Se habla del fuego del infierno tomando la expresión en su sentido literal. No me atrevo a sondear este misterio, pero me parece que si hubiese verdaderas llamas, los condenados se regocijarían, pues el tormento físico les haría olvidar, aunque sólo fuera por un instante, la tortura moral, mucho más horrible que la del cuerpo. Es imposible librarlos de este dolor, pues está dentro de ellos, no fuera. Pero yo creo que si se les pudiera librar del sufrimiento físico, se sentirían aún más desgraciados. Pues aunque los justos del paraíso los perdonaran al advertir su tormento y, llevados de su amor infinito, los llamaran a su lado, sólo conseguirían aumentar el mal, avivando en ellos la sed ardiente de un amor activo, que corresponde a otro y lo agradece, amor que ya no es posible en esos desgraciados. Yo creo, sin embargo, que el convencimiento de esta imposibilidad acabará por descargar sus conciencias, pues, al aceptar el amor de los justos sin poder corresponderles, sentirán una humilde sumisión que creará una especie de imagen, de imitación del amor activo que desdeñaron en la tierra... Me parece, hermanos y amigos, que no he podido expresar claramente estos pensamientos. Pero malditos sean aquellos que se han destruido a sí mismos, malditos sean esos suicidas. No creo que haya seres más desdichados que ellos. Se dice que es un pecado rogar a Dios por estas almas, y, al parecer, la Iglesia los repudia, pero yo creo que se puede orar por ellas también. El amor no puede irritar en ningún caso a Cristo. Toda mi vida he rogado desde el fondo de mi corazón por esos infortunados, y les confieso, padres, que sigo haciéndolo todavía.
En el infierno hay seres que permanecen altivos y hostiles a pesar de haber adquirido la claridad de pensamiento y de tener ante sus ojos la verdad incontestable. Algunos de ellos son verdaderos monstruos entregados enteramente a Satanás y a su orgullo, mártires voluntarios que no se sacian de infierno, que se han maldecido a sí mismos, por haber maldecido a Dios y a la vida. Se alimentan de su feroz soberbia, como el hambriento caminante del desierto se bebe su propia sangre. Pero son y serán siempre insaciables y rechazan el perdón. Maldicen a Dios, que les llama. Y querrían que Dios y toda su Creación desaparecieran. Arderán eternamente en el incendio de su cólera y siempre tendrán sed de muerte y de exterminio...
Aquí termina el manuscrito de Alexei Fiodorovitch Karamazov. Repito que es incompleto y fragmentario. Por ejemplo, los datos biográficos sólo abarcan la primera juventud del starets. Para resumir sus enseñanzas y sus opiniones se han reunido manifestaciones hechas por él en épocas y ocasiones diversas. La alocución del staretsen sus últimas horas es imprecisa: para comprender el espíritu y el fondo de esta exposición hay que recurrir a los extractos de otras lecciones que figuran en el manuscrito de Alexei Fiodorovitch.
El fin del staretssobrevino inesperadamente, pues, aunque todos los que estaban con él se daban cuenta de que se acercaba su fin, nadie se podía imaginar que muriera tan repentinamente. Por el contrario, como ya hemos dicho, viéndole tan animado, tan locuaz, creyeron en una notable mejoría, aunque fuese pasajera. Cinco minutos antes de su muerte, nadie podía prever lo que iba a ocurrir. Sintió de pronto un dolor agudo en el pecho y se llevó las manos a él. Todos se apresuraron a socorrerlo. Sonriendo a pesar de su dolor, se deslizó de su sillón, quedó de rodillas y se inclinó hasta tocar el suelo con la frente. Después, como en éxtasis, abrió los brazos, besó la tierra murmurando una oración (eran sus propias enseñanzas) y entregó su alma a Dios alegremente, dulcemente...
La noticia de su muerte se extendió con gran rapidez por el recinto de la ermita y llegó al monasterio. Los íntimos del difunto y los que por su jerarquía eclesiástica estaban obligados a ello, lo amortajaron de acuerdo con los ritos tradicionales. La comunidad se reunió en la iglesia. Antes de la salida del sol, la nueva llegó a la ciudad y fue el tema de todas las conversaciones. Gran número de vecinos acudió al monasterio. Ya hablaremos de esto en el libro siguiente. Ahora nos limitaremos a decir que aquel día se produjo un acontecimiento inaudito que causó gran impresión entre los monjes y los habitantes de la ciudad, un acontecimiento tan extraño y desconcertante, que todavía, después de tantos años, se conserva en nuestra localidad un vivido recuerdo de aquella jornada llena de emociones...
TERCERA PARTE
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LIBRO VII
ALIOCHA
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CAPÍTULO PRIMERO
El olor nauseabundo
El cuerpo del padre Zósimo fue preparado para la inhumación de acuerdo con el rito establecido. Sabido es que a los monjes y a los ascetas que mueren no se les baña. El Gran Ritual dice: «Cuando un monje recibe la llamada del Señor, el hermano designado por la comunidad frota su cuerpo con agua tibia, después de trazar con una esponja una cruz en su frente, otra en su pecho, una en cada mano, otras dos en sus pies y dos también en sus rodillas. Y nada más. El padre Paisius se encargó de esta operación. Después puso al difunto el hábito monástico y otra vestidura ritual, rasgándola, como está prescrito, en forma de cruz. En la cabeza se le ajustó un capuchón en cuya cúspide había una cruz de ocho brazos, se cubrió su cara con un velo negro y se le puso en las manos una imagen del Salvador. Una vez vestido así el cadáver, se le colocó, aquella misma mañana, en un féretro que estaba construido desde hacía mucho tiempo. Se decidió dejarlo todo el día en la gran cámara que se utilizaba como salón. Como el difunto tenía la categoría ieroskhimonakh [38], había que leer no el salterio, sino el Evangelio. Después de la ceremonia fúnebre, el padre José empezó la lectura. El padre Paisius, que quería sustituirle enseguida para el resto de la jornada y para toda la noche, estaba en aquel momento tan atareado como el superior de la ermita.
Entre los monjes y los laicos que acudieron en masa se advirtió una agitación inaudita, incluso inconveniente, una actitud de espera febril. El superior y el padre Paisius hacían todo lo posible para calmar los espíritus sobreexcitados. Cuando la claridad del día lo permitió, se vio llegar a los fieles, transportando a sus enfermos, casi todos niños. Esperaban una curación inmediata, y su fe les decía que el milagro iba a producirse sin duda alguna. Entonces se vio hasta qué punto había considerado la gente como un verdadero santo al starets. No todos los que formaban aquella muchedumbre, ni mucho menos, pertenecían a las clases inferiores. La ávida e impaciente espera de aquellos creyentes, exhibida sin reserva alguna, rebasaba las previsiones del padre Paisius y lo escandalizaba. Al encontrarse con otros monjes, todos profundamente conmovidos, les dijo: