El encargo de Catalina Ivanovna lo condujo a la calle del Lago, y su hermano vivía precisamente en una callejuela vecina. Aliocha decidió pasar primero por casa de Dmitri, aunque presumía que estaría ausente. Sospechaba que su hermano huía de él, pero se dijo que había que encontrarlo a toda costa. El tiempo pasaba. La idea de que el staretsse estaba muriendo no se había apartado de él ni un instante desde que había salido del monasterio.
En el relato de Catalina Ivanovna había un detalle que le interesaba extraordinariamente. Cuando la joven había hablado de un colegial, hijo del capitán, que había acudido llorando al lado de su padre, Aliocha había tenido repentinamente la ocurrencia de que este muchacho era el mismo que le había mordido en un dedo cuando él le preguntó en qué le había ofendido. Ahora estaba casi seguro de que no se equivocaba, aunque ignoraba por qué. Estas preocupaciones inexplicables desviaron su atención, y Aliocha decidió no volver a pensar en el mal que acababa de hacer y obrar en vez de atormentarse con el arrepentimiento. Esta idea le devolvió el coraje. Al entrar en la calleja donde vivía Dmitri notó que tenía apetito y sacó del bolsillo el panecillo que había tomado de la mesa de su padre. Se lo comió sin dejar de andar y se sintió reconfortado.
Dmitri no estaba. Los dueños de la casita —un viejo carpintero, su mujer y su hijo— miraron a Aliocha con desconfianza.
—Hace ya tres días que pasa las noches fuera de casa —dijo el carpintero respondiendo a las preguntas de Alexei—. No debe de estar en la ciudad.
Aliocha comprendió que el carpintero se había limitado a repetir lo que Dmitri le había pedido que dijese. Con deliberada franqueza, Alexei preguntó si Dmitri no estaría en casa de Gruchegnka o escondido en la de Foma, y observó que todos le miraban con inquietud. Entonces pensó: «Lo quieren, puesto que lo ayudan. Más vale así.»
Al fin encontró en la calle del Lago la casa de la señora de Kalmykov, pequeño edificio que se caía de viejo, con tres ventanas que daban a la calle y un patio sucio, por el que se paseaba una vaca. Del patio se pasaba al vestíbulo. A la izquierda habitaba la vieja propietaria con su hija, también entrada en años. Las dos eran sordas, como Alexei pudo comprobar. Cuando Aliocha hubo repetido varias veces la pregunta de dónde vivía el capitán, una de las mujeres comprendió al fin que el joven preguntaba por los inquilinos y le señaló con el dedo una puerta que daba paso a la mejor habitación de la isba. En esta pieza consistía toda la vivienda del capitán. Ya iba a abrir Aliocha la puerta, cuando se detuvo, sorprendido por el gran silencio que reinaba en el interior. Sin embargo, el capitán tenía familia, según le había explicado Catalina Ivanovna. Alexei pensó: «Sin duda, están todos durmiendo. También puede ser que me hayan oído y estén esperando que abra la puerta. Será mejor que llame antes.» Llamó y, al cabo de unos diez segundos, se oyó una áspera voz varonil.
—¿Quién es?
Aliocha abrió la puerta, franqueó el umbral y se encontró en una sala bastante espaciosa pero obstruida por un crecido número de personas y de trapos. A la izquierda, en primer término, había una gran estufa rusa. De ésta a la ventana de la izquierda habían tendido una cuerda que cruzaba toda la habitación y de la que pendían una serie de andrajos. A cada lado de la habitación había una cama con cubiertas de punto. Sobre una de ellas, la de la izquierda, se veían cuatro almohadas sobrepuestas, cada una más pequeña que la de abajo. En la cama de la derecha sólo había una almohada de escasas dimensiones. Más allá, una cortina —una simple tela— que colgaba de una cuerda tendida en el ángulo, aislaba el reducido espacio de un rincón. Detrás de esta cortina había un banco y una silla que hacían las veces de cama. Cerca de la ventana central había una mesa rústica, de forma cuadrada. Las tres ventanas, de vidrios empañados y revestidos de un moho verdoso, estaban cerradas herméticamente, y la atmósfera era asfixiante en la habitación sumida en la penumbra. En la mesa había una sartén con restos de huevos fritos, una rebanada de pan a la que faltaba un trozo y una botella de medio litro en la que quedaba un poco de aguardiente.
Al lado de la cama de la izquierda, sentada en una silla, había una mujer de aspecto distinguido, que llevaba un vestido de indiana. Era delgada en extremo y su rostro enjuto y pálido evidenciaba la falta de salud. Pero lo que más sorprendió a Aliocha de ella fue la mirada de sus grandes y oscuros ojos, interrogadora y arrogante a la vez. De pie al lado de la ventana de la izquierda había una joven de rostro antipático y cabellos ralos y rojos, que vestía pobremente aunque con gran pulcritud. Esta muchacha se había limitado a dirigir a Aliocha una mirada rápida y despectiva. A la derecha, sentada cerca de la cama, había otra mujer joven, una pobre criatura de unos veinte años, jorobada e inválida, de pies inertes, como le explicaron enseguida a Aliocha. Se veían sus muletas en un rincón, entre la cama y la pared. Los magníficos ojos de la pobre muchacha se posaron dulcemente en Aliocha.
Sentado a la mesa y dando fin a una tortilla había un hombre de unos cuarenta y cinco años, de pequeña talla y débil constitución, delgado, de pelo rojo y cuya barba rala tenía gran semejanza con un estropajo. Esta comparación, y sobre todo la palabra «estropajo», acudieron a la mente de Aliocha apenas fijó la vista en el comensal. Sin duda, era él quien había contestado a la llamada de Aliocha, pues no había otro hombre en la habitación. Cuando Alexei entró, el personaje se levantó de súbito, se limpió la boca con una servilleta agujereada y fue al encuentro del visitante.
—Un monje que pide para su monasterio. ¡A buen sitio viene! —dijo la muchacha que estaba en el rincón de la izquierda.
El hombre que había avanzado hacia Aliocha giró sobre sus talones y replicó con voz contenida:
—No, Varvara Nicolaievna; no viene a eso; te has equivocado. —Y volviéndose de nuevo hacia el visitante, le preguntó—: ¿Qué le trae a este retiro?
Aliocha le observó atentamente. Este hombre al que vela por primera vez tenía un algo de punzante irritación. Estaba ligeramente bebido. Su rostro reflejaba un descaro connatural y, al mismo tiempo —cosa extraña—, una evidente cobardía. Se veía en él al hombre que vivía desde hacía mucho tiempo en una sujeción forzosa y estaba ávido de hacer de las suyas, o, mejor todavía, a un hombre que ardía en deseos de golpearnos, aunque temiendo nuestros golpes. En sus expresiones y en el tono hiriente de su voz se percibía un humor extraño, unas veces maligno, otras tímido, intermitente y desigual. Había pronunciado la palabra «retiro» temblando, con los ojos muy abiertos y acercándose tanto a Aliocha, que éste dio maquinalmente un paso atrás. Llevaba un abrigo de algodón, de color oscuro, en pésimo estado, lleno de manchas y remiendos. Sus pantalones a cuadros, de un color muy claro en desuso desde hacía mucho tiempo, de una tela delgadísima y arrugada en los bajos, se le habían encogido de tal modo, que le daban el aspecto de un muchacho que había crecido.
—Soy Alexei Karamazov —repuso Aliocha.
—Ya lo sé —dijo el extraño individuo, demostrando que conocía la identidad del visitante—. Yo soy el capitán Snieguiriov. Pero lo importante es saber a qué ha venido.