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—Estas discusiones me repugnan —declaró—. Se puede amar a la humanidad sin creer en Dios. ¿Lo dudas? Voltaire no creía en Dios y amaba a la humanidad.

Y pensó: «¡Otra vez, otra vez!»

—Voltaire creía en Dios, aunque un poco fríamente. Y, al parecer, del mismo modo amaba a la humanidad —repuso Aliocha con toda naturalidad, como si hablara con una persona que tuviera la misma edad que él, o incluso que fuera mayor.

A Kolia le impresionó la falta de seguridad que demostraba Aliocha en su juicio sobre Voltaire, y también le llamó la atención que dejara en manos de él, que no era más que un muchacho, la solución de un asunto tan importante.

—Por lo visto —dijo Aliocha—, has leído a Voltaire.

—Sí, pero... sólo Candidetraducido al ruso... Una traducción antigua, pésima...

«¡Otra vez, otra vez!»...

—¿Lo entendiste?

—¡Pues claro! Lo comprendí todo... ¿Por qué dudas de que lo comprendiera? Hay pasajes graciosos... Puedes estar seguro de que soy capaz de entender una novela filosófica escrita para exponer una idea... Soy socialista, Karamazov —dijo de pronto, embrollándose definitivamente—, un socialista recalcitrante.

Aliocha se echó a reír.

—¿Socialista? ¿De dónde has sacado el tiempo para estudiar y adoptar el socialismo? Sólo tienes trece años.

Estas palabras hirieron a Kolia.

—En primer lugar, no tengo trece años, sino que dentro de quince días cumpliré los catorce —dijo impetuosamente—. Además, no comprendo qué relación tiene mi edad con lo que estamos discutiendo. Son mis convicciones y no mi edad lo que importa. ¿No es así?

—Cuando seas mayor verás la influencia que tiene la edad en las ideas. Eso no puede haber salido de ti.

Aliocha dijo esto con toda calma. Kolia, en cambio, le contestó, nervioso:

—Óyeme, tú eres partidario de la obediencia y del misticismo. No me negarás que el cristianismo sólo ha sido útil a los acaudalados, a los poderosos, para mantener a las clases inferiores en la esclavitud.

—Ya sé dónde has leído eso, ya sé quién te lo ha enseñado.

—¿Por qué crees necesario que lo haya leído? Nadie me ha inculcado estas ideas. Tengo capacidad para juzgar por mí mismo... Y te advierto que no soy enemigo de Cristo. Cristo tenía una personalidad enteramente humana. Si hubiera existido en nuestra época, estaría al lado de los revolucionarios y habría desempeñado un papel visible. De esto no cabe duda.

—¿Pero de dónde te has sacado todo eso? ¿A qué imbécil has escuchado? —exclamó Aliocha.

—No se puede ocultar la verdad. He tenido más de una ocasión para charlar con Rakitine. Y se dice que esta idea la ha expresado también el viejo Bielinski.

—¿Bielinski? No lo recuerdo. Desde luego, no lo ha escrito en ninguna parte.

—Tal vez no lo haya escrito, pero lo ha manifestado. Se lo he oído decir a... Bueno, eso no importa.

—¿Has leído a Bielinski?

—No, en verdad no lo he leído, ya que sólo conozco de él el pasaje en que comenta por qué Tatiana no parte con Onieguine.

—¿Por qué no parte con Onieguine? ¿Acaso lo has comprendido?

—Perdona, pero creo que me tomas por un chiquillo como Smurov —observó Kolia con una sonrisita que era una mueca de irritación—. Además, no vayas a creer que soy un gran revolucionario. A veces no estoy de acuerdo con Rakitine. No soy partidario de la emancipación de la mujer. Reconozco que la mujer es una criatura inferior nacida para la obediencia. Les femmes tricotent, dijo Napoleón, y por lo menos en este punto —Kolia sonrió— comparto la opinión del seudo gran hombre. También considero que es una cobardía emigrar a América, y más que una cobardía: una estupidez. ¿Para qué irnos a América cuando podemos trabajar en nuestra casa por el bien de la humanidad? Sobre todo ahora, tenemos a nuestra disposición un amplio campo de fecunda actividad. Esto es lo que respondí.

—¿Lo que respondiste? ¿A quién? ¿Es que alguien te ha propuesto ir a América?

—Sí, me lo han propuesto, pero yo no he aceptado. Te lo digo confidencialmente, Karamazov. Ni una palabra a nadie, ¿entiendes? Sólo tú lo sabes. No tengo el menor deseo de caer en las garras de la Tercera Sección para aprender las lecciones que se dan en el puente de las Cadenas [80].

» Te acordarás del edificio

próximo al puente de las Cadenas.

»¿Te acuerdas? ¡Es magnífico! ¿De qué te ríes? Supongo que no creerás que estoy hablando en broma.

Y Kolia se estremeció al pensar: «¡Si se enterase de que éste es el único número de La Campana [81]que tengo y no he leído ningún otro... !»

—¡Oh, no, no me río! —repuso Aliocha—. Y no puedo pensar que me hayas mentido, por la sencilla razón de que sé que lo que me has dicho es la pura verdad... Dime: ¿has leído «Eugenia Onieguine», el poema de Pushkin? Has hablado de Tatiana.

—No, aún no lo he leído, pero quiero leerlo. No tengo prejuicios, Karamazov; lo miraré por las dos caras. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada.

Kolia se irguió ante Aliocha. Quería saber a qué atenerse.

—Dime, Karamazov: ¿me desprecias? Te agradeceré que me hables con franqueza.

Aliocha lo miró estupefacto.

—¿Despreciarte? ¿Por qué? No, no; me limito a lamentar que un chico que vale tanto como tú y que está en la aurora de la vida, se haya dejado descarriar, dando crédito a semejantes disparates.

—Dejemos a un lado mi valía —replicó Kolia con cierta arrogancia—. Soy suspicaz, estúpida y groseramente suspicaz. Hace un momento, me ha parecido que tu sonrisa...

—¡Bah! He sonreído por otra cosa. Te voy a explicar el motivo. No hace mucho leí la opinión de un extranjero, de un alemán establecido en Rusia, sobre la juventud actual. Este hombre ha escrito: «Si prestáis a un colegial ruso un mapa del firmamento, él, aunque sea el primero que ha visto en su vida, os lo devolverá al día siguiente corregido.» Ningún conocimiento y una presunción sin límites: esto es lo que el alemán reprocha a nuestros estudiantes.

—¡Es verdad! —exclamó Kolia echándose a reír—. ¡La pura verdad! ¡Bravo por el alemán! Sin embargo, ese cabeza cuadrada no se ha detenido a observar el lado favorable de nuestra conducta. ¿No lo ves tú así? Admito nuestra presunción, ya que es propia de la juventud. Pero esto se corrige, si verdaderamente hay que corregirlo. En compensación, ahí está el espíritu de independencia desde la más tierna infancia, la audacia de las ideas y las convicciones en vez del servilismo rastrero ante la autoridad de toda índole. No cabe duda de que el alemán ha dicho la verdad. ¡Bravo por el alemán! Sin embargo, hay que apretar los tornillos a los alemanes. Aunque sean unos sabios en las cuestiones científicas, hay que apretarles los tornillos.

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