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No es éste el lugar a propósito para describir la gran pasión de Iván Fiodorovitch, una pasión que influyó decisivamente en su vida. En ella hay materia para una obra aparte, que tal vez escriba algún día. Me limitaré, pues, a hacer constar que cuando Iván dijo a Aliocha, al salir de casa de Catalina Ivanovna, que ésta no le gustaba, se mentía a sí mismo. Iván sentía por ella un amor inmenso, aunque a veces la odiaba hasta el extremo de experimentar el deseo de matarla.

Esta pasión había nacido por diversas causas. Trastornada por la tragedia, Catalina Ivanovna se había arrojado sobre Iván Fiodorovitch como se arroja sobre su salvador el que está perdido. Se sentía ofendida y humillada, y he aquí que en esto veía aparecer al hombre que tanto la había amado —estaba segura de ello— y cuya inteligencia y sentimientos había apreciado siempre. Pero ella, inflexible en el cumplimiento de sus compromisos, no le había entregado enteramente su corazón, a pesar del ímpetu pasional, propio de un Karamazov, de su pretendiente y de la fascinación que ejercía sobre ella. Además, se reprochaba constantemente haber traicionado a Mitia, y así se lo decía a Iván, con toda franqueza, en sus frecuentes disputas. A esto se refería Iván cuando, hablando con Aliocha, había dicho que todo era una farsa entre ellos. Efectivamente había mucho de farsa en sus relaciones, lo que exasperaba a Iván Fiodorovitch. Pero no nos anticipemos.

Durante algún tiempo, Iván casi se olvidó de Smerdiakov. Sin embargo, quince días después de su primera visita al enfermo volvieron a atormentarle extrañas ideas. Se preguntaba con frecuencia por qué la última noche que pasó en casa de Fiodor Pavlovitch, antes de emprender el viaje, había salido en silencio, como un ladrón, a la escalera, para oír lo que hacía su padre en la planta baja. A la mañana siguiente, cuando se acercaba a Moscú se había acordado de esto, había sentido una repentina angustia y se había dicho: «Soy un miserable.» ¿Por qué se acusaba a sí mismo?

Un día en que estaba dando vueltas en su imaginación a estos ingratos recuerdos y se decía que eran capaces de hacerle olvidar a Catalina Ivanovna, se encontró con Aliocha. Inmediatamente le preguntó:

—¿Te acuerdas de aquella tarde en que llegó de pronto Dmitri y golpeó a nuestro padre? Después, en el patio, te dije que me reservaba «el derecho de desear». Dime: ¿pensaste entonces que yo deseaba la muerte de nuestro padre?

—Si —repuso sencillamente Aliocha.

—Verdaderamente, no era difícil deducirlo. ¿Pero pensaste también que yo deseaba que los reptiles se devorasen entre sí, o sea que Dmitri matara a nuestro padre? ¿Que yo incluso estaba dispuesto a ser su cómplice?

Aliocha palideció y fijó su mirada en los ojos de Iván.

—¡Habla! —gritó Iván—. ¡Quiero conocer tu pensamiento! ¡Necesito saber toda la verdad!

Jadeaba, miraba a su hermano con anticipada hostilidad.

—Perdóname, pero también pensé eso —murmuró Aliocha, sin añadir ninguna palabra atenuante.

—Gracias —dijo secamente Iván. Y continuó su camino.

Desde entonces, Aliocha observó que su hermano lo miraba con aversión y rehuía su trato, por lo que decidió no volver a visitarlo.

Inmediatamente después de su encuentro con Aliocha, Iván fue a ver de nuevo a Smerdiakov.

CAPITULO VII

Segunda entrevista con Smerdiakov

Smerdiakov había salido ya del hospital. Vivía en aquella casita de techo bajo habitada por María Kondratievna. La vivienda tenía dos habitaciones, y entre ellas un vestíbulo. María Kondratievna y su madre ocupaban una de las habitaciones, y la otra Smerdiakov. Nadie sabía exactamente con qué títulos habitaba el epiléptico en aquella casa. Al fin se supuso que era el prometido de María Kondratievna y que no pagaba alquiler alguno. Tanto la madre como la hija le tenían gran afecto y lo consideraban superior a ellas.

Cuando le abrieron la puerta, Iván, siguiendo las indicaciones de María Kondratievna, se dirigió a la habitación de la izquierda, que era la ocupada por Smerdiakov. Una estufa de barro despedía un calor sofocante. Las paredes estaban cubiertas de un papel azul lleno de desgarrones y bajo el cual corrían las cucarachas con un rumoreo continuo. El mobiliario era muy simple: dos bancos a ras de las paredes y dos sillas junto a la mesa, sencilla y cubierta por un mantel rameado de color de rosa. Geranios en las ventanas: en un rincón, imágenes santas. En la mesa había un abollado samovar de cobre, una bandeja y dos tazas. El samovar estaba apagado; Smerdiakov se había tomado ya el té. Estaba sentado en un banco, escribiendo en un cuaderno. A su lado había un frasquito de tinta y una bujía en un candelero de metal. Al ver a Smerdiakov, Iván tuvo la impresión de que estaba completamente restablecido. Tenía la cara más llena y más lozana; el cabello, lustroso y bien peinado. Llevaba una bata de vivos colores, acolchada y no muy vieja. Usaba lentes, y este detalle irritó a Iván Fiodorovitch, que lo ignoraba. «¡Llevar lentes ese desgraciado!»

Smerdiakov levantó la cabeza, miró al visitante y se quitó los lentes. Después se puso en pie sin apresurarse, menos por respeto que por observar las reglas de la urbanidad. Iván advirtió al punto estos detalles y, sobre todo, la hostilidad y altivez que había en su mirada. «¿A qué vienes? —parecía decir—. Tú y yo ya nos pusimos de acuerdo.» Iván Fiodorovitch apenas podía contenerse.

—¡Qué calor hace aquí! —dijo desabrochándose el abrigo.

—Quíteselo —sugirió Smerdiakov.

Iván Fiodorovitch se lo quitó. Después, con manos temblorosas, retiró un poco una de las sillas que había junto a la mesa y se sentó. Smerdiakov había ocupado ya su asiento.

—Ante todo, una pregunta —dijo Iván—. ¿Pueden oírnos?

—No; ya habrá visto usted que entre esta habitación y la otra hay un vestíbulo.

—Bien, escucha. Cuando me despedí de ti en el hospital, me dijiste que si yo no hablaba de tu habilidad para fingir ataques, tú no explicarías nuestra conversación en el portal. ¿Qué querías decir? ¿Era una amenaza? ¿Crees que existe un pacto entre nosotros? ¿Supones acaso que te temo?

Iván Fiodorovitch hablaba con indignación. Daba a entender claramente que detestaba los subterfugios y que le gustaba el juego limpio. Por la mirada de Smerdiakov pasó una nube maligna. Su ojo izquierdo empezó a parpadear nerviosamente. Parecía decirse: «¿Quieres que hablemos claro? Pues te voy a complacer.»

—Lo que entonces quise decir fue que usted, aun previendo el asesinato de su padre, se marchó, dejándolo sin defensa. Y le prometí callar para evitar juicios desfavorables sobre sus sentimientos... y sobre otras cosas.

Smerdiakov pronunció estas palabras sin precipitarse, en el tono del que es dueño de sí mismo, pero también con provocativa aspereza. Luego se quedó mirando a Iván Fiodorovitch con insolencia.

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