Puedo ver todavía a Mademoiselle pidiéndole, en tono amable pero con un ominoso temblequeo de su labio superior, que le pasara el pan; y, del mismo modo, puedo oír y ver a Lenski seguir tomando, desafrancesada e impávidamente, su sopa; por fin, con un cortante «Pardon, Monsieur», Mademoiselle se lanzaba bruscamente por encima del plato de él, agarraba la cesta del pan, y se enroscaba de nuevo en su asiento con un «Merci!» tan cargado de ironía que las peludas orejas de Lenski se ponían del color de los geranios. «¡El muy bruto! ¡El muy sinvergüenza! ¡El muy nihilista!», sollozaba luego ella en su habitación, que ahora ya no era contigua a la nuestra sino que estaba algo más apartada pero aún en el mismo piso.
Si por casualidad Lenski bajaba trotando la escalera mientras, con una pausa asmática cada diez pasos aproximadamente, ascendía ella penosamente los peldaños (porque el pequeño ascensor hidráulico de nuestra casa de San Petersburgo se negaba, constante y ofensivamente, a funcionar), Mademoiselle afirmaba que Lenski había chocado a posta contra ella, o que la había empujado y derribado, y que nosotros casi habíamos podido verle cuando pisoteaba su postrado cuerpo. Con frecuencia cada vez mayor, Mademoiselle abandonaba la mesa, y el postre que se había perdido le era diplomáticamente enviado a su habitación. Desde su lejano cuarto le escribía entonces una carta de dieciséis hojas a mi madre, la cual, cuando subía apresuradamente a verla, la encontraba dedicada a montar el número de que estaba preparando el equipaje. Hasta que, un día, nadie le impidió que siguiera preparándolo.
7
Mademoiselle regresó a Suiza. Empezó la Primera Guerra Mundial, y luego llegó la Revolución. En los primeros años de la década de los veinte, mucho después de que nuestra correspondencia se desvaneciese, visité Lausana con un compañero de universidad, debido a un casual desplazamiento de mi vida de exiliado, y pensé que podía aprovechar la circunstancia para ir a ver a Mademoiselle, suponiendo que siguiera con vida.
Y así era. Más robusta que nunca, bastante canosa y completamente sorda, me recibió con un tumultuoso estallido de cariño.
En lugar del cuadro del Château de Chillon tenía ahora la imagen de una abigarrada troika. Hablaba fervorosamente de su vida en Rusia, como si aquel país fuera su patria perdida. Y la verdad es que encontré en aquel vecindario toda una colonia de ancianas institutrices suizas. Amontonadas en una constante ebullición de competitivos recuerdos, formaban una pequeña isla situada en medio de un ambiente que ahora les resultaba extraño. La amiga del alma de Mademoiselle era la casi momificada Mlle. Golay, la que fuera ama de llaves de mi madre, tan estirada y pesimista como siempre a sus ochenta y cinco años; siguió viviendo con nuestra familia muchos años después de la boda de mi madre, y su regreso a Suiza sólo había precedido en un par de años al de Mademoiselle, con la que apenas había tenido trato cuando ambas vivían bajo nuestro techo. En nuestro propio pasado siempre nos encontramos como en casa, lo cual explica en parte el amor póstumo de aquellas patéticas damas por un país remoto y, si hay que ser francos, bastante espantoso, que ninguna de las dos había conocido realmente y en el que ni la una ni la otra había estado nunca del todo a gusto.
Como, debido a la sordera de Mademoiselle, no era posible conversar, mi amigo y yo decidimos llevarle al día siguiente el aparato que dedujimos que ella no se podía costear. Al principio no supo colocarse bien aquella cosa tan incómoda pero, en cuanto lo consiguió, volvió hacia mí una mirada de pasmo, húmedo asombro y felicidad celestial. Juró que oía todas las palabras que yo pronunciaba, cada uno de mis murmullos. Cosa que no pudo hacer ya que, como tenía mis dudas, yo no había dicho nada. De haberlo hecho, le hubiera dicho que le diera las gracias a mi amigo, que era quien había pagado el aparato. ¿Era, pues, el silencio lo que oía, aquel Silencio Alpino del que nos había hablado años atrás? En aquel entonces se mentía a sí misma; ahora me mentía a mí.
Antes de partir camino de Basilea y Berlín, una noche neblinosa y fría salí a pasear por la orilla del lago. Llegado a cierto lugar, una solitaria farola diluyó débilmente la oscuridad y transformó la niebla en una llovizna visible. «II pleut tojours en Suisse» era una de aquellas frases sin importancia que, antaño, hacían llorar a Mademoiselle. A mis pies, una onda muy ancha, casi una verdadera ola, y cierta cosa vagamente blanca que estaba unida a ella, atrajeron la atención de mi vista. Cuando me acerqué al borde mismo de la chapaleteante agua, vi de qué se trataba: un viejo cisne, una criatura grande y torpe que recordaba a un dodó, estaba haciendo ridículos esfuerzos por subirse a un bote amarrado. No lo conseguía. Sus pesados e impotentes aleteos, el resbaladizo sonido con que golpeaba las rocas y el cabeceante bote, el brillo de goma arábiga que adquiría el oleaje allí en donde le daba la luz, todo aquello pareció momentáneamente cargado de esa extraña significación que a veces atribuimos en sueños a ese dedo aplicado sobre unos labios mudos que después señala alguna cosa que quien está soñando no tiene tiempo de distinguir antes de despertar sobresaltado. Pero aunque olvidé muy pronto esta lúgubre noche, fue, curiosamente, esa noche, esa imagen compuesta —temblor y cisne y oleaje— la primera que me vino a la mente cuando un par de años más tarde me enteré de la muerte de Mademoiselle. Se había pasado toda la vida sintiéndose desdichada; esta desdicha era su elemento; sólo sus fluctuaciones, sus diversos espesores, le daban la impresión de estar viva, en movimiento. Lo que me preocupa es el hecho de que un sentimiento de desdicha, y nada más, sea insuficiente para formar un alma permanente. Mi enorme y morosa Mademoiselle funciona en la tierra, pero resulta imposible en la eternidad. ¿La he salvado en realidad de la ficción? Justo antes de que el ritmo que oigo titubee y desaparezca, me sorprendo preguntándome si, durante los años en que la traté, no estuve echando terriblemente de menos alguna cosa de ella que era mucho más ella que sus papadas o sus manías o incluso que su francés; algo emparentado quizá con ese último vislumbre que tuve de ella, el radiante engaño que utilizó para conseguir que yo me fuera satisfecho de mi propia amabilidad, o con ese cisne cuya agonía estaba mucho más próxima de la verdad artística que esos pálidos brazos que deja caer la bailarina; algo, en pocas palabras, que pudiera ser apreciado por mí sólo después de que las cosas y los seres más queridos en la seguridad de mi infancia se hubiesen convertido en cenizas o recibido un balazo en el corazón.
Hay un apéndice para la historia de Mademoiselle. Cuando la escribí por vez primera no tenía noticia de ciertas asombrosas supervivencias. Así, en 1960, mi primo de Londres, Peter de Peterson, me contó que su niñera inglesa, que cuando yo la vi en Abbazia, en 1904, me había parecido vieja, tenía más de noventa años y gozaba de buena salud; tampoco sabía que la institutriz de las dos hermanas pequeñas de mi padre, Mlle. Bouvier (posteriormente Mme. Conrad), sobrevivió casi medio siglo a mi padre. Entró al servicio de la familia en 1889 y se quedó durante seis años, y fue la última de una serie de institutrices. Un bonito álbum de recuerdos, con dibujos realizados en 1895 por Ivan de Peterson, el padre de Peter, muestra, en forma de viñetas, varios acontecimientos de la vida en Batovo. Al pie hay una inscripción de mi padre: A celle qui a toujours su se faire aimer et qui ne saura jamais se faire oublier; cuatro pequeños varones de la familia Nabokov añadieron luego sus firmas, y lo mismo hicieron tres de sus hermanas, Natalia, Elizaveta y Nadezhda, así como el esposo de Natalia, su hijito Mitik, dos primas, e Ivan Aleksandrovich Tihotski, el preceptor ruso. Al cabo de sesenta y cinco años, mi hermana Elena descubrió en Ginebra a Mme. Conrad, que estaba viviendo entonces su décimo decenio. La anciana dama, saltándose una generación, confundió ingenuamente a Elena con nuestra madre, la joven de dieciocho años que acostumbraba a llevar a Mlle. Golay de Vyra a Batovo, en aquellos lejanos tiempos cuyos potentes focos encuentran tan numerosos e ingeniosos caminos para alcanzarme.