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—Una hora a lo sumo —se apresuró a contestar Andrés, un hombre seco, de cabello rojo y que estaba en la plenitud de la edad—. Sé cómo va Timoteo y le aseguro, Dmitri Fiodorovitch, que lo llevaré a la velocidad necesaria para que la ventaja no aumente.

—Te daré cincuenta rublos de propina si llegamos sólo una hora después que Timoteo.

—Le respondo de ello, Dmitri Fiodorovitch.

Mitia daba órdenes con visibles muestras de agitación, de un modo extraño e incongruente. Piotr Ilitch se preparó para intervenir en el momento oportuno.

—Por valor de cuatrocientos rublos, como la vez pasada —dispuso Dmitri—. Cuatro docenas de botellas de champán. Ni una menos.

—¿Para qué tantas? —preguntó Piotr Ilitch—. ¡Un momento! —exclamó seguidamente—. ¿Qué hay en esa caja? No es posible que eso valga cuatrocientos rublos.

Los empleados lo rodearon deshaciéndose en amabilidades y le explicaron que en aquella primera caja sólo había «lo necesario para empezar»: media docena de botellas de champán, entremeses, bombones, etc. La parte principal del pedido se enviaría aparte, como la otra vez, en un coche de tres caballos que llegaría a Mokroie una hora después, a lo sumo, que Dmitri Fiodorovitch.

—Que no pase más de una hora —dijo Mitia—. Y pongan bombones y caramelos a discreción. A las muchachas de Mokroie les gustan mucho.

—De acuerdo en que pongan una buena cantidad de caramelos. ¿Pero por qué cuatro docenas de botellas? Una habría sido suficiente.

El funcionario dijo esto un tanto enfurecido. Después empezó a regatear y exigió que se extendiera una factura. Sin embargo, sólo logró salvar un centenar de rublos. Los vendedores reconocieron que la mercancía comprada no valía más de trescientos rublos.

De pronto, pareció cambiar de opinión.

—¿Pero a mí qué me importa todo esto? —exclamó—. ¡Vete al diablo! ¡Derrocha esos billetes que has ganado sin ningún esfuerzo!

—¡No te enfades, hombre! No hay que ser tan tacaño —dijo Mitia, llevándoselo a la trastienda—. Vamos a beber. Me encantan los buenos chicos como tú.

Mitia se sentó ante una mesita cubierta por un mantel no del todo limpio. Piotr Ilitch se sentó frente a él y le sirvieron champán. Les preguntaron si querían ostras, las primeras que habían recibido. Estaban recién cogidas.

—¡Al diablo las ostras! —exclamó groseramente Piotr Ilitch—. No quiero ostras; no quiero nada.

—No hay tiempo para comer ostras —dijo Mitia—. Por otra parte, no tengo apetito. Ya sabes, amigo mío, que nunca me ha gustado el desorden.

—¿Ah, no? ¡Válgame Dios! Tres docenas de botellas de champán para los vagabundos. ¡Eso es una locura!

—No me refiero a ese orden, sino al orden superior. Un orden que en mí no existe... En fin, como todo ha terminado, no hay que preocuparse. Es demasiado tarde. Toda mi vida ha sido desordenada; ya es hora de que la ordene. Como ve, domino el retruécano.

—Lo que veo es que estás divagando.

—«¡Gloria al Altísimo en el mundo! ¡Gloria al Altísimo en mí!»... Estos versos, mejor dicho, estas lágrimas, se escaparon de mi alma un día. Sí, los compuse yo, pero no cuando arrastraba al capitán tirando de su barba.

—¿A qué viene nombrar ahora al capitán?

—No lo sé. ¡Pero qué importa! Cuando todo termina, todo va a parar al mismo total.

—Tus pistolas me tienen preocupado.

—¡Bah! Bebe y no pienses en nada. Amo la vida, y la he amado mucho, hasta el hastío. Bebamos por la vida, querido... ¿Cómo puedo estar contento? Soy vil, mi vileza me atormenta, y, sin embargo, estoy contento. Bendigo la creación, estoy dispuesto a bendecir a Dios y a sus obras, pero... he de destruir en mí un mal insecto que ataca a las vidas ajenas. ¡Bebamos por la vida, hermano! ¿Hay algo más hermoso? Bebamos también por la reina de las reinas.

—Bien. Bebamos por la vida y por tu reina.

Vaciaron un vaso. Mitia, pese a su exaltación, estaba triste. Parecía presa de una abrumadora preocupación.

—¡Micha! ¡Mira, es Micha! ¡Eh, ven aquí! Toma, querido. Bébete este vaso por Febo, el de los cabellos de oro, que aparecerá en el cielo mañana.

—¡No tienes por qué invitarlo! —exclamó Piotr Ilitch, irritado.

—Déjame, quiero hacerlo.

El funcionario gruñó. Micha bebió, saludó y se fue.

—Así se acordará más tiempo de mí... ¡Amo a una mujer! ¿Qué es la mujer? La reina de la tierra. Estoy triste, Piotr Ilitch. Acuérdate de Hamlet. «Estoy triste, muy triste, Horacio... ¡Ay, pobre Yorick!» Tal vez yo sea Yorick. Sí, ahora soy Yorick, y muy pronto seré un cráneo.

Piotr Ilitch lo escuchaba en silencio. Mitia enmudeció también.

De pronto, Dmitri vio en un rincón un pequeño sabueso de ojos negros y preguntó distraídamente a un empleado:

—¿Qué hace aquel perro allí?

—Es el sabueso de Varvara Alexeievna, nuestra patrona —repuso el empleado—. Se lo ha dejado aquí por olvido. Habrá que llevárselo a su casa.

—Yo vi uno muy parecido en el cuartel —dijo Mitia, absorto—. Pero aquél tenía rota una de las patas traseras... Oye, Piotr Ilitch; quiero hacerte una pregunta: ¿has robado alguna vez?

—¿A qué viene eso?

—Me refiero al dinero que se quita a otro, no al Tesoro Público, al que todo el mundo defrauda lo que puede, y tú el primero, sin duda...

—¡Vete al diablo!

—Dime: ¿has quitado el monedero del bolsillo a alguien?

—No; lo que hice una vez fue quitar veinte copecs a mi madre. Entonces yo tenía nueve años. Estaban sobre la mesa. Los cogí disimuladamente y cerré la mano con todas mis fuerzas.

—¿Y qué pasó?

—Nadie había visto nada. Los tuve tres días. Después, avergonzado, lo confesé todo y los devolví.

—¿Y entonces...?

—Me dieron una paliza, naturalmente... Pero oye: ¿es que tú has robado?

—Sí —dijo Mitia guiñando un ojo con expresión maligna.

—¿Qué has robado?

—Veinte copecs a mi madre. Yo tenía entonces nueve años. Los devolví tres días después.

Y se levantó.

—Dmitri Fiodorovitch, dese prisa —gritó Andrés desde la puerta de la tienda.

—¿Ya está todo preparado? Pues vámonos... Pero antes denle a Andrés un vaso de vodka. ¡En seguida! Y después coñac... Esta caja, la de las pistolas, hay que ponerla en el asiento... Adiós, Piotr Ilitch. No guardes mal recuerdo de mí.

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