Viaja por la estepa, por una región que ya había cruzado cuando estaba de servicio. Un campesino lo conduce en una carreta a través de la llanura cubierta de lodo. Hace frío. Es un día de principios de noviembre. La nieve cae en gruesos copos que se funden rápidamente. El carretero fustiga a sus caballos. Luce una larga barba roja. Es un hombre de unos cincuenta años y lleva un deslucido caftán gris. Se acercan a una aldea donde se ven isbas negras, muy negras. La mitad se han quemado. De ellas sólo quedan postes carbonizados que se mantienen aún erguidos. En la carretera, a la entrada del pueblo, se ven largas hileras de mujeres esqueléticas y de rostros curtidos. Entre ellas se destaca una, alta y escuálida. Representa cuarenta años y, a lo mejor, no tiene más que veinte. Su alargado rostro time una expresión de angustia. Lleva en brazos a un niño pequeño que llora sin cesar y tiende sus bracitos desnudos, cuyas manitas cerradas están amoratadas por el frío.
—¿Por qué llora? —pregunta Mitia cuando la carreta pasa velozmente.
—Es un pequeñuelo —responde el carretero.
Mitia advierte que el carretero ha dicho «pequeñuelo», como es costumbre entre los campesinos, y no «pequeño». Esto le complace: el apelativo le parece más cariñoso.
—¿Pero por qué llora? —vuelve a preguntar Mitia—. ¿Por qué están desnudos sus bracitos, por qué no se los tapan?
—Sus ropas están heladas y no le abrigarían.
—¿Cómo es posible? —insiste Mitia, sin comprender aún.
—Son muy pobres y sus isbas se han quemado. Esa gente no tiene pan.
—No es posible, no es posible —repite Mitia en el mismo tono de incomprensión—. Dime por qué están aquí estas desventuradas, por qué han de sufrir esa miseria tan espantosa, por qué llora ese pobre niño por qué ha de ser tan árida la estepa, por qué esas gentes no se abrazan y cantan alegres canciones, por qué tienen la piel tan negra, por qué no dan de comer al pequeñuelo...
Mitia sabe muy bien que sus preguntas son absurdas, pero también sabe que tiene razón, y no puede menos de preguntar. Además, advierte que una honda pena se va apoderando de él, que está a punto de echarse a llorar. Siente un vivo deseo de consolar al niño que llora y a la madre de senos exangües; anhela enjugar las lágrimas de todo el mundo y enseguida, sin detenerse ante nada, con todo el ímpetu de los Karamazov.
—Estoy a tu lado y nunca me separaré de ti —le dice tiernamente Gruchegnka.
Su corazón se inflama y vibra frente a una luz lejana. Quiere vivir, avanzar por el camino que conduce a esta luz nueva, a esta luz que lo llama...
—¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? —exclamó abriendo los ojos.
Con una sonrisa radiante se incorporó sobre el cofre tapizado. Tenía la impresión de salir de un desmayo. Ante él estaba Nicolás Parthenovitch, que le invitó a escuchar la lectura del acta y a firmarla.
Mitia se dio cuenta de que había estado durmiendo más de una hora, pero no prestaba atención al juez. Le sorprendía haber encontrado bajo su cabeza un cojín que no estaba cuando se había echado, rendido, sobre el cofre.
—¿Quién ha puesto aquí este cojín? ¿Quién ha tenido este rasgo de bondad? —exclamó con vehemencia, con voz henchida de emoción, como si se tratara de un acto de altruismo inestimable.
El ser magnánimo que había tenido esta atención permaneció en el anonimato, pero Mitia llegó a llorar de emoción. Se acercó a la mesa y dijo que firmaría todo lo que le pidiesen que firmara.
—He tenido un hermoso sueño, señores —dijo con voz extraña y el semblante resplandeciente de alegría.
CAPÍTULO IX
Se llevan a Mitia
Una vez firmada el acta, Nicolás Parthenovitch leyó solemnemente al acusado una «disposición» en la que se decía que el juez de instrucción había interrogado al detenido, y se citaban las principales acusaciones. Luego se explicaba que, aunque el acusado se declaraba inocente del crimen que se le imputaba, no había hecho nada por justificarse; que los testigos y las circunstancias le presentaban como culpable, y que, en vista de ello y ateniéndose a los artículos del código penal, ordenaba el encarcelamiento del presunto culpable, a fin de que no pudiera eludir el proceso ni el juicio. Se hablaba también de dar copia de la disposición al sustituto, etcétera. En una palabra: se declaró que Mitia debía permanecer detenido desde aquel momento y que se le iba a conducir a la ciudad, donde se le designaría un lugar de residencia nada agradable. Mitia se encogió de hombros.
—Está bien, señores. Acato sus órdenes sin rencor alguno, Comprendo que ustedes no han podido obrar de otro modo.
Nicolás Parthenovitch le explicó que lo conduciría Mavriki Mavrikievitch, que ya esperaba a la puerta.
Con un impulso irresistible, Mitia interrumpió al juez y dijo a los presentes:
—Señores, todos nosotros somos crueles, verdaderos monstruos. Hacemos llorar a las madres y a los niños. Pero yo soy el peor de los hombres. Todos los días me golpeaba el pecho y me juraba enmendarme, y todos los días cometía las mismas vilezas. Ahora comprendo que a los hombres como yo les hace falta el azote del destino y un lazo, una fuerza exterior que los sujete. Jamás habría podido volver a levantarme sin esta ayuda. El rayo ha caído. Acepto las torturas de la acusación y de la vergüenza pública. Quiero sufrir y redimirme con el sufrimiento. Tal vez lo consiga, ¿no les parece, señores? Oigan esto por última vez: yo no he derramado la sangre de mi padre. Acepto el castigo no por haberlo matado, sino por haberme propuesto matarlo y porque tal vez lo habría hecho. Sin embargo, estoy decidido a luchar contra ustedes: no lo oculto. Lucharé hasta el final, y luego será lo que Dios quiera. Adiós, señores. Perdónenme que me haya acalorado durante el interrogatorio. Entonces aún no estaba en mi juicio. Dentro de unos instantes seré un preso. Por última vez, Dmitri Karamazov les tiende su mano como hombre libre. Al decirles adiós, me despido del mundo.
La voz le temblaba. En efecto, había tendido su mano. Pero Nicolás Parthenovitch, que era el más próximo a él, ocultó la suya con un movimiento convulsivo. Mitia lo advirtió y se estremeció. Dejó caer el brazo.
—La investigación no ha terminado —dijo el juez, un poco confuso—, sino que va a continuar en la ciudad. Por mi parte, le deseo que consiga justificarse. Yo, personalmente, Dmitri Fiodorovitch, lo he considerado siempre más infortunado que culpable. Todos los que estamos aquí..., pues me atrevo a hablar en nombre de todos..., vemos en usted un joven noble en el fondo, pero que se deja arrastrar por las pasiones excesivamente.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por el pequeño juez con gran empaque. A Mitia le pareció que aquel chiquillo iba a cogerle del brazo para llevarlo a un rincón y continuar su última charla sobre jovencitas. Es chocante las cosas absurdas que se piensan a veces, incluso los criminales que van camino del suplicio.