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—No; por ahora no hace falta.

—Entonces, ¿he de estar así, desnudo?

—Sí; es necesario. Tenga la bondad de sentarse y esperar. Puede envolverse en la cubierta de la cama. Tengo que llevarme esta ropa.

Ya vistas las prendas de vestir y demás efectos por los testigos, y redactado el proceso verbal de su examen, el juez y el procurador salieron del dormitorio. Se llevaron las ropas y Mitia se quedó en compañía de varios campesinos que no apartaban de él los ojos. Tenía frío y se envolvió en la cubierta, que era demasiado corta para cubrirle los pies. Nicolás Parthenovitch tardó en volver.

«Me trata como a un pilluelo —dijo para sí Mitia, rechinando los dientes—. Ese zoquete de procurador se ha marchado porque le repugnaba verme desnudo.»

Mitia creía que le devolverían las ropas después de examinarlas, pero vio, en el colmo de la indignación, que, siguiendo a Nicolás Parthenovitch, aparecía un mendigo que llevaba en las manos prendas de vestir que no eran las suyas.

—Aquí tiene un traje y una camisa limpia —dijo el juez con desenvoltura y visiblemente satisfecho de su hallazgo—. Se los presta el señor Kalganov, que, por fortuna, tiene ropa de repuesto. Puede volver a ponerse los calcetines.

—No quiero ropas de los demás —exclamó Mitia, indignado—. ¡Devuélvame las mías!

—No puede ser.

—¡Deme mi ropa! ¡Al diablo Kalganov y su traje!

No fue fácil hacerle entrar en razón. Se le explicó, mal que bien, que las prendas manchadas de sangre eran pruebas que los jueces debían retener. «En vista del cariz que ha tornado el asunto, no podemos permitirnos devolvérselas.»

Mitia acabó por comprenderlo, se calló y se vistió a toda prisa. Se limitó a observar que el traje que le prestaban era mejor que el suyo y que le sabía mal aprovecharse.

—Además, es tan estrecho, que me da un aspecto ridículo. ¿Pretenden ustedes que vaya vestido como un payaso para divertirlos?

Le replicaron que exageraba. Cierto que el pantalón era un poco largo, pero la levita se le ajustaba a los hombros.

—¡Uf! ¡Qué difícil es abrocharse! —refunfuñó Mitia—. Hagan el favor de decir al señor Kalganov que yo no he pedido este traje y que me han disfrazado de bufón.

—Él lo comprende y lo lamenta —dijo Nicolás Parthenovitch—. Pero no es lo del traje lo que lamenta, sino lo sucedido.

—No me importa que lo lamente o lo deje de lamentar. ¿Adónde hemos de ir ahora? ¿Hemos de quedarnos aquí?

Se le rogó que pasara al otro lado de la pieza. Mitia salió del dormitorio con el semblante sombrío y esforzándose por no mirar a nadie. Vestido de aquel modo extravagante se sentía humillado incluso ante los rudos campesinos y Trifón Borisytch, que acababa de aparecer en la puerta. «Viene para verme vestido de este modo», pensó Mitia. Se sentó en el mismo sitio de antes. Creía estar soñando; le parecía no hallarse en su estado normal.

—Ahora dispongan que me hagan azotar. Es lo único que les falta.

Dijo esto al procurador. No quería mirar a Nicolás Parthenovitch, y menos dirigirle la palabra. «Ha inspeccionado minuciosamente mis calcetines, e incluso los ha vuelto del revés para que todos vieran que están sucios. Es un monstruo.»

—Ahora hay que escuchar a los testigos —dijo el juez replicando a la ironía de Dmitri.

—Sí —aprobó el procurador, absorto.

—Dmitri Fiodorovitch, hemos hecho todo lo posible por usted —dijo Nicolás Parthenovitch—; pero como usted se ha negado categóricamente a explicarnos la procedencia del dinero que se encontró en su poder, nos vemos obligados a...

—¿Qué clase de piedra es la de esa sortija? —le interrumpió Mitia, como saliendo de un sueño y señalando una de las sortijas que adornaban la mano de Nicolás Parthenovitch.

—¿Qué sortija?

—Esa, la mayor, la de la piedra veteada —dijo Mitia en un tono de niño terco.

—Esta piedra es un topacio ahumado —repuso el juez sonriendo—. Si quiere usted verla mejor, me la quitaré.

—No, no se la quite —exclamó Mitia, cambiando de opinión e indignado contra sí mismo—. ¿Para qué se la ha de quitar? ¡Al diablo su sortija!... ¡Señores, ustedes me ofenden! ¿Creen que si hubiese matado a mi padre lo disimularía, que recurriría a la mentira y a la astucia? No, yo no soy así. Si fuese culpable, les aseguro que no habría esperado la llegada de ustedes. No me habría suicidado a la salida del sol, como era mi propósito, sino antes del amanecer. Ahora me doy clara cuenta de ello. En esta noche maldita he aprendido más que en veinte años... Además, ¿estaría como estoy, sentado cerca de ustedes, y hablaría como lo estoy haciendo, con los mismos ademanes y las mismas miradas, si fuera realmente un parricida, cuando la supuesta muerte de Grigori me ha atormentado durante toda la noche, y no por terror, por el solo terror del castigo? ¡Qué vergüenza! ¿Pretenden ustedes, hipócritas, que no ven nada ni creen en nada, que están ciegos como topos, que yo revele una nueva bajeza, un nuevo acto vergonzoso, aunque sea para justificarme? Prefiero ir a presidio. El que ha abierto la puerta para entrar en casa de mi padre es el asesino y el ladrón. ¿Quién es? En vano pretendo hallar la respuesta: lo único que puedo afirmar es que el asesino no es Dmitri Karamazov. Ya lo saben; no puedo decirles más. No insistan... Mándenme a un penal o al patíbulo, pero no me atormenten más. Ahora me callo. Llamen a los testigos.

El procurador había observado a Mitia mientras hablaba. De pronto le dijo con toda calma y refiriéndose al hecho más natural:

—Respecto a esa puerta abierta que acaba usted de mencionar, hemos obtenido una declaración sumamente importante del viejo Grigori Vasiliev. Ese hombre asegura que cuando oyó el ruido y entró en el jardín por la puertecilla que estaba abierta, vio a su izquierda, también abiertas, la puerta y la ventana de la casa. Usted, en cambio, afirma que esa puerta estuvo cerrada todo el tiempo que permaneció en el jardín. Grigori no le había visto todavía en el momento en que usted, según ha declarado, se alejó de la ventana por la que estaba observando a su padre, para dirigirse al muro del jardín. No quiero ocultarle que Vasiliev está firme en su creencia de que usted salió por la puerta, aunque él no presenció este detalle. Grigori le vio a cierta distancia cuando usted corría ya junto al muro.

Mitia se levantó.

—Eso es una vil mentira. Grigori no pudo ver la puerta abierta, porque estaba cerrada. Ese hombre ha mentido.

—Me considero obligado a repetirle que la declaración de Grigori Vasiliev ha sido categórica e insistente. Lo hemos interrogado varias veces.

—Cierto —confirmó Nicolás Parthenovitch—. Del interrogatorio me he encargado yo.

—¡Es falso, falso! ¡Una calumnia o la visión de un loco! Creerá haber visto todo eso bajo los efectos del delirio cuando yacía herido en el sendero.

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