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Grigori se puso de parte de su amo y procedió con toda energía: no sólo le defendió contra cualquier insinuación, sino que disputó acaloradamente y consiguió hacer cambiar de opinión a muchos.

—La falta ha sido de ella —decía—, y su seductor fue Karp.

Así se llamaba un delincuente peligrosísimo que se había fugado de la cárcel del distrito y que se había refugiado en nuestra ciudad.

La suposición pareció lógica a todos. Se recordaba que Karp había rondado por la población aquellas noches y desvalijado a tres personas.

Esta aventura y estos rumores, lejos de desviar de la pobre idiota las simpatías de la población, le atrajeron una más viva solicitud. Una tendera rica, la viuda de Kondratiev, decidió tenerla en su casa a fines de abril, para que diera a luz. La vigilaban estrechamente. A pesar de ello, una tarde, la del día del parto, Isabel se escapó de casa de su protectora y fue a parar al jardín de Fiodor Pavlovitch. ¿Cómo había podido, en el estado en que se hallaba, saltar la alta empalizada? Esto fue siempre un enigma. Unos aseguraban que alguien la había llevado allí; otros veían en ello la intervención de un poder sobrenatural.

Al parecer, esto ocurrió de un modo natural, aunque el ingenio ayudó a la infeliz. Isabel, acostumbrada a salvar los vallados para entrar en las huertas donde pasaba las noches, consiguió trepar a lo alto de la empalizada y desde allí saltar al jardín, aunque hiriéndose.

Al ver a Isabel en el invernadero, Grigori corrió en busca de su mujer para que le prestara los primeros cuidados, y después fue a llamar a una comadrona que vivía cerca. El niño se salvó, pero la madre murió al amanecer. Grigori cogió en brazos al recién nacido, lo llevó al pabellón y lo depositó en el regazo de su mujer.

—He aquí —le dijo— un hijo de Dios, un huérfano que nos tendrá a nosotros por padres. Es nuestro difunto hijo quien nos lo envía. Ha nacido de Satanás y de una mujer justa. Aliméntalo y no llores más.

Marta crió al niño. Fue bautizado con el nombre de Pavel, al que todo el mundo, empezando por sus padres adoptivos, añadió Fiodorovitch como patronímico. Fiodor Pavlovitch no puso obstáculos, e incluso le pareció agradable todo esto, aunque desmintió enérgicamente su paternidad. Se aprobó que hubiera acogido al huérfano, al cual dio más adelante, como nombre de familia, el de Smerdiakov, derivado del sobrenombre de su madre. Al principio de nuestro relato, Smerdiakov servía a Fiodor Pavlovitch como criado de segunda y habitaba en el pabellón, al lado del viejo Grigori y de la vieja Marta. Tenía el empleo de cocinero. Merecería que le dedicara un capítulo entero, pero no me atrevo a contener demasiado tiempo la atención del lector sobre los sirvientes y continúo mi narración, con la esperanza de que en el curso de ella el tema Smerdiakov vuelva a presentarse de un modo natural.

CAPITULO III

Confesión de un corazón ardiente. En verso

Al oír la orden que le había dado a gritos su padre desde la calesa en el momento de partir del monasterio, Aliocha estuvo unos instantes inmóvil y profundamente perplejo. Al fin, sobreponiéndose a su turbación, se dirigió a la cocina del padre abad para procurar enterarse de la conducta de Fiodor Pavlovitch. Después se puso en camino, con la esperanza de resolver durante el trayecto un problema que le atormentaba. Digámoslo enseguida: los gritos de su padre ordenándole que dejara el monasterio llevándose el colchón y las almohadas no le inspiraban inquietud alguna. Comprendía perfectamente que esta orden, proferida a gritos y haciendo grandes ademanes, era hija de un arrebato y que su padre se la había dado para la galería, por decirlo así. Era el mismo caso de uno de nuestros conciudadanos que, no hacía mucho, al celebrar su cumpleaños y excederse en la bebida, se enfureció porque no querían darle más vodka y, en presencia de sus invitados, empezó a destrozar la vajilla, a rasgar sus ropas y las de su mujer, a romper muebles y cristales. Obró para la galería, y al día siguiente, una vez curado de su embriaguez, se arrepintió amargamente a la vista de las tazas y los platos rotos. Aliocha estaba seguro de que su padre le dejaría regresar al monasterio tal vez aquel mismo día. Es más, tenía el convencimiento de que el buen hombre no le ofendería jamás; de que ni él ni nadie en el mundo no sólo no querrían ofenderle, sino que no podrían. Esto era para él un axioma definitivamente admitido y sobre el cual no cabía la menor duda.

Pero en aquellos momentos le mortificaba otro temor de un orden completamente distinto, un temor agravado por el hecho de que se sentía incapaz de definirlo: el temor a una mujer, a aquella Catalina Ivanovna, que en la carta que le había enviado aquella mañana por medio de la señora de Khokhlakov tanto insistía en que fuera a verla. Esta petición y la necesidad de acatarla le producían una impresión dolorosa, que se había intensificado sin cesar en las primeras horas de la tarde, a pesar de las escenas desarrolladas en el monasterio. Su temor no procedía de que ignoraba lo que aquella mujer quería de él. No era la mujer lo que temía en ella. Desde luego, conocía poco a las mujeres, pero había vivido entre ellas desde su más tierna infancia hasta su llegada al monasterio. Sin embargo, desde su primera entrevista había experimentado una especie de terror al encontrarse frente a aquella mujer. La había visto dos o tres veces a lo sumo y sólo había cambiado con ella unas cuantas palabras. La recordaba como una bella muchacha imperiosa y llena de orgullo. No era su belleza lo que le atormentaba, sino otra cosa que no podía definir, y esta impotencia para explicarse su terror lo acrecentaba. El fin que ella perseguía era sin duda de los más nobles: se proponía salvar a Dmitri, que había cometido una falta con ella, y procedía así por pura generosidad. Pero, a pesar de la admiración que despertaba en él esta nobleza de sentimientos, notaba como una corriente de hielo en la espalda mientras se iba acercando a casa de la joven.

Se dijo que no encontraría con ella a Iván, su íntimo amigo, entonces retenido por su padre. Tampoco Dmitri podía estar en casa de Catalina Ivanovna, por razones que presentía. Por lo tanto, conversarían a solas. Aliocha habría deseado ver antes a Dmitri, para cambiar con él algunas palabras sin mostrarle la carta. Pero Dmitri vivía lejos y, sin duda, no estaba en su casa en aquel momento. Tras unos instantes de reflexión y una señal de la cruz prematura, sonrió misteriosamente y se dirigió con resolución a casa de la temida joven.

Conocía esta casa. Pero, pasando por la Gran Vía para después atravesar la plaza, etcétera, habría tardado demasiado en llegar. Sin ser una gran población, nuestra ciudad estaba muy dispersa y las distancias eran considerables. Además, su padre se acordaría seguramente de la orden que le había dado y, si tardaba en aparecer, sería capaz de hacer de las suyas. Por lo tanto, había que apresurarse. En vista de ello, Aliocha decidió abreviar, yendo por atajos. Conocía perfectamente todos aquellos pasos. Atajar significaba pasar junto a cercados desiertos, franquear algunas vallas, atravesar patios donde se encontraría con conocidos que le saludarían. Así podría ahorrar la mitad del tiempo. Llegó un momento en que tuvo que pasar cerca de la casa paterna, junto al jardín contiguo al de su padre, jardín que pertenecía a una casita de cuatro ventanas, bastante deteriorada e inclinada hacia un lado. Esta casucha pertenecía a una vieja desvalida, que la habitaba con su hija. Hasta no hacía mucho, la joven había estado sirviendo como camarera en la capital, en casa de una encopetada familia. Había vuelto al hogar hacía un año, a causa de la enfermedad de su madre, luciendo elegantes vestidos. Estas dos mujeres habían quedado en la mayor miseria e iban diariamente, como vecinas, en busca de pan y sopa a la cocina de Fiodor Pavlovitch. Marta Ignatievna las recibía amablemente. Lo chocante era que la joven, a pesar de tener que ir a pedir un plato de sopa, no había vendido ninguno de sus vestidos. Uno de ellos, incluso tenía una larga cola. Aliocha estaba enterado de esto por su amigo Rakitine, al que no se le escapaba nada de lo que ocurría en nuestra pequeña ciudad. Pero Aliocha lo había olvidado enseguida. Ahora, al llegar ante aquel jardín, se acordó del vestido de cola y levantó al punto la cabeza, pues iba pensativo y con la vista en el suelo. Entonces vio lo que menos esperaba ver. Detrás de la valla, de pie sobre un montículo y mostrando su busto, estaba su hermano Dmitri, que trataba de atraer su atención con grandes ademanes. Dmitri procuraba no sólo no gritar, sino ni siquiera decir palabra, por temor de que le oyeran. Aliocha corrió hacia la valla.

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