Cerró una de las hojas de la puerta y, con la mano en la otra, dijo al panrechoncho:
— Jasnie Wielmozny, le ruego que vaya a reunirse con él.
—Dmitri Fiodorovitch —dijo Trífón Borisytch—, recobre su dinero. Se lo han robado.
Kalganov declaró:
—Yo les regalo mis cincuenta rublos.
—Y yo mis doscientos. Que tengan algún consuelo.
—¡Bravo, Mitia! ¡Tienes un gran corazón! —exclamó Gruchegnka en un tono que dejaba traslucir una viva indignación.
El pande la pipa, rojo de cólera pero conservando toda su arrogancia, se dirigió a la puerta. De pronto se detuvo y dijo a Gruchegnka:
— Panie, jezeli chec pojsc za mno, idzmy, jezeli nie, bywaj sdrowa [69].
Herido en su orgullo, salió de la pieza a paso lento y grave. Su extremada vanidad le hacía esperar, incluso después de lo sucedido, que la panilo seguiría. Mitia cerró la puerta.
—Dé la vuelta a la llave —le dijo Kalganov.
Pero la cerradura rechinó por la parte interior: los polacos se habían encerrado ellos mismos.
—¡Perfectamente! —exclamó Gruchegnka, implacable—. ¡Ellos lo han querido!
CAPITULO VIII
Delirio
Entonces empezó una fiesta desenfrenada, que rayaba en la orgia. Gruchegnka fue la primera en pedir bebida.
—Quiero embriagarme como la otra vez. ¿Te acuerdas, Mitia? Fue cuando nos conocimos.
Mitia era presa de una especie de delirio. Presentía su felicidad. Gruchegnka lo enviaba a la habitación vecina a cada momento.
—Ve a divertirte. Diles que bailen y que se diviertan ellas también. Como la otra vez.
Estaba excitadísima. En la habitación de al lado se oía el coro. La pieza donde estaban era exigua, y una cortina de indiana la dividía en dos. Tras la cortina había una cama con un edredón y una montaña de almohadas. Todas las habitaciones importantes de la casa tenían un lecho. Gruchegnka se instaló junto a la puerta. Desde allí estuvo viendo bailar y cantar al coro en la primera fiesta. Ahora estaban allí las mismas muchachas; los judíos habían llegado con sus violines y sus citaras, y también el carricoche de las provisiones. Mitia iba y venía entre la concurrencia. Llegaban hombres y mujeres que se habían despertado y esperaban ser obsequiados espléndidamente como la vez anterior. Mitia invitaba a beber a todos los que iban llegando y saludaba y abrazaba a los conocidos. Las muchachas preferían champán; los mozos, ron o coñac, y sobre todo ponche. Dmitri dispuso que se hiciera chocolate para las mujeres y que se mantuvieran hirviendo toda la noche samovares para dar a los hombres tanto té y tanto ponche como quisieran. En suma, que fue un jolgorio extravagante.
Mitia estaba en su elemento y se animaba cada vez más a medida que aumentaba el desorden. Si alguno de los clientes le hubiese pedido dinero, él habría sacado el fajo y repartido billetes a derecha e izquierda. A esto se debía indudablemente que Trifón Borisytch, que no se había acostado, no se separase de él. El fondista bebió muy poco, un vaso de ponche como total de todas sus libaciones, para poder velar, a su modo, por los intereses de Mitia. Cuando era necesario, lo frenaba, zalamero y obsequioso, y lo sermoneaba, aconsejándole que no repartiera cigarros y vinos del Rin, y menos dinero, entre los desharrapados, como había hecho la otra vez. Se indignaba al ver a las muchachas comiendo golosinas y saboreando licores.
—Están minadas de piojos, Dmitri Fiodorovitch. Si les diera un puntapié en cierta parte, aún les haría un honor.
Mitia se acordó de Andrés y dijo que le llevaran ponche.
—Lo he ofendido —repitió apenado.
Kalganov, al principio, no quiso beber y las canciones del coro le desagradaron; pero cuando se había bebido dos vasos de champán sintió una alegría desbordante y todo le pareció magnífico, tanto los cantos como la música.
Maximov, beatífico y achispado, no se movía de su sitio. A Gruchegnka se le había subido el vino a la cabeza. Señalando a Kalganov, dijo a Mitia:
—¡Qué muchacho tan gentil!
Y Mitia corrió a abrazar a los dos hombres.
Dmitri presentía muchas cosas, pero Gruchegnka no le había dicho nada aún: retrasaba el momento de las confesiones. De vez en cuando le dirigía una mirada ardiente. De pronto, Gruchegnka lo cogió de la mano y lo hizo sentar junto a ella.
—¡Si vieras cómo has entrado aquí! Me has asustado. ¿De veras te conformas a que lo prefiera a él?
—No quiero turbar tu felicidad.
Gruchegnka ya no lo escuchaba.
—Ve a divertirte. No llores. Después volveré a llamarte.
Dmitri se fue. Gruchegnka se dedicó de nuevo a escuchar las canciones y ver las danzas, pero sin dejar de observar a Mitia. Al cabo de un cuarto de hora lo llamó.
—Siéntate aquí y cuéntame cómo te has enterado de mi marcha. ¿Quién te ha dado la noticia?
Mitia empezó a contarlo todo. Su relato era incoherente. A veces fruncía el entrecejo y callaba.
—¿Qué te pasa? —le preguntaba Gruchegnka.
—Nada. He dejado allí un enfermo. Por su salud, por saber que sanará, daría diez años de vida.
—No pienses en ese enfermo. ¿De modo que querías suicidarte mañana? ¡Qué tontería! ¿Por qué? Me gustan los calaveras como tú —dijo con cierta dificultad—. ¿De modo que estabas dispuesto a todo por mí?... ¿De veras querías terminar mañana?... Espera; tal vez te diga algo agradable... No hoy, mañana... Ya sé que preferirías que te lo dijera hoy, pero no quiero decírtelo hasta mañana. Anda, ve a divertirte.
Una de las veces lo llamó con semblante preocupado.
—¿Por qué estás triste, Mitia? —le preguntó mirándole a los ojos—. Pues tú estás triste. Por mucho que abraces a los mujiksy vayas de un lado a otro, advierto tu tristeza. Ya que yo estoy contenta, debes estarlo tú también. Amo a uno de los que están aquí. ¿Sabes a quién? Mira, el pobre se ha dormido. Se le ha subido el alcohol a la cabeza.
Se refería a Kalganov, que dormitaba en el canapé, bajo las brumas de la embriaguez y presa de una angustia indefinible. Las canciones de las muchachas, más lascivas y desvergonzadas a medida que las cantantes iban bebiendo, acabaron por repugnarle. Y lo mismo le ocurrió con las danzas. Dos jóvenes disfrazadas de oso actuaban bajo el mando de Stepanide, una fornida moza armada de un bastón.