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El procurador no dijo nada. Esperó en silencio.

—Pues se ha equivocado usted —dijo Mitia—: no acuso a Smerdiakov.

—¿Y no sospecha de él?

—¿Es que usted sospecha?

—Sí, también lo consideramos sospechoso.

Mitia bajó los ojos.

—Basta de bromas. Escuchen. Desde el primer momento, apenas he salido de detrás de la cortina, he tenido esta idea: «¡Ha sido Smerdiakov!» Después, cuando ya he estado sentado ante esta mesa, la imagen de Smerdiakov me ha obsesionado. Ahora he vuelto a pensar en él, e inmediatamente me he dicho: «No, no puede ser Smerdiakov.» Ese hombre no puede haberlo asesinado, señores.

—Si no ha sido él, ¿quién puede haber sido? —preguntó cautelosamente Nicolás Parthenovitch.

—No lo sé. Pero estoy convencido de que no ha sido Smerdiakov —dijo Mitia con firmeza.

—¿Por qué está usted tan seguro de que no ha sido él?

—Por convicción: porque Smerdiakov es un ser vil y cobarde; mejor dicho, el conjunto de todas las miserias que andan sobre dos pies. Es hijo de una ramera. Cuando me habla, tiembla de esparto, creyendo que le voy a matar, cuando ni siquiera levanto la mano. Se arroja a mis pies llorando y me besa las botas, y me suplica que no lo asuste. Incluso he intentado obsequiarle. Es un pobre epiléptico un espíritu débil. Lo podría azotar un niño de ocho años. No, no ha sido Smerdiakov. No le atrae el dinero; ha despreciado mis regalos... No hay razón para que haya matado al viejo. ¿Saben ustedes que tal vez sea hijo natural de mi padre?

—Sí, ya conocemos ese rumor. Pero usted es también hijo de Fiodor Pavlovitch, y ha dicho públicamente que quería matarlo.

—Otro dato contra mí. ¡Esto es detestable! Pero no tengo miedo. Señores, deberían avergonzarse de decirme eso en la cara. Pues he sido yo el primero en hablar de ello. No sólo he querido matarlo, sino que he podido y he estado a punto de hacerlo. Pero mi ángel guardián me ha salvado del crimen. Esto es lo que ustedes parecen no querer comprender. Eso no es noble, ¡no es noble! Pues yo no he matado, ¡no he matado! ¿Oye usted, procurador? ¡No he matado!

Se ahogaba. En ningún momento del interrogatorio había demostrado una agitación tan profunda. Tras una pausa, preguntó:

—¿Qué les ha dicho Smerdiakov, si puede saberse?

—Usted puede interrogarnos acerca de todo cuanto concierna a los hechos —dijo fríamente el procurador— y nosotros tenemos que responder a sus preguntas. Hemos encontrado a Smerdiakov en la cama, sin conocimiento, presa de un fuerte ataque de epilepsia, el décimo tal vez desde ayer. El médico que nos ha acompañado ha dicho, después de haber reconocido al enfermo, que, a lo mejor, no pasa de esta noche.

—Entonces ha sido el diablo el que ha dado muerte a mi padre —dijo Mitia, como si todas las dudas hubieran desaparecido de pronto.

—Ya volveremos sobre este punto —dijo Nicolás Parthenovitch—. Tenga la bondad de continuar su declaración.

Mitia solicitó una tregua para descansar y se le concedió con toda cortesía. Después reanudó su relato, pero con visible esfuerzo. Se sentía débil, herido, destrozado moralmente. Además, el procurador, como si lo hiciera adrede, lo irritaba a cada momento, deteniéndose en «minucias». Mitia explicó que, cuando estaba montado a horcajadas en el muro, golpeó con la mano de mortero la cabeza de Grigori, ya que éste se había asido a su pierna izquierda, y que después bajó y se acercó al herido. Entonces el procurador lo interrumpió para pedirle que explicara con más detalle cuál era su posición sobre el muro. Mitia lo miró asombrado.

—Ya lo he dicho: estaba a horcajadas, con una pierna a cada lado.

—¿Y qué me dice de la mano de mortero?

—La tenía en la mano.

—¿No la tenía en el bolsillo? ¿Recuerda bien este detalle? Usted tuvo que asestar el golpe desde arriba.

—Seguramente. ¿A qué viene esa observación?

—¿Quiere usted sentarse en la silla como estaba sentado entonces en el muro, para demostrarnos con toda claridad cómo y por qué lado dio usted el golpe?

—¿Se burla usted de mí? —preguntó Mitia, midiendo con la mirada a su interlocutor.

Pero éste no replicó. Dmitri se sentó a caballo en la silla y levantó el brazo.

—Así fue cómo golpeé, ¡cómo maté! ¿Está usted satisfecho?

—Gracias. ¿Quiere usted explicarnos ahora por qué saltó nuevamente al jardín, con qué intención?

—Pues... ¡no lo sé, demonio!... Para ver al herido.

—¿Aun estando tan trastornado y deseoso de huir?

—Sí, aun estando tan trastornado y deseoso de huir.

—¿Pretendía prestarle ayuda?

—Creo que sí. No lo recuerdo.

—¿Acaso no se daba cuenta de sus actos?

—Me daba perfecta cuenta. Lo recuerdo todo con los menores detalles. Salté, lo miré y le limpié la sangre con mi pañuelo.

—Ya hemos visto su pañuelo. ¿Esperaba usted volverlo en sí?

—Simplemente, quería saber si vivía.

—¿Lo averiguó?

—No soy médico y no pude juzgar. Creí que lo había matado y huí.

—Bien; muchas gracias. Necesitaba conocer estos detalles. Haga el favor de continuar.

Aunque se acordaba perfectamente de que había bajado del muro impulsado por un sentimiento de piedad, y de que había pronunciado palabras de compasión ante la víctima —«El viejo ya lleva lo suyo. Por lo menos, que viva.»—, ni siquiera le pasó por la imaginación decirlo. El procurador concluyó que el acusado había bajado del muro, a pesar de su turbación, sólo para saber si el único testigo de su crimen vivía. Ello demostraba hasta dónde llegaban la energía, la resolución, la sangre fría dé aquel hombre, etcétera. El procurador estaba satisfecho. «He irritado a este joven nervioso con minucias, y ha dicho lo que quería callar.»

Mitia continuó penosamente. Esta vez fue Nicolás Parthenovitch quien lo interrumpió.

—¿Cómo se atrevió usted a ir a la casa de la sirvienta Fedosia Marcovna con las manos y la cara manchadas de sangre?

—Yo no sabía que las llevaba manchadas.

—Es muy posible —dijo el procurador, cambiando una mirada con Nicolás Parthenovitch—. Eso suele suceder.

—Estamos de acuerdo, procurador —aprobó Mitia.

Y pasó inmediatamente a hablar de su propósito de apartarse y «dejar el camino libre a los amantes».

Pero no se decidió, como poco antes, a exhibir sus sentimientos, a hablar de la reina de su corazón. Le repugnaba hacerlo ante aquellos hombres impasibles. A sus insistentes preguntas, respondió lacónicamente:

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