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—Mamá —le dijo Nina—, dale un beso y bendícelo.

Pero la madre siguió moviendo la cabeza como una autómata, sin decir palabra, con el rostro transfigurado por el dolor y golpeándose el pecho con el puño.

Los portadores del ataúd continuaron su camino hacia la puerta. Nina dio su último beso a su hermano. Aliocha, después de cruzar el umbral, suplicó a la patrona que velara por las dos mujeres. Ella le contestó, sin dejarlo terminar:

—Conocemos nuestros deberes. Nosotras también somos cristianas. No nos separaremos de ellas.

Al decir esto, la pobre vieja lloraba.

La iglesia estaba cerca, a no más de trescientos pasos. Era un día despejado, de temperatura soportable: la nieve apenas se había helado. Seguían sonando las campanas. Snieguiriov iba detrás del féretro, nervioso y desorientado, con su sombrero de anchas alas en la mano y envuelto en su viejo abrigo, demasiado ligero para andar por la nieve. Era presa de extraña inquietud. Unas veces iba al lado del féretro; otras se situaba delante de él y trataba de ayudar a los porteadores, consiguiendo únicamente entorpecerlos. Cayó una flor en la nieve y se apresuró a recogerla, como si se tratara de un objeto de gran valor.

—¡El pan! —exclamó de pronto, aterrado—. ¡Nos hemos olvidado del pan!

Pero los niños le recordaron que antes de salir de su casa había cogido un trozo de pan y se lo había guardado en el bolsillo. El capitán lo sacó y se tranquilizó al verlo.

—Es un deseo de Iliucha —explicó a Aliocha—. Una noche que estaba al lado de su cama, velándolo, me dijo de pronto: «Papá, cuando me entierren, echa migas de pan sobre mi sepultura. Así acudirán los gorriones, yo los oiré y será un consuelo para mi saber que no estoy solo.»

—Lo comprendo —dijo Aliocha—. Habremos de llevar con frecuencia migas de pan a su sepultura.

—¡Todos los días, todos los días! —exclamó el capitán, animándose.

Llegaron al fin a la iglesia y se colocó el ataúd en el centro. Los niños lo rodearon y observaron una actitud ejemplar durante la ceremonia. La iglesia era vieja y pobre. La mayoría de los iconos carecían de marco. Una de esas iglesias humildes en que los fieles se sienten más a sus anchas y son más sinceros en sus oraciones. Durante la misa, Snieguiriov se mostró más sereno; pero, de vez en cuando, le acometían sus preocupaciones inconscientes y se acercaba al ataúd para arreglar el patio mortuorio o el vientchik [92], o para volver a colocar en su sitio un cirio que se había caído de su candelero. Al fin, se calmó por completo y permaneció en la presidencia del duelo, perplejo y preocupado. Después de la epístola, dijo en voz baja a Aliocha que no se había leído comme il faut, aunque no explicó por qué. Empezó a cantar el himno de los querubines. Después, antes de terminar, se prosternó, se inclinó hasta apoyar la frente en el suelo, y permaneció así largo rato. Al fin, se dijo el responso y se distribuyeron los cirios. El capitán estuvo a punto de ceder a nuevos arrebatos, pero la majestad del canto fúnebre lo paralizó. Con la cabeza doblada sobre el pecho, empezó a llorar, primero ahogando los sollozos, después ruidosamente. En el momento de las despedidas, cuando se iba a cerrar definitivamente el ataúd, el capitán rodeó con sus brazos el cuerpo de su hijo y cubrió su rostro de besos. Se lo llevaron; pero de pronto volvió atrás y cogió algunas flores del ataúd. Al contemplarlas, surgió en su mente una nueva idea que le hizo olvidar todo lo demás por unos instantes. Poco a poco, fue quedando ensimismado. No opuso ninguna resistencia cuando se llevaron el féretro.

La sepultura estaba situada cerca de la iglesia y su precio era considerable. La había pagado Catalina Ivanovna. Después de los ritos habituales, los sepultureros introdujeron el ataúd en la fosa. Snieguiriov, con las flores en la mano, se inclinó tanto hacia delante en el borde de la cavidad, que los muchachos, asustados, se aferraron a su abrigo y tiraron de él hasta conseguir que el capitán retrocediera. Éste no parecía darse cuenta de lo que pasaba. Cuando rellenaron la fosa, señaló la tierra que se iba amontonando sobre ella y empezó a decir cosas ininteligibles. Pronto se calló. Entonces, alguien le recordó que había que desmigar el pan. El capitán se apresuró a sacarlo del bolsillo y desmenuzarlo sobre la sepultura, mientras murmuraba: «¡Acudid, pajarillos; venid, preciosos gorriones!» Uno de los muchachos le dijo que las flores le estorbaban y que debía confiárselas a alguien. Pero él no las quiso soltar, como si temiera que se las robaran. Y cuando observó que todo había terminado y que había desmigado todo el pan, echó a andar hacia su casa, primero con paso normal, después con prisa creciente. Los muchachos y Aliocha lo siguieron de cerca.

—¡Flores para «mamá», flores para «mamá»! —exclamó de pronto—. La hemos ofendido.

Alguien le dijo que se pusiera el sombrero; pues hacía frío. Pero él, como irritado por esta advertencia, lo arrojó a la nieve.

—¡No lo quiero, no lo quiero! —gritó.

Smurov recogió el sombrero. Todos los niños lloraban, especialmente Kolia y el descubridor de Troya.

El llanto no impidió a Smurov encontrar entre la nieve una piedra para arrojarla a una bandada de gorriones que venía hacia ellos. Naturalmente, erró el tiro y, sin dejar de llorar, corrió para alcanzar al grupo.

A medio camino, Snieguiriov se detuvo de pronto, como si se acordara de algo. Se volvió hacia la iglesia y echó a andar hacia la sepultura abandonada. Pero los niños corrieron hacia él, lo rodearon y lo sujetaron. El capitán rodó por la nieve tras una lucha agotadora y empezó a llorar, a debatirse, a gritar:

—¡Iliucha, hijo mío!

Kolia y Aliocha lo levantaron y procuraron calmarlo.

—¡Basta, capitán! —dijo Kolia—. Un hombre valeroso como usted debe soportarlo todo.

—Está aplastando las flores —dijo Aliocha—. Tenga en cuenta que las espera su esposa. Está llorando porque usted no le ha querido dar ninguna flor de Iliucha. Todavía está allí la cama de su hijo.

—Sí, vamos a ver a «mamá» —dijo de pronto Snieguiriov—. ¡Se pueden llevar la cama! —añadió, convencido de que se la podían llevar.

Se levantó y echó a correr hacia la casa. Como estaban cerca, todos llegaron pronto y al mismo tiempo. Snieguiriov abrió la puerta vivamente. Estaba arrepentido de haberse mostrado tan duro con su esposa.

—¡Toma, «mamá» ! ¡Estas flores te las envía Iliucha!

Y le entregó las aplastadas flores, que había revolcado con su cuerpo por la nieve.

En este momento vio los zapatos de Iliucha en un rincón, cerca de la cama. La patrona acababa de ponerlos allí al arreglar la habitación. Eran unos zapatos viejos, remendados. Al verlos, el capitán levantó los brazos, echó a correr y cayó de rodillas junto a ellos. Cogió uno de los zapatos y lo cubrió de besos mientras gritaba:

—¡Iliucha, mi querido Iliucha! ¿Dónde están tus pies?

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