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Aquel verano yo era todavía demasiado joven para alcanzar ningún grado de «sincronización cósmica» (por citar de nuevo a mi filósofo). Pero, como mínimo, descubrí que la persona que tiene esperanzas de llegar a ser poeta debe poseer la capacidad de pensar en varias cosas a la vez. A lo largo de los lánguidos paseos que acompañaron la redacción de mi primer poema, tropecé con el maestro del pueblo (vuelvo a darle la bienvenida a esta imagen), siempre con un ramillete de flores silvestres, siempre sonriente, siempre sudoroso. Mientras discutía amablemente con él sobre el repentino viaje de mi padre a la ciudad, registré de modo simultáneo y con la misma claridad no sólo sus flores, que empezaban a marchitarse, su ondeante corbata y los negros barros de las carnosas volutas de sus aletas nasales, sino también la sorda vocecilla de un cuco lejano, y el destello de una sofía posándose en el camino, y la recordada impresión de los cuadros (figuras ampliadas de plagas agrícolas, y de barbudos escritores rusos) que colgaban en las aireadas aulas de la escuela del pueblo, que yo había visitado un par de veces: el latido de algún recuerdo absolutamente inconexo (un podómetro que yo había perdido recientemente) surgió liberado de una vecina célula cerebral, y el sabor del tallo de hierba que estaba chupando se mezcló con la nota del cuco y el despegue de la fritilaria, y durante todo este rato tuve generosa y serena conciencia de mi propia multiplicidad de conciencia.

El me sonrió y me hizo una reverencia (a la efusiva manera de los radicales rusos), y dio un par de pasos atrás, y se volvió, y siguió airosamente su camino, y yo volví a tomar el hilo de mi poema. Durante el breve tiempo en el que había estado ocupado en otras cosas, algo parecía haberles ocurrido a las palabras que ya había conseguido enhebrar: no parecían tan lustrosas como antes de la interrupción. Cruzó mi mente cierta sospecha de que quizás estuviese manipulando cosas postizas. Por fortuna, este frío parpadeo de percepción crítica no duró. El fervor que había estado tratando de expresar dominó de nuevo la situación y permitió que su médium volviese a una vida ilusoria. Las filas de palabras a las que pasé revista estaban de nuevo tan relucientes, con sus hinchados pechos y elegantes uniformes, que taché de simple capricho la flaqueza que había percibido por el rabillo del ojo.

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Aparte de enfrentarse a su crédula inexperiencia, cualquier joven versificador ruso tenía que habérselas con un obstáculo especial. A diferencia de lo que ocurría con el rico vocabulario del verso satírico o narrativo, la elegía rusa padecía una grave anemia verbal. Sólo en manos muy expertas podía llegar a trascender sus humildes orígenes, la pálida poesía francesa del siglo XVIII. Ciertamente, una nueva escuela estaba en mis tiempos a punto de romper los viejos ritmos, pero el principiante conservador todavía volvía la vista hacia aquel otro estilo cuando buscaba un instrumento neutral, posiblemente debido a que deseaba que no le apartase de la simple expresión de emociones simples ninguna aventura relacionada con formas arriesgadas. La forma, sin embargo, obtuvo su venganza. Las notablemente monótonas pautas en las que los poetas rusos de comienzos del siglo XIX encorsetaron la maleable elegía, hicieron que ciertas palabras, o tipos de palabras (como los equivalentes rusos de fol amouro langoreux et révant), fuesen emparejadas una y otra vez, y los líricos posteriores no pudieron sacudirse de encima estas fórmulas durante todo un siglo.

Había una de estas fórmulas, especialmente obsesiva, y propia del verso yámbico de entre cuatro y seis pies, consistente en que un adjetivo largo y sinuoso ocupara las primeras cuatro o cinco sílabas de los tres últimos pies del verso. Un buen ejemplo tetramétrico de lo que digo sería ter-pi bes-chis-len-rii-e muki (en-dure in-cal-cu-la-ble tor-ments). Con fatal facilidad, el joven poeta ruso corría el riesgo de resbalar hacia el fondo de este fascinante abismo de sílabas, que si he ilustrado con el ejemplo de ese beschislenriieha sido sólo porque es fácil de traducir al inglés; los términos verdaderamente preferidos eran elementos típicamente elegiacos tales como zadumchiv'ie(meditabundo), utrachenriie(perdido), muchitel'riie(angustiado), y así sucesivamente, todos ellos acentuados en la segunda sílaba. A pesar de ser muy largas, las palabras de este tipo tenían un solo acento propio, y, en consecuencia, el penúltimo acento métrico del verso encontraba una sílaba normalmente desprovista de acento (ni en el ejemplo ruso). Esto producía un agradable deslizamiento, que, sin embargo, era un efecto tan conocido que no podía redimir la trivialidad del significado.

Como inocente principiante, caí en todas las trampas que me tendía el canturreante epíteto. Y no es que no me peleara con él. De hecho trabajé a fondo mi elegía, tomándome toda clase de molestias en cada verso, eligiendo y rechazando, paladeando las palabras en mi boca con esa solemnidad de perdida mirada que es propia del catador de té, y aun así se producía aquella atroz traición. El marco constreñía el cuadro, la cáscara modelaba la pulpa. El trillado ordenamiento de las palabras (verbo corto o pronombre-adjetivo largo-nombre corto) engendraba el trillado desorden de pensamiento, y ciertos versos, como poeta gorestriie gryoii, traducible como «las ensoñaciones melancólicas del poeta», conducían fatalmente a un verso cuyo final en rima tenía que ser roii(rosas) o beryoii(abedules) o grozi(tormentas), de modo que había determinadas emociones que aparecían relacionadas con ciertos ambientes no tanto gracias a un libre acto de la voluntad como a la desteñida cinta de la tradición. Sin embargo, cuanto más cerca estaba mi poema de su conclusión, más seguro me sentía de que lo que yo viera allí iba también a ser visto por los demás. Cuando enfocaba mi vista en un parterrearriñonado (y notaba que un pétalo rosa yacía sobre la marga, y que una pequeña hormiga investigaba su podrido borde) o cuando estudiaba el bronceado diafragma de un tronco de abedul en la zona donde algún matón le había arrancado su delgada y salpimentada corteza, creía en realidad que todo esto sería percibido por el lector a través del velo mágico de mis palabras, por ejemplo, utrachenriie roiio zadumchivoy beryoii. No se me ocurrió entonces que, lejos de ser un velo, aquellas pobres palabras eran tan opacas que, en realidad, formaban un muro en el que lo único que se podía distinguir eran ciertos gastados fragmentos de los poetas mayores y menores que yo imitaba. Años después, en el escuálido suburbio de una ciudad extranjera, recuerdo haber visto una empalizada cuyas tablas habían sido llevadas hasta aquel lugar desde otro en el que, al parecer, fueron utilizadas como valla de un circo ambulante. Un versátil pregonero había pintado en ellas diversos animales: pero quienquiera que hubiese retirado las tablas para después colocarlas otra vez, debió de ser ciego, o loco, porque la valla mostraba ahora solamente partes inconexas de esos animales (algunas de las cuales estaban, además, boca abajo): un anca leonada, una cabeza de cebra, la pata de un elefante.

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En el plano físico, mis intensas labores estaban marcadas por cierto número de confusas acciones y posiciones, tales como caminar, sentarme, tenderme. Cada una de ellas se rompía a su vez en fragmentos carentes de importancia espacial: en la fase andante, por ejemplo, tanto podía estar un momento errando por las profundidades del parque como, al siguiente, recorriendo las habitaciones de la casa. O bien, en la fase sedente, tomaba de golpe conciencia de que un plato de una cosa que ni siquiera recordaba haber probado estaba siendo retirado y que mi madre, con el tic nervioso que estremecía su mejilla izquierda siempre que tenía algún motivo de preocupación, observaba severamente desde su asiento del extremo de la mesa alargada mi melancolía y mi falta de apetito. Alzaba yo entonces la cabeza para responder..., pero la mesa ya había desaparecido, y me encontraba sentado, completamente solo, en un tocón al lado del camino, mientras el palo de mi cazamariposas, con ritmo de metrónomo, trazaba un arco tras otro en la parda arena; arco iris terrestres, en los que las variaciones de la presión de cada giro representaban los diferentes colores.

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