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A todo lo largo de los años de la infancia de nuestro chico, en la Alemania de Hitler y la Francia de Maginot, tuvimos que pasar más o menos aprietos, pero algunos amigos maravillosos se encargaron de que dispusiera de todo lo mejor. Aunque impotentes para cambiar las cosas, tú y yo mantuvimos conjuntamente una celosa vigilancia sobre cualquier posible grieta que pudiera abrirse entre su infancia y nuestros propios estadios larvarios de aquel pasado opulento, y ahí es donde salen a escena aquellas hadas amistosas que reparaban la grieta cada vez que veíamos el peligro de que se abriese. Fue entonces, también, cuando la ciencia de la crianza de los bebés experimentó el mismo tipo de fenomenal y acelerado progreso que la aviación y la agricultura: cuando yo tenía nueve meses de edad, jamás me tomé en una sola comida una libra entera de espinacas escurridas, ni me dieron tampoco el zumo de una docena de naranjas cada día; y la higiene pediátrica que adoptábamos era incomparablemente más artística y escrupulosa que todo cuanto hubiesen podido imaginar nuestras nodrizas cuando nosotros éramos unos bebés.
Creo que los padres burgueses —obreros de pajarita y pantalones de rayas trazadas a lápiz, solemnes padres atados a sus oficinas, tan diferentes de los jóvenes veteranos estadounidenses de hoy en día, o de cierto feliz expatriado de origen ruso y sin empleo fijo de hace quince años— no comprenderán mi actitud para con nuestro hijo. Cada vez que tú le alzabas en brazos, repleto de su biberón recién tomado y tan grave como un ídolo, y esperabas a que diera la señal postláctica de vía libre antes de convertir al bebé vertical en bebé horizontal, me acostumbré a participar tanto en tu espera como en la tensión de su saciedad, que yo exageraba, debido a lo cual casi me fastidiaba tu animosa confianza en la rápida disolución de lo que a mí me parecía una dolorosa opresión; y cuando, por fin, la embotada burbujita estallaba en su solemne boca, yo solía experimentar un maravilloso alivio mientras tú, acompañando tus movimientos con un murmullo de felicitación, te inclinabas para depositarle en la penumbra de blancos bordes de su cuna.
¿Sabes una cosa? Todavía me noto en las muñecas ciertos ecos de los trucos que utilizan los empujadores de cochecitos, tales como, por ejemplo, la fácil presión hacia abajo que había que aplicar al asa para que el cochecito se levantara por delante y se encaramase al bordillo. El primero fue un complicado vehículo gris rata de fabricación belga, con gordos neumáticos autoides y lujosos muelles, tan grande que no entraba en nuestro canijo ascensor. Rodaba por las aceras con lento misterio señorial, y el atrapado bebé permanecía tendido boca arriba en su interior, bien tapado con plumas, seda y piel; sólo sus ojos se movían, cautelosamente, y a veces se volvían hacia arriba con un rápido barrido de sus espectaculares pestañas para seguir el lejano azul trenzado de ramas que se iba alejando, ocultándose al otro lado del borde de la semiabierta capota del coche, y luego lanzaba una mirada recelosa a mi cara para comprobar si aquel cielo y aquellos árboles tan guasones pertenecían casualmente al mismo orden de cosas que los traqueteos y el humor paternal. Le siguió un cochecito más ligero, y en éste, más veloz, solía levantarse, tensando sus correas; se agarraba a los bordes; se ponía en pie, no tanto a la manera del mareado pasajero de un crucero de placer como a la del extasiado científico que viaja en una nave espacial; observaba las moteadas madejas del mundo vivo y cálido; miraba con interés filosófico la almohada que había conseguido arrojar por la borda; y hasta él mismo se cayó el día en que se rompió una correa. En una época más posterior incluso fue llevado en uno de esos pequeños armatostes que reciben el nombre de sillitas de ruedas; el niño fue bajando poco a poco desde sus muelles alturas iniciales, hasta que, cuando tenía aproximadamente un año y medio, pudo tocar el suelo dejándose caer hacia adelante en la sillita, y hasta golpearlo con los tacones como anticipación del momento en el que le dejarían suelto en algún jardín público. Una nueva ola evolucionaria comenzó a crecer, elevándole otra vez del suelo gradualmente, cuando, como regalo de su segundo cumpleaños, recibió un plateado «Mercedes» de carreras, de ochenta centímetros de largo, accionado por unos pedales interiores, como un órgano, en el que solía desplazarse con acompañamiento de ruidos de bombeo y golpeteos metálicos por la acera de Kurfürsterdamm, mientras las abiertas ventanas emitían el multiplicado bramido de un dictador que todavía andaba golpeándose el pecho en el valle de Neander, que tan atrás habíamos dejado nosotros. Podría resultar valioso analizar los aspectos filogenéticos de la pasión que los niños varones sienten por las cosas montadas sobre ruedas, sobre todo los ferrocarriles. Naturalmente, ya sabemos lo que pensaba al respecto el Curandero Vienés. Dejaremos que él y los suyos sigan dándose codazos y empujones en su vagón de pensamiento de tercera clase, mientras viajan por el estado-policía del mito sexual (por cierto, qué gran error por parte de los dictadores el haber ignorado el psicoanálisis: ¡toda una generación hubiese podido ser fácilmente corrompida por ese procedimiento!). La rapidez del crecimiento, la velocidad cuántica del pensamiento, la montaña rusa del sistema circulatorio..., todas las formas de vitalidad son formas de velocidad, y no es de extrañar que los niños que están creciendo pretendan aventajar a la Naturaleza con las propias armas de la Naturaleza, llenando una mínima extensión de tiempo con un máximo de disfrute espacial. No hay en el ser humano ninguna cosa tan profunda como el placer espiritual que se puede obtener de la explotación de las posibilidades de superar en fuerza de arrastre y velocidad a la gravedad, de vencer o imitar el tirón de la tierra. La milagrosa paradoja que supone el hecho de que los objetos redondos conquisten el espacio por el simple procedimiento de caer una y otra vez, en lugar de avanzar alzando laboriosamente unos pesados miembros, debió de suponer para la humanidad joven una saludabilísima conmoción. La hoguera a la que se asomaba el diminuto soñador salvaje cuando gateaba semidesnudo, o el incontenible avance de un incendio forestal, debieron de afectar, también, sin que Lamarck se enterase, a algún otro cromosoma de cierto misterioso modo que los genetistas occidentales ni siquiera tienen intención de elucidar, de la misma manera que los físicos profesionales se niegan a hablar siquiera del exterior del interior, del dónde de la curvatura; porque cada dimensión presupone un medio en el que puede actuar, y si, en el despliegue espiral de las cosas, el espacio se alabea hasta convertirse en una cosa que está emparentada con el tiempo, y el tiempo, a su vez, se alabea hasta convertirse en una cosa que está emparentada con el pensamiento, no hay duda de que a esas dimensiones les sigue otra: un Espacio especial quizá, que, o eso esperamos, no es el anterior, a no ser que las espirales vuelvan a convertirse en círculos viciosos.
Pero sea cual sea la verdad, jamás olvidaremos, ni tú ni yo, y siempre defenderemos, en este campo de batalla o en cualquier otro, los puentes en los que nos pasamos tantas horas con nuestro hijito (de entre dos y seis años) esperando a que pasara un tren por debajo. He visto a niños mayores y menos felices detenerse un momento para asomarse por encima de la balaustrada y lanzar un escupitajo hacia la asmática chimenea de la locomotora que pasaba fortuitamente por debajo, pero ni tú ni yo estamos dispuestos a admitir que el más normal de estos dos niños sea aquel que resuelve de forma pragmática la inútil exaltación de ese oscuro trance. Tú no hiciste el menor esfuerzo por abreviar o racionalizar esas detenciones de una hora en ventosos puentes cuando, con un optimismo y una paciencia que no conocían límites, nuestro hijo aguardaba el momento en el que un semáforo produciría un chasquido y una máquina de tren, cada vez más grande, aparecería en aquel punto lejano donde, entre las inexpresivas espaldas de las casas, convergían todas las vías. Los días fríos el pequeño llevaba un abrigo de corderina, y una gorra similar, ambos de un color pardusco salpicado de motas gris escarcha, y estas prendas, y los mitones, y la efervescencia de su fe le mantenían encendido a él, y también te abrigaban a ti, pues la única forma que tenías de impedir que se helaran tus delicados dedos era coger una de sus manos alternativamente en tu propia mano derecha o izquierda, cambiando a cada minuto aproximadamente, y maravillándote ante la increíble cantidad de calor que era capaz de generar el cuerpo de un niño crecido.