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—Lo sé por dos fuentes de información (una era Beuret, y la otra el presunto informador de Beuret) —dijo Yanovsky, y bajó tanto la voz que el Latinista tuvo que agacharse y acercar su oreja cubierta de una blanca pelusilla.

—Yo oí otra versión —dijo el Latinista, irguiéndose despacio—. Les cogieron cuando intentaban cruzar la frontera. Uno de los ministros, cuya identidad se desconoce, fue ejecutado en el acto; pero a... —y bajó la voz al nombrar al ex presidente del Estado— se lo llevaron y lo metieron en la cárcel.

—No, no —dijo Yanovsky—. Nada de ministros. Sólo él. Como el Rey Lear.

—Sí; así estará bien —dijo el doctor Azureus, con sincera satisfacción, al doctor Alexander, que había corrido algunas de las sillas y traído unas cuantas más, de modo que, como por arte de magia, la estancia había adquirido el equilibrio necesario.

El gato saltó del piano y salió pausadamente, rozando de pasada, en un momento de locura, la pernera del pantalón a rayas de Gleeman, que estaba ocupado en mondar una manzana «Bervok» de color rojo oscuro.

Orlik, el Zoólogo, estaba de espaldas a los reunidos, examinando atentamente, a varios niveles y desde diversos ángulos, el lomo de los libros colocados en los estantes de detrás del piano, sacando de vez en cuando alguno que no tenía título visible, y devolviéndolo apresuradamente a su sitio: todos eran unos tostones, escritos en alemán: poesía alemana. Estaba fastidiado, y tenía una numerosa y ruidosa familia en casa.

—En esto, discrepo de ambos —decía el profesor de Historia Moderna—. Mi cliente nunca se repite. Al menos cuando mi gente espera ansiosamente que se produzca la repetición. En realidad, Clío sólo puede repetirse inconscientemente. Porque tiene muy mala memoria. Como ocurre con tantos fenómenos de tiempo, las combinaciones recurrentes sólo son perceptibles como tales cuando ya no pueden afectarnos, cuando están aprisionadas, por decirlo así, en el pasado, que es el pasado precisamente porque está desinfectado. Tratar de plasmar nuestro mañana con ayuda de los datos suministrados por nuestro ayer, significa ignorar el elemento básico del futuro, que es su total inexistencia. Confundimos la vertiginosa carrera del presente hacia este vacío con un movimiento racional.

—Puro krugismo —murmuró el profesor de Economía.

—Permítanme un ejemplo —prosiguió el Historiador, sin advertir la observación—: sin duda podemos descubrir, en el pasado, ocasiones que tienen cierto paralelismo con nuestro propio período, ocasiones en que la bola de nieve de una idea fue empujada y empujada por las manos enrojecidas de unos colegiales, y se hizo más y más grande, hasta convertirse en un hombre de nieve con un sombrero ladeado y una escoba colocada de cualquier manera debajo del sobaco..., y entonces, de pronto, pestañearon los ojos perplejos, la nieve se convirtió en carne, la escoba se transforma en un arma, y un tirano de cuerpo entero decapitó a los muchachos. Oh, sí, otros parlamentos o senados fueron derribados antes de ahora, y no es ésta la primera vez que un hombre oscuro y desagradable, pero maravillosamente obstinado, se ha abierto camino hasta las entrañas de un país. Pero, a los ojos de los que observan estos acontecimientos y quisieran preservarlos, el pasado no brinda ninguna clave, ningún modus vivendi, y ello por la sencilla razón de que él mismo no lo tenía cuando saltó el borde del presente y cayó en el vacío que, en definitiva, tenía que llenar.

—Si fuese así —dijo el profesor de Teología—, volveríamos al fatalismo de las naciones inferiores y desconoceríamos los miles de pasadas ocasiones en que la capacidad de razonar, y de actuar en consecuencia, demostró ser más beneficiosa de lo que habrían sido el escepticismo y la sumisión. Su académico desprecio por la Historia aplicada sugiere, más bien, su vulgar utilidad, amigo mío.

—Oh, yo no hablaba de sumisión ni de nada por el estilo. Esto es una cuestión ética que cada cual debe resolver según su propia conciencia. Me limitaba a refutar su afirmación de que la Historia podría predecir lo que Paduk dirá o hará mañana. No puede haber sumisión, porque el mero hecho de que nosotros discutamos estos asuntos implica curiosidad, y la curiosidad es, a su vez, insubordinación en su forma más pura. Y hablando de curiosidad, ¿pueden ustedes explicarme el extraño cariño de nuestro rector por ese sonrosado caballero de allá abajo..., el amable caballero que nos ha traído aquí? ¿Cómo se llama? ¿Quién es?

—Uno de los ayudantes de Maler, según creo; un trabajador de laboratorio o algo parecido —dijo Economía.

—Y el curso pasado —dijo el Historiador— vimos a un balbuciente imbécil elevado misteriosamente a la cátedra de Paidología, porque daba la casualidad de que tocaba el indispensable contrabajo. En todo caso, ese hombre debe ser el mismísimo diablo en cuanto a persuasión, ya que ha conseguido hacer venir a Krug.

—¿No emplearía —preguntó el profesor de Teología, con ligerísima expresión taimada—, no emplearía, de algún modo, la sonrisa de la bola de nieve y la escoba del hombre de nieve?

—¿Quién? —preguntó el Historiador—. ¿Quién la empleó? ¿Aquel hombre?

—No —dijo el profesor de Teología—. El otro. Aquel que era tan difícil de pillar. Es curioso que, con las ideas que expresó hace diez años...

Fueron interrumpidos por el rector, que se había plantado en medio de la estancia, reclamando atención y dando unas ligeras palmadas.

La persona cuyo nombre acababa de mencionarse, el profesor Adam Krug, el filósofo, estaba sentado un poco apartado de los demás, arrellanado en un sillón tapizado de cretona, con las velludas manos sobre los brazos de éste. Era un hombre alto y corpulento, de poco más de cuarenta años, de desaliñados, polvorientos —o ligeramente grises— cabellos, y con unas facciones toscamente talladas, propias de un rudo maestro de ajedrez o de un malhumorado compositor, pero más inteligentes. La firme, compacta y nublada frente tenía ese aspecto hermético particular (¿caja fuerte de Banco?, ¿muro de cárcel?) que presenta el rostro de los pensadores. El cerebro estaba compuesto de agua, varios compuestos químicos y un grupo de grasas sumamente especializadas. Los pálidos ojos acerados estaban medio cerrados en sus órbitas de cuadrada apariencia, bajo las hirsutas cejas que los habían protegido antaño de los venenosos excrementos de pájaros extintos —hipótesis de Schneider. Las orejas eran de buen tamaño, con pelos en su interior. Dos profundos pliegues de carne divergían desde la nariz a lo largo de las grandes mejillas. Llevaba un arrugadísimo traje oscuro y una corbata de lazo, siempre la misma, de color violeta de hisopo, con (puro blanco en la muestra, aquí Isabella) topos interneurales y una tullida ala posterior izquierda. El cuello, menos reciente, era de la variedad baja y abierta, a saber, dejando un cómodo espacio triangular para la nuez de su propio nombre. Unos zapatos de suela gruesa y unos botines negros y anticuados eran las características distintivas de sus pies. ¿Qué más? ¡Ah, sí...! El distraído repiqueteo de su dedo índice sobre el brazo del sillón.

Debajo de esta superficie visible, una camisa de seda envolvía su robusto torso y sus cansadas caderas. La camisa estaba profundamente embutida en los calzoncillos largos, introducidos a su vez en los calcetines; sabía que se rumoreaba que no llevaba estos últimos (de aquí los botines), pero no era verdad; en realidad, eran unos calcetines de seda color de espliego, bastante caros.

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