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El estado más parecido al trance me sobrevenía cuando ya me encontraba irrevocablemente decidido a terminar mi poema. Con sólo una mínima punzada de sorpresa, me encontré a mí mismo nada menos que en un sofá de cuero de la habitación fría, rancia y poco utilizada que había sido el despacho de mi abuelo. Yazgo tendido en ese sofá, en una especie de congelación reptilina, con un brazo colgando, de modo que mis nudillos rozaban los dibujos florales de la alfombra. Cuando a continuación salí de ese trance, la flora verdosa seguía allí, mi brazo seguía colgando, pero ahora me hallaba postrado al borde de un cabeceante embarcadero, y los nenúfares que tocaba eran reales, y las ondulantes y rollizas sombras del follaje de los alisos sobre el agua —borrones de tinta llevados hasta la apoteosis, amebas de enormes dimensiones— palpitaban, se extendían y proyectaban rítmicamente pseudópodos que, cuando se contraían, estallaban en sus fluidos márgenes formando elusivas y fluidas máculas, que se juntaban otra vez para formar de nuevo las tanteantes terminales. Volví a sumergirme en mi niebla particular, y cuando emergí de nuevo, el sostén de mi extendido cuerpo era ahora un bajo banco del parque, y las sombras vivas por entre las cuales se hundía mi mano se movían ahora en el suelo, y no entre negros y verdes acuosos sino en tintes violeta. Tan escasamente me importaban las mediciones corrientes de la existencia cuando me encontraba en este estado que no me hubiera sorprendido salir de este túnel en los jardines de Versalles, o en el Tiergarten, o en el Parque Nacional Sequoia; e, inversamente, cuando ese antiguo trance vuelve a presentarse en la actualidad, me siento absolutamente preparado para encontrarme, cuando despierto de él, en lo alto de cierto árbol, con el moteado banco de mi adolescencia a mis pies, apoyada la barriga sobre una gruesa y cómoda rama, y con un brazo colgando por entre las hojas en cuya superficie se mueven las sombras de otras hojas.

Diversos sonidos me llegaban en mis diversas situaciones. Podía ser el gong llamando a comer, o alguna cosa menos corriente, como la horrible música de un organillo. En algún rincón cercano a las caballerizas, un viejo vagabundo hacía girar penosamente el manubrio, y basándome en impresiones más directas de las que me había embebido en años anteriores, podía verle mentalmente desde mi percha. Pintados en la cara frontal de su instrumento, unos supuestos campesinos balcánicos bailaban entre sauces palmiformes. De vez en cuando se pasaba el manubrio de una mano a la otra. Vi el jersey y la falda de su diminuta y calva mona, y su collar, la pelada herida de su cuello, la cadena que tironeaba cada vez que el vagabundo la estiraba, produciéndole un intenso dolor, y los diversos criados que les rodeaban, boquiabiertos, sonrientes, gente sencilla que se lo pasaba en grande contemplando las «bufonadas» del mico. Hace pocos días, en el lugar donde estoy registrando estas cosas, me crucé con un granjero y su hijo (un chico de esos tan saludables y vivarachos que aparecen representados en los anuncios de cereales para el desayuno), a los que divertía de forma similar la visión de un gatito que torturaba a una ardilla listada: la dejaba correr unos centímetros y luego saltaba otra vez sobre ella. Había perdido casi toda su cola, le sangraba el muñón. Como no podía escapar corriendo, el pobre bicho lisiado probó una última estratagema: se detuvo y se tendió sobre uno de sus costados para fundirse con el juego de luces y sombras del suelo, pero le delató su respiración excesivamente violenta.

El fonógrafo familiar, que la llegada del anochecer ponía en movimiento, era otra de las máquinas musicales que podía oír a través de mis versos. En la terraza donde se reunían nuestros parientes y amigos, emitía desde su bocina de latón los llamados tüganskie romans'i, tan adorados por mi generación. Eran imitaciones más o menos anónimas de canciones gitanas, o imitaciones de esas imitaciones. Lo que constituía su gitanidad era un profundo y monótono gemido interrumpido por una especie de hipido, de audible resquebrajamiento de un corazón enfermo de amor. Los mejores ejemplos de estas canciones son los responsables de la nota estridente que vibra aquí y allá en la obra de ciertos poetas auténticos (estoy pensando especialmente en Alexander Blok). Las peores son comparables a esas canciones apaches compuestas por endebles hombres de letras e interpretadas por rechonchas señoras en los clubs nocturnos de París. Su medio ambiente natural estaba compuesto de ruiseñores con los ojos rebosantes de lágrimas, lilas en flor y avenidas de árboles susurrantes que daban encanto a los parques de la aristocracia campestre. Esos ruiseñores gorjeaban, y el sol poniente dibujaba en un pinar listas de encendido rojo a diferentes alturas de los troncos. Una pandereta, que aún latía, parecía yacer en el oscuro musgo. Durante un rato, las últimas notas de la ronca voz de contralto me persiguieron a través del crepúsculo. Cuando volvió el silencio, mi primer poema ya estaba listo.

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Era ciertamente una desdichada mezcolanza que, además de sus modulaciones pseudopushkinianas, contenía otros diversos préstamos. Lo único excusable era cierto eco de un trueno de Tyutchev y un rayo de sol refractado de Fet. Por lo demás, recuerdo vagamente que mencionaba «el aguijón de la memoria » —vos-pominaríya zhalo(que yo había visualizado ya al observar el oviscapto de una icneumónida esparrancada sobre una oruga de la col, pero no me atreví a decirlo así)—, y no sé qué cosa acerca del antiguo encanto de un lejano organillo. Lo peor de todo eran los vergonzosos fragmentos recogidos de las letras de tipo tñganskicompuestas por Apuhtin y el gran duque Konstantin. Solía perseguirme con ellas una tía bastante joven y atractiva, que también era capaz de recitar ese famoso poema de Louis Bouilhet ( A Une Femme) en el que se utiliza, de la forma más incoherente, un arco de violín para tocar una guitarra metafórica, así como enormes cantidades de cosas de Ella Wheeler Wilcox, que tenía un éxito arrollador entre la emperatriz y sus damas de compañía. Casi no parece que valga la pena añadir que, por lo que se refiere al tema, mi elegía trataba de la pérdida de una amante —Delia, Tamara o Lenore— a la que jamás había perdido, amado ni conocido, pero que estaba completamente dispuesto a conocer, amar y perder.

En mi necia inocencia, creí que lo que había escrito era hermoso y magnífico. Cuando lo llevaba a casa, todavía sin escribir, pero tan completo que hasta sus signos de puntuación estaban grabados en mi cerebro como la arruga de una almohada en la piel de un durmiente, no dudé que mi madre saludaría mi logro con alegres lágrimas de orgullo. La posibilidad de que ella estuviera, esa noche en particular, demasiado concentrada en otros acontecimientos como para no ser capaz de escuchar unos versos era para mí inconcebible. Jamás en la vida había ansiado tanto sus alabanzas. Jamás había sido tan vulnerable. Tenía los nervios en tensión debido a la oscuridad de la tierra, que se había embozado sin que yo me apercibiera, y la desnudez del firmamento, cuyo desarropamiento tampoco noté. Arriba, por entre los árboles amorfos que bordeaban mi borrado camino, el cielo nocturno empalidecía con sus estrellas. En aquella época, esa maravillosa confusión de constelaciones, nebulosas, huecos interestelares y todo el resto de tan temible espectáculo me provocaba unas náuseas indescriptibles, un tremendo pánico, como si estuviera colgado de la tierra cabeza abajo, al borde del espacio infinito, sostenido aún de los talones por la gravedad terrestre pero a punto de ser soltado en cualquier momento.

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