El capitán salió, presuroso, detrás del médico y, doblando la espalda, murmurando excusas, lo detuvo para hacerle las últimas preguntas. El infeliz estaba profundamente abatido; en su mirada se leía la desesperación.
—¿Es posible, excelencia, es posible?
No pudo continuar. Había enlazado las manos con un gesto de imploración y fijaba en el médico una mirada de súplica, como si una palabra de éste bastase para cambiar la suerte de su pobre hijo.
—Yo no puedo hacer nada —repuso el doctor, indiferente y con su habitual gravedad—. Yo no soy Dios.
—Doctor..., excelencia..., ¿será muy pronto?
—Esté preparado para todo —respondió el doctor, recalcando las palabras.
Después bajó los ojos y se dispuso a franquear el umbral para subir al coche. El capitán, aterrado, volvió a detenerlo.
—Por Dios, excelencia. ¿De verdad no se puede hacer nada, absolutamente nada, para salvarlo?
—Eso no depende de mí —contestó el doctor, impaciente. De pronto se detuvo y añadió—: Sin embargo, si usted pudiera enviar al enfermo inmediatamente a Siracusa... —el capitán se estremeció ante el tono, casi colérico, en que el doctor pronunció estas últimas palabras—. En tal caso, gracias al clima excelente del país, podría producirse un...
—¿A Siracusa? —preguntó el capitán como si no comprendiera.
—Siracusa está en Sicilia —dijo Kolia levantando la voz.
El doctor lo miró.
—¿En Sicilia? —exclamó el capitán, aterrado—. Pero su excelencia puede ver...
Sin separar las manos, el capitán se dirigía al interior de su hogar.
—¿Y mi mujer? ¿Y mi familia?
—Su familia no irá a Sicilia, sino al Cáucaso, en primavera; y cuando su esposa haya tomado allí las aguas para curarse del reumatismo, habrá que enviarla a Paris sin pérdida de tiempo, a la clínica de Lepelletier, especialista en enfermedades mentales, a quien la puedo recomendar... Si procede usted de este modo, podrá producirse...
—Pero, doctor; ya ve usted que...
El capitán mostró de nuevo, con un gesto de desesperación, las desnudas paredes del vestíbulo.
—Eso no es de mi incumbencia —manifestó el doctor con una sonrisa—. Me he limitado a decirle lo único que puede responder la ciencia a su pregunta de si se puede hacer algo más. Lamentándolo mucho, los demás problemas que pueda usted tener...
—No tema, «curandero», mi perro no le morderá —dijo Kolia, volviendo a levantar la voz, al ver que el médico miraba con recelo a Carillón, echado en el umbral. Su acento era mordaz. Poco después, Kolia manifestó que había llamado «curandero» al doctor porque sabía que esto era para él un insulto.
—¿Qué dices? —preguntó el médico, mirando a Kolia sorprendido—. ¿Quién es? —inquirió dirigiéndose a Aliocha en el tono del que pide cuentas.
—Soy el dueño de Carillón, curandero. Mi identidad no importa.
— ¿Carillón?—preguntó el doctor sin comprender.
—Adiós, curandero. Ya nos veremos en Siracusa.
—¿Pero quién es éste? —exclamó el doctor, iracundo.
—Es un colegial, doctor —dijo Aliocha, malhumorado—, un chico travieso. No le haga caso... ¡Silencio, Kolia! —Y volvió a decir al doctor, sin disimular su enojo—: No le haga caso.
—Merece que lo azoten, ¡que lo azoten! —exclamó el doctor, furioso.
—Le advierto, curandero, que Carillónpodría morderlo —dijo Kolia, pálido, con voz trémula y ojos centelleantes—. ¡Aquí, Carillón!
—¡Kolia! —gritó Aliocha—. Si dices una palabra más, rompo contigo para siempre.
—Curandero, sólo hay una persona en el mundo que puede mandar a Nicolás Krasotkine: aquí está —dijo señalando a Aliocha—. Me someto. Adiós.
Abrió la puerta y volvió a entrar en la habitación. Carillónse lanzó en pos de él. El doctor estuvo un instante petrificado, miró a Aliocha, escupió y exclamó:
—¡Es intolerable!
El capitán lo siguió servilmente. Aliocha entró también en la habitación. Kolia estaba ya al lado del enfermo. Éste le tenía cogido de la mano y llamaba a su padre. El capitán volvió enseguida.
—Papá, papá, ven aquí —dijo Iliucha, agitado—. Yo...
Pero no tuvo fuerzas para continuar. Tendió sus esqueléticos bracitos, rodeó con ellos a Kolia y a su padre y, uniéndolos a los dos en un solo abrazo, los estrechó contra su pecho. El capitán fue sacudido por un llanto silencioso. Kolia estaba a punto de echarse a llorar.
—¡Qué pena me das, papá! —gimió Iliucha.
—Iliucha, mi querido Iliucha... El doctor ha dicho... que te curarás... ¡Qué felices vamos a ser!
—Papá, sé muy bien lo que el doctor ha dicho de mí —declaró Iliucha—. Lo he visto en su cara.
Lo apretó de nuevo con todas sus fuerzas y escondió la cara en el hombro de su padre.
—No llores, papá. Cuando me muera, adopta a otro niño. Que sea un buen chico. El mejor que encuentres. Llámale Iliucha y quiérelo como me quieres a mí.
—¡Cállate! —ordenó Krasotkine bruscamente—. ¡Te curarás!
—Pero a mí no me olvides nunca, papá —continuó Iliucha—. Ven a mi tumba. Entiérrame cerca de nuestra gran piedra, la que visitábamos en nuestros paseos, y ve allí por las tardes con Krasotkine y Carillón... Os esperaré, papá.
Su voz se apagó. Los tres permanecieron abrazados, sin decir nada. Nina lloraba silenciosamente en su sillón, y «mamá», viendo que todos lloraban, empezó a sollozar también.
—¡Iliucha! ¡Iliucha! —gritaba.
Krasotkine se desprendió del brazo de Iliucha.
—Adiós, muchacho; mi madre me está esperando para almorzar —dijo atropelladamente—. Es una lástima que no la haya advertido. Ya estará inquieta por mi tardanza. Después de almorzar volveré, y estaré contigo toda la tarde. Te contaré muchas cosas. Traeré a Carillón. Ahora me lo llevo, porque si lo dejara, al no verme, empezaría a aullar y te molestaría. Hasta luego.
Salió corriendo al vestíbulo. No quería llorar, pero al fin no pudo contenerse. Llorando lo encontró Aliocha.
—Kolia —encareció Karamazov—. Has de hacer honor a tu palabra y volver esta tarde. Si no vienes, le darás un gran disgusto.
—¡Claro que vendré! —murmuró Kolia sin ocultar sus lágrimas—. ¡Qué arrepentido estoy de no haber venido antes!
En este momento apareció el capitán. Cerró la puerta de la habitación a sus espaldas. En sus ojos había una expresión de desvarío; sus labios temblaban. Se detuvo ante los dos jóvenes y levantó los brazos.