Pero la idea final del escritor expresa otras dos consideraciones diferentes aunque inseparables, la curiosidad artística y la compasión humanitaria:
Lo malo es que no llegué a enterarme, ni jamás llegaré a saber, por qué lloró el pasajero.
El lector sospecha, poco después de haber empezado El hechicero,que la historia no acabará bien, que el cínico y despreciable protagonista recibirá su merecido, y, por si hiciera falta una moraleja patente, basta con esta premonición. Sin embargo, aparte de que en cierto sentido es una historia de terror, también es desde otro punto de vista un relato de intriga: el Destino juega con el loco, frustrando unas veces sus propósitos, facilitándolos otras, o proporcionándole una espeluznante forma de escapatoria; a medida que se desarrollan los acontecimientos, no sabemos aún por qué lado vendrá el desastre, pero notamos cada vez más su inminencia.
El personaje es un soñador como los demás, aunque en este caso se trata de sueños especialmente viles. Por desagradable que nos resulte, no obstante, uno de los niveles más intensos de la narración es el de su introspección, tan objetiva en algunos momentos. Se podría incluso llegar al extremo de decir que la narración consiste en esa introspección; y, por medio de esta introspección llevada a cabo por parte de este protagonista básicamente malvado, Nabokov consigue transmitirnos la compasión, no sólo para con las víctimas, sino también, hasta cierto punto, para con el propio malvado. Cierto anhelo de honestidad brilla de vez en cuando en mitad del obsesivo cinismo del personaje, y provoca en él patéticos intentos de justificación; aunque las líneas fronterizas se disuelven bajo el ímpetu de sus impulsos, no puede dejar de reconocer efímeramente que es un monstruo. Y aunque la mujer con la que contrae matrimonio no sea más que un medio para conseguir un fin repulsivo, y la niña sólo un instrumento para su gratificación, también aparecen otros matices. El punto de vista adoptado por el texto —al igual que otros muchos aspectos de la historia— puede resultar a veces deliberadamente ambiguo, pero el propio loco no deja de comprender, en aturdidos momentos de lucidez, el lado patético tanto de la madre como de la hija. La piedad que le inspira aquélla se transparenta, por medio de una utilización diríase que invertida del ruso, a través de la misma repugnancia a la que tan a menudo se refiere él; y hay un conmovedor momento de piedad cuando la vemos, a través de los ojos del protagonista, como si estuviera preñada «de su propia muerte». En cuanto a la niña, cierto fragmento frágil y honrado del alma del personaje masculino quisiera sentirpor ella un auténtico amor paternal.
Aunque sea un mago maléfico, el hechicero vive parcialmente en un mundo hechizado. Y, tanto si está loco como si no lo está, se percibe a sí mismo, en cierto plano especial, poético, como un rey loco (pues, en cualquier caso, lo que sí sabe es que está loco), un rey que a veces nos recuerda a esos otros monarcas solitarios de Nabokov, relacionados temáticamente con éste; también es algo así como un lascivo rey Lear que viviera recluido, como los de los cuentos de hadas, junto al mar y junto a su «pequeña Cordelia», a quien, por un pasajero instante, imagina como una inocente hija a la que él ama inocentemente. Pero, como siempre, lo paternal se ensombrece enseguida para convertirse en infernal, y su parte de fiera le sumerge en una fantasía paidofílica tan intensa que sus consecuencias hacen que la mujer que ocupaba el mismo compartimiento del tren lo abandone para irse a otro.
En dolorosos momentos de introspección reconoce a la fiera y trata de vencerla por la sola fuerza de su voluntad. Unas imágenes ingeniosamente adecuadas se van repitiendo hasta formar un contrapunto de animalidad: la hiena en la higiene; los tentáculos onanísticos; la risa del lobo en lugar de la pretendida sonrisa; el relamerse los labios de sólo pensar en su presa indefensa y dormida; todo el leitmotiv del Lobo a punto de devorar a su Caperucita Roja, donde ni siquiera falta el horripilante eco final. Esta oscura fiera que guarda dentro de sí, esta bestia negra, tiene que ir siendo construida a través de las percepciones que implícitamente tiene el personaje de sí mismo, y, en sus momentos de racionalidad, es lo que más teme el Hechicero; así, sorprendiéndose a sí mismo en una sonrisa abstraída, postula, con una esperanza tan patética como débil, que «sólo los seres humanos son capaces de estar abstraídos» y que por lo tanto también él podría no ser al fin y al cabo sino humano.
Es notable la estratificación de la historia a través de sus imágenes de doble y triple fondo. Es cierto, en un sentido, que algunos pasajes delicados son más explícitos que en ninguna otra obra de Nabokov. Pero también hay momentos en los cuales la corriente subterránea de lo sexual no es más que la reluciente faceta de un símil o el momentáneo descarrilamiento de un tren de ideas que avanza en pos de un destino completamente diferente. Ya es sabido que, con frecuencia, en Nabokov aparecen múltiples niveles y sentidos. Pero el hilo que enhebra aquí es fino como la hoja de una navaja, y el virtuosismo se ejerce en la deliberada vaguedad de los elementos verbales y visuales cuya suma produce esta compleja e indefinible, pero absolutamente precisa, unidad de comunicación.
A veces el autor utiliza un tipo análogo de ambigüedad, cuyos fines y síntesis son de nuevo expresión exacta de un concepto complejo, para transmitir los pensamientos que concurren —y entran en conflicto — en el cerebro del protagonista. Como ejemplo límpido de aquello a lo que me estoy refiriendo, permítaseme citar un fragmento cuyas paradojas, a primera vista, desafían por igual al lector y al traductor, pero que, cuando se contemplan de modo que el principio de selectividad no cierre la aguja que da paso a ciertas vías de pensamiento que circulan paralelamente a la que al principio parece ser la vía principal, nos regalan con una totalidad cristalina cuyas dimensiones son mayores que la simple suma de las partes que la integran; la receptividad abierta que hace falta aquí, y que quizá supondría la derrota para textos más convencionales, es comparable a la que un oído sensible dedicaría a un contrapunto de Bach o a las texturas temáticas de Wagner, o a la que una mirada testaruda le impondría a un cerebro recalcitrante cuando su poseedor se da cuenta de que los mismos elementos de un dibujo engañoso pueden ser vistos como, por ejemplo, un mono mirando tristemente el exterior desde su lado de los barrotes de la jaula, y una pelota que rebota, lejos de todo alcance, por entre los reflejos del ocaso, en las repetitivas ondulaciones de un mar azul.
El protagonista, en lugar de enfrentarse a sus odiosas obligaciones nupciales, ha salido a rondar en plena noche. Ha considerado diversas posibilidades que le permitirían librarse de su recién adquirida, pero ya superflua, esposa, que se encuentra prometedoramente enferma, pero cuya existencia le aparta ,momento a momento, de la niña que desea. Se le ha ocurrido usar veneno, ha entrado, presumiblemente, en una farmacia, quizás haya llegado a comprarlo. A su regreso ve una línea de luz bajo la puerta de la «querida difunta», y se dice a sí mismo «Charlatanes... Habrá que atenerse a la versión original». Las ideas concurrentes podrían ser resumidas en esta lista:
Siente una decepción al ver que ella no se ha dormido.