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Aparte de los sueños de velocidad, o en relación con ellos, existe en todos los niños el impulso esencialmente humano de modificar la tierra, de actuar en relación con un medio ambiente friable (a no ser que sea un marxista desde su misma cuna, o un cadáver, y espere sumisamente que el ambiente le conforme a él). Esto explica el placer que sienten los niños cuando cavan, o cuando hacen carreteras y túneles para sus juguetes preferidos. Nuestro hijo tenía un modelo diminuto del Bluebird de Sir Malcolm Campbell, de acero pintado y neumáticos de quita y pon, y jugaba interminablemente con él por el suelo, y el sol formaba una especie de nimbo con su más bien largo pelo rubio, y volvía de color tofe su espalda desnuda cruzada por los tirantes de sus pantaloncitos azul marino (bajo los cuales, cuando no estaba vestido, se le notaba el blanco natural del trasero y el ronzal). Jamás en la vida me he sentado en tantos bancos y sillas de parques, en losas de piedra y peldaños de piedra, en balaustradas de terrazas y bordes de los estanques de las fuentes como en aquella época. No visitábamos casi nunca los frecuentadísimos pinares que rodean el lago de Grunewald de Berlín. Nos preguntábamos con qué derecho podía llamarse bosque a un lugar tan invadido de basura, tan notablemente más sucio de porquería que las relucientes y presumidas calles de la vecina ciudad. En este Grunewald aparecían cosas curiosas. La imagen de la armadura de una cama de hierro que exhibía la anatomía de sus muelles en medio de un claro, o la presencia de un negro maniquí tendido al pie de un matorral de espino en flor, hacían que nos preguntáramos quién podía ser, exactamente, la persona que se había tomado la molestia de llevar estos y otros artículos que había esparcidos por allí hasta puntos tan remotos de un bosque desprovisto de senderos. Una vez tropecé con un espejo desfigurado pero aún alerta, y en el que sobreabundaban los reflejos silvestres —borracho, por así decirlo, de una mezcla de cerveza y chartreuse—, que se apoyaba, con garbo surrealista, en el tronco de un árbol. Es posible que estas intromisiones que aparecían en unos campos dedicados a los placeres burgueses fuesen una visión fragmentaria de la confusión que comenzaba a anunciarse, una pesadilla profética de explosiones destructivas, algo así como el montón de cabezas muertas que el vidente Cagliostro columbró en la zanja divisoria de un jardín real. Más cerca del lago, en verano, sobre todo los domingos, el lugar estaba infestado de cuerpos humanos en diversos estadios de desnudez y solarización. Sólo las ardillas y algunas orugas mantenían puesto el abrigo. Señoronas de grises pies se sentaban en enaguas sobre la grasienta arena gris; repulsivos varones, con voz de foca y embarrados bañadores, retozaban por todas partes; muchachas notablemente agraciadas pero de escasa elegancia, destinadas a parir unos cuantos años más tarde —a comienzos de 1946, para ser exactos— una repentina cosecha de niños con sangre turca o mongol en sus venas inocentes, eran perseguidas y azotadas en el trasero (ante lo cual gritaban: «¡Huy, huy!»); y los efluvios de estas infortunadas gentes juguetonas, y de sus ropas (pulcramente extendidas por el suelo), se mezclaban con el hedor del agua estancada hasta formar un infierno de olores que, ignoro la razón, no he encontrado en ningún otro lugar. Estaba prohibido que la gente se desnudara en los jardines y parques públicos de Berlín; pero podían desabrocharse las camisas, y había filas de jóvenes, de marcado tipo nórdico, sentados en los bancos con los ojos cerrados, y allí exponían sus pecas frontales y pectorales a la nacionalmente aprobada acción del sol. El tono remilgado y posiblemente exagerado de estas notas puede ser atribuido, supongo, a que vivíamos en el miedo constante de que alguna contaminación afectara a nuestros hijo. A ti siempre te pareció abominablemente vulgar, y no desprovista de cierto sabor peculiarmente filisteo, esa idea según la cual a los niños pequeños, para ser encantadores, tiene que resultarles odioso lavarse y apasionante matar.
Me gustaría recordar un parquecito que visitábamos; me gustaría tener la habilidad que permitía al profesor Jack, de Harvard y del Arnold Arboretum, identificar ramas con los ojos cerrados, por el simple silbido que producen cuando son agitadas en el aire («Carpe, madreselva, chopo lombardo. Ah..., un transcriptdoblado). Muy a menudo, naturalmente, puedo determinar la posición geográfica de tal o cual parque gracias a cierta característica o suma de características: los setos de boj enano a lo largo de estrechos paseos de gravilla, que terminan coincidiendo en algún lugar, como los personajes de las obras de teatro; el bajo banco azul apoyado en un seto cuboide de tejo; los parterres cuadrados de rosas, enmarcados por un borde de heliotropos: todos estos elementos son característicos de las pequeñas zonas ajardinadas que hay en las intersecciones de calles de los barrios periféricos de Berlín. Con la misma claridad, una silla de delgado hierro, con su sombra de telaraña tendida a sus pies, un poquitín desviada hacia un lado; o un agradablemente arrogante, aunque claramente psicopático y rotatorio aparato de riego por aspersión, con su arco iris particular colgando de su chorro sobre la hierba perlada, delata el parque parisiense; pero, y tú lo comprenderás muy bien, el ojo de la memoria está enfocado con tal firmeza en una pequeña figura que está agachada en el suelo (cargando de piedrecillas un camión de juguete o contemplando la goma brillante y húmeda de la manguera en la que se han quedado pegadas algunas de las piedrecillas del engravillado por el que la manguera acaba de deslizarse), que los diversos lugares —Berlín, Praga, Franzensbad, París, la Riviera, París otra vez, Cap dAntibes y demás— pierden toda soberanía, hacen fondo común con sus generales petrificados y hojas caídas, cimentan la amistad de sus senderos entrelazados, y se unen en una federación de luz y sombra a través de la cual avanzan a la deriva graciosos niños de desnudas rodillas montados en susurrantes patines.
De vez en cuando, un reconocido fragmento de trasfondo histórico permite la identificación local, y reemplazas otros vínculos por los que te sugiere tu visión personal. Nuestro hijo debía de contar casi tres años cuando, un ventoso día berlinés (ciudad en donde, naturalmente, nadie se libraba de conocer la ubicua imagen del Führer), nos encontramos él y yo mirando un parterre de pálidos pensamientos, y en cada uno de sus rostros se veía una oscura mancha a modo de bigote, y nos reímos mucho, animados por un tonto comentario de mi parte, diciendo que parecían una multitud de agitados Hitlers en miniatura. De la misma manera, puedo bautizar un florido jardín de París como el lugar en el que, en 1938 o 1939, me fijé en una tranquila niña de unos diez años e inexpresivo rostro muy pálido, la cual, por su ropa oscura, andrajosa y anticuada, parecía haberse escapado de un orfanato (intuición que en parte confirmó un posterior vislumbre de esa misma niña siendo retirada del jardín por dos ondeantes monjas), que había atado mañosamente una mariposa viva con un hilo, y que paseaba al extremo de esa correa de enanitos (subproducto, quizá, de laboriosas horas de pulcra costura en ese orfanato) al bello insecto ligeramente mutilado y aún aleteante. A menudo me has acusado de ser innecesariamente cruel en mis prosaicas investigaciones entomológicas de nuestros viajes a los Pirineos o los Alpes; y, en efecto, si desvié la atención de nuestro hijo de esa supuesta Titania no fue porque compadeciera a la vanesa atalanta que arrastraba la niña sino debido a que aquella taciturna diversión tenía un simbolismo vagamente repulsivo. Es posible, de hecho, que esta escena me recordase el simple y antiguo truco que utilizaban —y seguramente siguen utilizando— los policías franceses para llevarse a la comisaría a uno de esos obreros de florida nariz al que han atrapado un domingo cuando estaba armando algún alboroto, y por medio del cual lo convierten en un satélite singularmente dócil, consistente en clavar una especie de anzuelo en su desaseada pero sensible carne. Tú y yo hicimos cuanto estuvo en nuestra mano por rodear de vigilante ternura la confiada ternura de nuestro hijo, pero nos vimos inevitablemente enfrentados al hecho de que la basura que dejaban los gamberros en los cuadros de arena de los jardines era el menos grave de los peligros que le acechaban, y que los horrores que generaciones previas habían descartado mentalmente, convencidas de que eran anacrónicos o cosas que sólo ocurrían en lejanos países gobernados por kanes o mandarines, nos rodeaban por todas partes. A medida que transcurría el tiempo, y que la sombra de la historia, obra de locos, viciaba incluso la exactitud de los relojes de sol, anduvimos inquietamente de un lado a otro de Europa, y nos pareció que no éramos nosotros, sino aquellos jardines, los que estaban viajando. Las irradiantes avenidas y complicados parterres de Le Nôtre quedaron atrás, como trenes en apartaderos. En Praga, a donde viajamos en primavera de 1937 para que mi madre viera a nuestro hijo, estaba el parque de Stromovka, con su atmósfera de lejanía libremente ondulante más allá de los cenadores tutorados por el ser humano. Recordarás también los jardines con rocas y plantas alpinas —sedos y saxígrafas— que nos escoltaron, por así decirlo, hasta los Alpes de Saboya, permanecieron con nosotros durante unas vacaciones (pagadas por algo que habían logrado vender mis traductores), y luego nos siguieron en nuestro regreso hasta los pueblos de los llanos. Unas manos con puño de camisa, recortadas en madera y clavadas a los troncos de los viejos parques que había junto a los balnearios, señalaban la dirección del sitio desde donde nos llegaba el asordinado vibrar de la banda que tocaba en algún quiosco. Un inteligente sendero acompañaba a la avenida principal; no siempre discurriendo de forma paralela a ella pero reconociendo dócilmente su gobierno, y regresando de un brinco hacia la procesión de plátanos desde un estanque con patos o nenúfares, se encontraba de nuevo con la avenida allí en donde el parque, víctima de una fijación paterna con los de las ciudades, había soñado un monumento. Las raíces, raíces de verdor recordado, raíces de memoria y de plantas acerbas, raíces, en una palabra, pueden recorrer largas distancias superando ciertos obstáculos, penetrando otros e insinuándose en estrechas grietas. Así atravesaron con nosotros Europa Central aquellos jardines y parques. Los paseos engravillados se reunieron y detuvieron en un rond-point para ver cómo tú o yo nos agachábamos con una mueca de dolor para buscar una pelota bajo un seto de ligustro donde, en la oscura y húmeda tierra, no había modo de detectar otra cosa que un perforado billete malva de tranvía o un manchado pedacito de gasa sucia y algodón hidrófilo. Un asiento circular giraba en torno a un grueso tronco de roble para ver quién estaba sentado al otro lado, y encontrábamos allí a un abatido anciano leyendo un periódico en lengua extranjera y hurgándose la nariz. Unos matorrales de hoja perenne y lustrosa, que formaban el seto de un césped en el que nuestro hijo descubrió su primera rana viva, se convertían luego en un recortado laberinto de toperas, y tú dijiste que te parecía que iba a llover. En una etapa algo posterior, bajo cielos menos plomizos, hubo una gran exhibición de vallecitos rosados y callejas entrelazadas, y espalderas en las que se columpiaban las trepadoras, dispuestas a convertirse en las parras de pérgolas encolumnadas en cuanto se les brindara la más mínima oportunidad, o, de lo contrario, a revelar el más típico lavabo público del mundo, una miserable construcción con pretensiones de chalet y de dudosa limpieza, con una encargada vestida de negro que hacía negra calceta junto a la entrada.