—Estoy emocionado, emocionado —decía M'sieur Pierre mientras formaban cola para felicitarle. Al hacerlo, algunos tropezaban y otros cantaban. El jefe de los bomberos estaba vergonzosamente beodo; dos de los criados trataban furtivamente de llevárselo, pero él sacrificó las colas de su frac, como el lagarto sacrifica su cola, y se quedó. La respetable dama que supervisaba las escuelas, sonrojada, se defendía silenciosa y tensamente del director de abastecimientos, que le apuntaba juguetonamente con un dedo que parecía una zanahoria, como si estuviera por transportarla o por hacerle cosquillas. Repitiendo todo el tiempo—. ¡Tee, tee, tee!
—Amigos, salgamos a la terraza —anunció el anfitrión, tras lo cual el hermano de Marthe y el hijo del difunto Dr. Sineokov abrieron un cortinado con un castañear de argollas de madera; la oscilante luz de faroles pintados reveló una galería de piedra, limitada más allá por los bols de una balaustrada entre los cuales mostraban su negrura los relojes de arena de la noche.
Los saciados huéspedes, con sus vientres gorgoteando, se arrellanaron en sillones bajos. Algunos holgazaneaban junto a las columnas, otros junto a la balaustrada. Cerca de ésta también estaba Cincinnatus girando entre sus dedos la momia de un cigarro, y a su lado, sin darle frente pero tocándole continuamente con la espalda o el costado, M'sieur Pierre decía acompañado por exclamaciones de aprobación de su auditorio:
—Fotografía y pesca —esas son mis dos pasiones principales. Les parecerá raro, pero para mí nada son el honor y la fama comparados con la quietud campesina. Veo que usted sonríe escépticamente, estimado señor— (dijo al pasar a uno de los convidados que al punto repudió su sonrisa) —pero le juro que es así. Y yo no juro en vano. El amor a la naturaleza lo heredé de mi padre, que tampoco mentía nunca. Muchos de ustedes, desde luego, le recuerdan y pueden confirmarlo, aún por escrito si fuera necesario.
Parado junto a la balaustrada, Cincinnatus contemplaba vagamente la oscuridad, y entonces, como por encargo, ésta palideció seductoramente mientras la luna, ahora clara y alta, se deslizaba desde atrás del negro vellón de las nubéculas, barnizaba los arbustos y dejaba que su luz goteara en los laguillos. De pronto, con un abrupto despertar del alma, Cincinnatus se dio cuenta de que estaba en los mismísimos Tamara Gardens, que recordaba tan bien y que se le ocurrieran tan inaccesibles; comprendió también que había caminado por allí muchas veces con Marthe, frente a esa misma casa, que entonces le pareciera una villa blanca con ventanas entabladas; mirando por entre el follaje del monte... Ahora, explorando los alrededores con ojo diligente, removió fácilmente la oscura película de noche de los prados familiares, y también borró de ellas el superfluo polvo lunar para reconstruirlos tal como estaban grabados en su memoria. Mientras restauraba el cuadro tiznado por el hollín de la noche, vio alamedas, senderos, arroyos que tomaban forma en los lugares precisos... a la distancia, apretadas contra el metálico cielo estaban las encantadoras colinas barnizadas de azul y arropadas en las tinieblas...
—Un porche, luz de luna, ella y él —recitó M'sieur Pierre sonriéndole a Cincinnatus quien notó que todos le miraban con tierna y expectante simpatía.
—¿Admirando el panorama? —le dijo el superintendente del parque con aire confidencial, las manos cogidas tras la espalda—. Usted... Se detuvo de pronto y, como embarazado, se volvió hacia M'sieur Pierre:
—Perdóneme... ¿Me permite usted? Después de todo no hemos sido presentados...
—Por favor, por favor. No necesita solicitar mi autorización —respondió M'sieur Pierre cortésmente, y tocándole el codo a Cincinnatus dijo en voz baja—: Este caballero quisiera hablar con usted querido.
El superintendente aclaró su garganta dentro de su puño y repitió:
—El panorama... ¿admirando el panorama? Ahora no se puede ver mucho. Pero espere, exactamente a media noche así me lo ha prometido nuestro ingeniero jefe... ¡Nikita Lukich! ¡Aquí, Nikita Lukich!
—Voy —respondió Nikita Lukich con garbosa voz de bajo y se adelantó con cortesía volviendo alegremente ora hacia uno, ora hacia otro, su joven y carnosa cara con el blanco cepillo de su bigote, colocando amablemente una mano sobre el hombro del superintendente y otra sobre el de M'sieur Pierre.
—Le estaba diciendo, aquí, Nikita Lukich, que usted prometió exactamente a media noche, en honor de...
—Claro que sí —le interrumpió el ingeniero jefe—. Tendremos la sorpresa sin duda alguna. No se preocupe por eso. A propósito, ¿qué hora es?
Alivió los hombros de los demás de la presión de sus anchas manos y con rostro preocupado, entró.
—Bueno, dentro de unas ocho horas, más o menos, ya estaremos en la plaza —dijo M'sieur Pierre cerrando la tapa de su reloj—: No podremos dormir mucho. ¿No tiene usted frío, querido? Este hombre gentil dijo que habría una sorpresa. Debo decir que nos están mimando. Ese pescado que nos sirvieron durante la cena era impagable.—... Deténgase. Déjeme sola —se oyó decir a la ronca voz de la administradora cuya masiva espalda y gris moño apuntaban hacia M'sieur Pierre mientras huía del índice del director de abastecimientos—. Tee, tee —chillaba jocosamente—. Tee, tee.
—Tranquilícese, señora —graznó M'sieur Pierre—, mis callos no son propiedad del estado.
—Hechicera mujer —comentó al pasar el director de abastecimientos inexpresivamente, y con una cabriola se dirigió hacia un grupo de hombres junto a las columnas; entonces su sombra se perdió entre sus sombras, y una brisa hizo oscilar los faroles japoneses —que en la oscuridad revelaban ora una mano retorciendo pomposamente un mostacho, ora una copa llevada hasta unos labios ícticos y seniles, que trataban de sorber el azúcar del fondo. —¡Atención! —gritó el anfitrión cruzando entre sus invitados como un remolino.
Y, primero en el jardín, luego más allá, después aún más lejos, por los senderos, en los campos, en las ciénagas, solas y en racimos, lámparas rubíes, zafiros y topacios se fueron encendiendo gradualmente incrustando gemas en la noche. Los huéspedes comenzaron a «¡Oh!» «¡Ah!» M'sieur Pierre inspiró profundamente y cogió a Cincinnatus por la muñeca. Las luces cubrían una superficie creciente, primero se deslizaban por un valle distante, después surgían sobre la otra ladera en forma de un broche alargado, al instante seguían las primeras cuestas, luego pasaban de colina a colina anidándose en los más secretos pliegues, buscando a tientas el camino hacia la cima y una vez allí, saltando sobre ellas. —¡Oh, qué hermoso! —murmuró M'sieur Pierre apretando por un instante su mejilla contra la de Cincinnatus.
Los invitados aplaudieron. Durante tres minutos brilló un buen millón de lámparas incandescentes de diversos colores, artísticamente dispuestas sobre el pasto, las ramas, las colinas, en forma tal que abrazaban todo el paisaje nocturno con un grandioso monograma de «P» y «C» que sin embargo no había salido demasiado bien. De pronto las luces se apagaron al unísono y una sólida oscuridad alcanzó la terraza.
Cuando reapareció el ingeniero Nikita Lukich, todos le rodearon y quisieron llevarlo en andas. No obstante ya era tiempo de comenzar a pensar en un bien merecido descanso. Antes de que partieran los invitados el anfitrión se ofreció a fotografiar a M'sieur Pierre y a Cincinnatus en la balaustrada. M'sieur Pierre a pesar de ser el actor, ofició sin embargo de director. Un golpe de luz iluminó el blanco perfil de Cincinnatus y la cara sin ojos a su lado. El propio anfitrión les alcanzó las capas y los acompañó hasta la puerta.