ladrido del idioma ruso pudieron surgir como hongos tantos verbos juntos— oh, cuán avergonzado estoy de que mi atención esté ocupada, y mi alma bloqueada por tales pensamientos. Se abren paso a empujones, con los labios secos, para decir adiós. Toda clase de recuerdos vienen a decir su adiós: Yo, niño, sentado con un libro al cálido sol a orillas de un sonoro arroyuelo y el agua arroja su movedizo reflejo sobre los versos de un viejo poema —amor en el declinar de nuestros años— pero sé que no debo ceder— se torna más tierno y supersticioso —ni a los recuerdos ni al terror ni a esta apasionada síncopa...: y supersticioso —y yo había ansiado tanto que todo fuera armonioso, simple y claro. Pues sé que el horror de la muerte no es nada en realidad, una inocua convulsión —quizá hasta saludable para el alma— el chillido entrecortado de un recién nacido o la furiosa negativa a soltar un juguete —y que una vez vivieron en cavernas donde suena el retintín de un perpetuo gotear, entre estalactitas, sabios que se regocijan ante la muerte y quienes —desatinados la mayoría de las veces, es verdad sin embargo, a su modo vencieron— y aunque es todo esto y conozco también algo aún más importante que nadie aquí sabe —a pesar de todo, mirad, muñecos, cuán aterrorizado estoy, cómo todo en mí tiembla, y aturde, y se precipita— y en cualquier momento vendrán por mí y no estoy preparado, tengo vergüenza...»

Cincinnatus se paró, tomó impulso y dio de cabeza contra la pared —el verdadero Cincinnatus, sin embargo, permaneció sentado a la mesa, contemplando la pared, mordisqueando su lápiz, y de pronto movió los pies y continuó escribiendo con un poco menos de rapidez.

«Salve estos apuntes —no sé a quién se lo pido, pero sálvelos— le aseguro que tal ley existe, búsquela, ¡ya lo verá! —déjelos por aquí durante un tiempo— no le costará nada —y se lo pido con tantas ansias— es mi último deseo —¿cómo puede negármelo? Debo tener por lo menos la posibilidad teórica de un lector; de otro modo debería destruirlos. Ya está, eso es todo cuanto necesitaba decir. Ahora es tiempo de prepararse.»

Hizo una nueva pausa. En la celda había bastante claridad y Cincinnatus supo, por la posición de la luz que estaban por dar las cinco. Esperó hasta escuchar el lejano sonido y siguió escribiendo, pero ahora más lenta y espaciadamente, como si hubiera gastado todas sus fuerzas en alguna exclamación inicial.

«Todas mis palabras giran alrededor de un punto», escribió Cincinnatus. «Envidio a los poetas. cuán maravilloso debe ser correr por una página y desde allí, dejando atrás la sombra, despegar hacia el azul. Lo feo y chapucero de una ejecución; todas las manipulaciones anteriores y posteriores. cuán fría la hoja, cuán liso el mango del hacha. Usarán esmeril. Supongo que el dolor de la partida será rojo y estrepitoso. El pensamiento, cuando escrito, es menos opresivo, pero algunas ideas son como un carcinoma, se lo señala, se lo extirpa y vuelve a crecer más grave aún. Es difícil imaginar que esta misma mañana dentro de una hora o dos...»

Pero dos horas pasaron, y más también y, como siempre, Rodion trajo el desayuno, limpió la celda, sacó punta al lápiz, retiró el sillico, alimentó a la araña. Cincinnatus no le preguntó nada, pero cuando Rodion hubo partido y el tiempo se arrastró con su trote acostumbrado, se dio cuenta que una vez más había sido engañado, que había martirizado su alma para nada y que todo estaba tan incierto, viscoso y sin sentido como antes.

El reloj acababa de dar tres o cuatro campanadas (estaba dormitando y despertó a medias, de modo que no pudo contarlas, y sólo le quedó una impresión aproximada de la suma de sus sonidos) cuando de pronto se abrió la puerta y entró Marthe. Traía las mejillas arreboladas y el moño suelto; el ceñido vestido mal puesto le daba una apariencia extraña, y trataba de enderezárselo tirando de él y meneando las caderas, como si algo le molestara debajo.

—Aquí tienes unas flores —le dijo echando sobre la mesa un ramillete azul de aciano y alzando al mismo tiempo ágilmente el borde de su falda más arriba de las rodillas, poniendo su gorda piernecilla sobre la silla y le yantándose las medias blancas hasta el lugar donde la liga dejara su marca sobre la tierna y temblorosa gordu ra—. Caramba, ¡qué trabajo me dio conseguir permiso! Desde luego tuve que hacer una pequeña concesión —lo de siempre. Bueno, ¿cómo estás, mi pobrecito Cin-cin?

—Debo confesar que no te esperaba —dijo Cincinnatus—. Siéntate en alguna parte.

—Ayer probé, pero sin suerte —y hoy me dije, pasaré aunque sea lo último que haga en mi vida. Me costó una hora, ese director tuyo. A propósito, habló muy bien de ti. Oh, cómo me apuré hoy, qué miedo tuve de llegar tarde. ¡Qué multitud había esta mañana en Thriller Square!

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