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¡Qué profundamente ajenas a estas turbadas noches eran aquellas mañanas de San Petersburgo en las que, fiera y tierna, húmeda y deslumbrante, la primavera ártica facturaba lejos de nosotros los bloques de hielo que arrastraba con su corriente aquel Neva tan luminoso como el mar! Esa primavera hacía brillar los tejados. Pintaba la enlodada nieve de las calles de una intensa tonalidad morada del azul que luego no he vuelto a ver en ningún lugar. En aquellos días espléndidos on allait se promener en équipage, una expresión europea corriente en nuestro mundo. Puedo volver a sentir fácilmente la jubilosa sustitución de aquel polushubokacolchado que me llegaba hasta las rodillas —con su caliente cuello de castor—, por la corta chaqueta azul marino con unos botones de latón que llevaban grabada una áncora. En el landó abierto, el valle de una manta de viaje me une a los ocupantes del interesantísimo asiento posterior: la majestuosa Mademoiselle, y el triunfal y enlagrimado Sergey, con quien acabo de tener una pelea en casa. Voy dándole pataditas, de vez en cuando, por debajo de la manta compartida, hasta que Mademoiselle me dice con severidad que pare. Nos deslizamos por delante de los escaparates de Fabergé, cuyas monstruosidades minerales, enjoyadas troikas apoyadas en marmóreos huevos de avestruz, y otros engendros, tan apreciadísimos por la familia imperial, eran para nosotros emblemas de grotesca horterada. Doblan las campanas de las iglesias, la primera mariposa limonera vuela por encima del Arco de Palacio, dentro de un mes regresaremos al campo; y al alzar la vista puedo contemplar, colgando de unas cuerdas tendidas de fachada a fachada, elevadas por encima de la calle, grandes estandartes semitransparentes, tensamente lisos, con tres anchas franjas —rojo pálido, azul pálido y simplemente pálido—, desprovistos por culpa del sol y de las errantes sombras de las nubes de toda conexión demasiado directa con una fiesta nacional, pero que celebran sin duda ahora, en la ciudad del recuerdo, la esencia de ese día primaveral, el crujido del barro, los primeros indicios de las paperas, el rizado pájaro exótico con un ojo inyectado en sangre del sombrero de Mademoiselle.

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Estuvo siete años con nosotros, y sus lecciones fueron haciéndose más aisladas y su carácter empeorando poco a poco. De todos modos, parecía una roca sombríamente duradera en comparación con el flujo y reflujo de institutrices inglesas y preceptores rusos que se sucedieron en nuestra amplia familia. Mademoiselle tenía malas relaciones con todos sus miembros. En verano eran raras las ocasiones en las que éramos menos de quince a la mesa, y cuando, en los cumpleaños, este número aumentaba hasta treinta o más, el asunto de la colocación de los comensales resultaba muy candente para Mademoiselle. Tíos y tías y primos llegaban en esas ocasiones de las fincas vecinas, y venía el médico en su dogcart, y se oía al maestro del pueblo sonándose las narices en el fresco vestíbulo, en donde pasaba de espejo en espejo llevando en la mano su verdoso, húmedo y rumoroso ramito de muguete, o de quebradizos acianos azul celeste.

Si Mademoiselle creía que la habían puesto en un asiento excesivamente apartado hacia uno de los extremos de la enorme mesa, y especialmente si alguna pariente pobre casi tan gorda como ella ( «Je suis une sylphide a côté d'elle», decía Mademoiselle con un despectivo encogimiento de hombros) estaba mejor situada, la ofensa que sentía le hacía torcer el gesto en una sonrisa pretendidamente irónica, y cuando un ingenuo vecino le devolvía la sonrisa, ella sacudía la cabeza de forma brusca, como si acabara de salir de cierta reflexión muy profunda, y decía:

—Excusez-moi, je sonriáis à mes tristes pensées.

Y como si la naturaleza no hubiese querido perdonarle ninguna de las circunstancias que nos hacen especialmente susceptibles, era dura de oído. A veces, sentados a la mesa, los niños captábamos de repente la presencia de un par de lagrimones que se deslizaban por las anchas mejillas de Mademoiselle. «No os preocupéis por mí», decía con su vocecita, y seguía comiendo hasta que las no secadas lágrimas la cegaban; entonces, con un hipo que expresaba lo destrozado que tenía el corazón, se ponía en pie y abandonaba a tientas el comedor. Poco a poco acababa sabiéndose la verdad. La conversación general había girado, por ejemplo, en torno al tema del buque de guerra que comandaba mi tío, y ella había percibido en esto una malévola indirecta contra su Suiza natal, que carecía de Armada. O bien era debido a que imaginaba que cada vez que se hablaba en francés, el juego consistía en impedirle deliberadamente que ella llevara y adornara la conversación. Pobre mujer, siempre tenía unas prisas tan nerviosas por hacerse con el control de cualquier conversación inteligible de sobremesa, antes de que recayera de nuevo en el ruso, que no era de extrañar que, al llegarle el turno de intervención, siempre metiera la pata.

—¿Y su Parlamento, señor, qué tal marcha? —estallaba de golpe y porrazo desde su extremo de la mesa, desafiando a mi padre, que, tras una jornada llena de preocupaciones, no estaba precisamente ansioso por discutir asuntos de estado con una persona singularmente irreal que ni los conocía ni sentía verdadero interés por ellos. Creyendo que alguien había hablado de música, podía por ejemplo borbotear:

—Pero el Silencio también puede ser muy bello. De hecho, una tarde, en un desolado valle de los Alpes, recuerdo haber oído el Silencio.

Esta clase de salidas, sobre todo cuando la sordera empezó a inducirla a contestar preguntas que nadie había formulado, no disparaba los cohetes de una animada causeriesino que solía provocar una dolorosa mudez generalizada.

Aunque, la verdad, su francés era realmente encantador.

¿Hubiera debido importarnos la superficialidad de su cultura, la acritud de su carácter, la trivialidad de su mente, cuando susurraba y centelleaba aquel perlado lenguaje tan suyo, tan inocente de sentido como los aliterativos pecados del pío verso de Racine? Fue la biblioteca de mi padre, y no el limitado saber popular de Mademoiselle, lo que me enseñó a apreciar la poesía auténtica; no obstante, algún elemento de la limpidez y lustre de su verbo ha producido un efecto singularmente vigorizante en mí, a la manera de esas sales efervescentes que se usan para purificar la sangre. Esta es la razón por la que siento tanta tristeza cuando imagino ahora la angustia que debió de sentir Mademoiselle al ver cómo se perdía, cómo se subvaloraba la vocecita de ruiseñor que salía de su cuerpo de elefante. Estuvo con nosotros mucho, demasiado tiempo, confiando obstinadamente en que tarde o temprano ocurriría algún milagro que la transformaría en algo así como Madame de Rambouillet, y le permitiría reunir en torno a sí un dorado y satinado salón de poetas y estadistas congregados por su brillante hechizo.

Y hubiera seguido albergando esas esperanzas de no ser por la llegada de un tal Lenski, un joven preceptor ruso de blanda mirada miope y radicales opiniones políticas, que había sido contratado para que nos impartiera diversas enseñanzas y participara en nuestras actividades deportivas. Había tenido varios predecesores, ninguno de los cuales gustó a Mademoiselle, pero éste fue «le comble», por decirlo con sus propias palabras. Aunque veneraba a mi padre, Lenski no fue capaz de digerir algunos elementos de nuestra vida doméstica, tales como los lacayos y los franceses, que eran según él una convención aristocrática impropia de un hogar liberal. Por otro lado, Mademoiselle llegó a la conclusión de que si Lenski sólo contestaba a sus preguntas a bocajarro con breves gruñidos (que, a falta de un idioma más próximo, él intentaba cargar de acento alemán), no se debía a que no entendiese el francés, sino a que quería insultarla delante de todos.

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