—Voy a encerrar el coche y en seguida estoy con ustedes —dijo el doctor Alexander, con una tosecilla.
Un mendigo con pinta de italiano, vestido de harapos pintorescos, que había exagerado la nota gracias a un agujero particularmente dramático en un sitio donde normalmente no hubiese debido haber ninguno —el fondo de su expectante sombrero—, estaba plantado allí, temblando de fiebre, como era debido, a la luz del farol de la puerta de entrada. Cayeron tres monedas de cobre consecutivas... y todavía deben estar cayendo. Cuatro silenciosos profesores subieron juntos la escalera rococó.
Pero no tuvieron necesidad de tocar el timbre, ni el picaporte, ni nada, pues la puerta del rellano más alto fue abierta de par en par, para recibirles, por el prodigioso doctor Alexander, que ya estaba allí, quizá por haber subido disparado por alguna escalera posterior especial, o por medio de una de aquellas cosas imparables que yo solía emplear para elevarme desde la torcida noche del Keeweenawatin y los horrores de la Revolución Laurentiana, a través de la Provincia de Perm, llena de vampiros, a través de Primitivo Reciente, Ligeramente Reciente, No Tan Reciente, Completamente Reciente, Más Reciente. Aún... ¡caliente, caliente...! hasta mi número de habitación en mi piso de hotel en un remoto país, arriba, arriba, en uno de aquellos ascensores express gobernados por las delicadas manos —las mías, en foto negativa— de unos hombres de piel oscura, estómago hundido y corazón ascendente, que nunca llegaban al Paraíso, porque el paraíso no es un ático; y, surgiendo de las profundidades del bifurcado pasillo, llegó a paso vivo el rector Azureus, con los brazos abiertos, anticipando una reverencia con sus marchitos ojos azules, temblando el arrugado labio superior...
«Sí, claro..., qué estúpido soy», pensó Krug, el círculo dentro de Krug, un Krug dentro de otro.
CAPITULO IV
La manera que tenía el viejo Azureus de recibir a la gente era una rapsodia silenciosa. Inclinándose extáticamente, lentamente, tiernamente, tomaba la mano de uno entre sus suaves palmas, y la conservaba así, como si fuese un tesoro largo tiempo buscado, o un gorrión todo pelusa y corazón, en un húmedo silencio, mirándolo entretanto a uno con sus reverentes arrugas más que con sus ojos, y entonces, muy despacio, la sonrisa de plata empezaba a disolverse, las tiernas y viejas manos aflojaban gradualmente su apretón, una expresión vacía sustituía a la ferviente luz de su pálido y frágil semblante, y se apartaba de uno como si se hubiese equivocado, como si, n fin de cuentas, no fuese uno la persona amada..., la persona amada a la cual descubriría un momento después en otro rincón, y volvería a resplandecer la sonrisa, y sus manos envolverían de nuevo al gorrión, y de nuevo se desvanecería todo.
Una veintena de eminentes representantes de la Universidad, algunos de ellos recientes pasajeros del doctor Alexander, estaban de pie o sentados en el espacioso y más o menos brillante salón (no todas las lámparas estaban encendidas bajo los verdes cúmulos y los querubines del techo), y tal vez media docena más coexistían en el contiguo mussikisha(salón de música), pues el viejo caballero era un mediano arpista á ses heures y le gustaba formar tríos, con él como hipotenusa, o invitar a algún músico realmente grande para que hiciese cosas en el piano, después de lo cual, dos doncellas y su hija soltera, que olía vagamente a agua de Colonia y claramente a sudor, repartían unos bocadillos pequeñísimos y no sobreabundantes, y algunos bouchées triangulares que, según creía ardientemente, tenían un propio encanto especial, debido a su forma. Esta noche, en vez de estas golosinas, había té y bizcochos duros; y un gato de color de concha de tortuga (acariciado alternativamente por el profesor de Química y por Hedron, el Matemático) yacía sobre el negro y brillante «Bechstein». Al contacto de hoja seca de la mano eléctrica de Gleeman, el gato se hinchó como leche al hervir e inició un fuerte ronroneo; pero el pequeño medievalista estaba distraído y se alejó. Economía, Teología e Historia Moderna estaban, de pie, charlando, cerca de una de las ventanas cubiertas con pesadas cortinas.
Una corriente fina, pero virulenta, se percibía a pesar del cortinaje. El doctor Alexander se había sentado a una mesita, había trasladado cuidadosamente a su esquina noroccidental los objetos que había encima de ella (un cenicero de cristal, un burrito de porcelana con cestas para las cerillas, una cajita que imitaba un libro) y estaba repasando una lista de nombres, tachando algunos de ellos con un lápiz de punta increíblemente afilada. El rector estaba inclinado encima de él, con una mezcla de curiosidad y preocupación. De vez en cuando, el doctor Alexander interrumpía su examen, y su mano desocupada acariciaba cuidadosamente los lisos y rubios cabellos de su nuca.
—¿Qué hay de Rufel? (Ciencias Políticas) —preguntó el rector—. ¿No pudo usted encontrarle?
—No estaba disponible —respondió el doctor Alexander—. Por lo visto, lo detuvieron. Por su propia seguridad, me han dicho.
—Esperemos que sea así —dijo el viejo Azureus, pensativamente—. Bueno, qué se le va a hacer. Supongo que podemos empezar.
Edmond Beuret, poniendo en blanco sus grandes ojos castaños, estaba contando a un hombre gordo y flemático (Dramática) el chocante espectáculo que había presenciado.
—Oh, sí —dijo Dramática—. Los estudiantes de Arte. Estoy enterado de todo esto.
— Ils ont du toupet pourtant—dijo Beuret.
—O simple terquedad. Cuando los jóvenes se agarran a la tradición, lo hacen con el mismo ardor que muestran los hombres más maduros en demolerla. Irrumpieron en el Klumba («Palomar» un famoso teatro), ya que todos los salones de baile estaban cerrados. Perseverancia.
—¿Dicen que el Parlaminty el Zud(Palacio de Justicia) están todavía ardiendo? —dijo otro profesor.
—Ha oído usted mal —contestó Dramática—, porque no estamos hablando de esto, sino del triste caso de la Historia impidiendo un baile anual. Los chicos encontraron un depósito de velas y bailaron en el escenario —siguió diciendo, volviéndose de nuevo a Beuret, el cual permanecía en pie, sacando la barriga y con ambas manos hundidas en los bolsillos del pantalón—. Ante una casa vacía. Una escena que tiene algunos lindos matices.
—Creo que podemos empezar —dijo el rector, acercándose a ellos y pasando a través de Beuret como un rayo de luna, para ir a avisar a otro grupo.
—Entonces, es admirable —dijo Beuret, viendo de pronto la cosa bajo una luz distinta—. Espero que los pauvres gossesse divirtiesen.
—La Policía los dispersó hace cosa de una hora —contestó Dramática—. Pero supongo que fue divertido mientras duró.
—Creo que podremos empezar dentro ds un momento —dijo el rector, en tono confiado, pasando de nuevo junto a ellos.
Desaparecida su sonrisa hacía rato, crujiendo débilmente sus zapatos, se deslizó entre Yanovsky y el Latinista, y dijo que sí con la cabeza a su hija, la cual le mostraba disimuladamente un cuenco de manzanas desde la puerta.