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- ¿De qué se trata?

Agustín chupeteó un poco de nieve y miró hacia el claro por donde habían pasado los jinetes. Luego escupió la nieve derretida.

- ¡Vaya, qué desayuno! ¿Dónde está el cochino gitano?

- ¿Qué trabajos? -insistió Robert Jordan-. Habla, mala lengua.

- Saltar de un avión sin paracaídas -dijo Agustín con los ojos brillantes-. Eso para los que queremos más. A los otros los clavaría en los postes de las alambradas y los hincaríamos bien sobre las púas.

- Esa manera de hablar es innoble -dijo Anselmo-. Así no tendremos nunca República.

- Lo que es yo, querría nadar diez leguas en una sopa espesa hecha con sus cojones -dijo Agustín-; y cuando vi a esos cuatro y pensé que podíamos matarlos, me sentí como una yegua esperando al macho en el corral.

- Pero tú sabes por qué no los hemos matado -dijo Robert Jordan sin perder la calma.

- Sí -dijo Agustín-; sí, pero tenía tantas ganas como una yegua en celo. Tú no puedes comprender eso si no lo has experimentado.

- Sudabas mucho -dijo Robert Jordan-; pero yo creía que era de miedo.

- De miedo, sí; de miedo y de otra cosa. Y en esta vida no hay nada más fuerte que esa otra cosa.

«Sí -pensó Robert Jordan-. Nosotros hacemos esto fríamente, pero ellos no, jamás. Es un sacramento extra. Es el antiguo sacramento, el que ellos tenían antes de que la nueva religión les llegara del otro extremo del Mediterráneo; el sacramento que no han abandonado jamás. Sino solamente disimulado y escondido, para sacarlo durante las guerras y las inquisiciones. Este es el pueblo de los autos de fe. Matar es cosa necesaria, pero para nosotros es diferente. ¿Y tú?, ¿no has experimentado nunca eso? ¿No lo sentiste en la Sierra? ¿Ni en Usera? ¿Ni en todo el tiempo que estuviste en Extremadura? ¿En ningún momento? ¡Qué va! -se dijo-. A cada tren.

»Deja de hacer literatura dudosa sobre los bereberes y los antiguos iberos y reconoce que has sentido placer en matar, como todos los que son soldados por gusto sienten a veces placer lo confiesen o no. A Anselmo no le gusta porque es un cazador y no un soldado. Pero no le idealices tampoco. Los cazadores matan a los animales y los soldados matan a los hombres. No te engañes a ti mismo. Y no hagas literatura. Mira, hace tiempo que estás manchado. Y no pienses mal de Anselmo tampoco. Es un cristiano; algo muy raro en los países católicos.

»Pero, por lo que se refiere a Agustín, creo que fue miedo, el miedo natural que acomete antes de la acción. Y también algo más. Quizás esté fanfarroneando ahora. Había mucho miedo en su caso. He sentido el miedo bajo mi mano. En fin, es hora de acabar con la cháchara.»

- Mira si el gitano ha traído comida -dijo a Anselmo-. No le dejes subir hasta aquí. Es un tonto. Tráela tú mismo. Y, por mucha que haya traído, mándale de nuevo por más. Tengo muchísima hambre.

Capítulo veinticuatro

Era una mañana de fines de mayo, de cielo alto y claro. El viento acariciaba tibiamente. La nieve se fundía con rapidez mientras tomaban un refrigerio. Había dos grandes emparedados de carne y queso de cabra para cada uno, y Robert Jordan cortó con su navaja dos gruesas rodajas de cebolla, y las puso a uno y otro lado de la carne y del queso, entre los trozos de pan.

- Vas a oler de tal manera, que llegará hasta los fascistas que están al otro lado del bosque -dijo Agustín, con la boca llena.

- Dame la bota para enjuagarme la boca -dijo Robert Jordan, con la boca llena también de carne, queso, cebolla y pan a medio masticar.

No había tenido nunca tanta hambre. Se llenó la boca de vino, que sabía ligeramente a cuero, por el pellejo en que había estado guardado, y luego volvió a beber, empinando la bota, de manera que el chorro le corriese por la garganta. La bota rozó las agujas de pino que cubrían el fusil automático al levantar la mano, echando la cabeza hacia atrás, para dejar que el vino corriese mejor.

- ¿Quieres este emparedado? -le preguntó Agustín, ofreciéndoselo por encima de la ametralladora.

- No, muchas gracias. Es para ti.

- Yo no tengo ganas. No acostumbro a comer tanto por la mañana.

- ¿De verdad no lo quieres?

- No. Tómalo.

Robert Jordan cogió el emparedado y lo dejó sobre sus rodillas para sacar del bolsillo de su chaqueta, en donde guardaba las granadas, una cebolla; luego abrió su navaja y empezó a cortar. Quitó primero cuidadosamente la ligera película, que se había ensuciado en el bolsillo, y luego cortó una gruesa rodaja. Un segmento exterior cayó al suelo; Robert Jordan lo recogió, lo puso con la rodaja y lo metió todo en el emparedado.

- ¿Siempre comes cebolla tan temprano? -preguntó Agustín.

- Cuando la hay.

- ¿Todo el mundo lo hace en tu país?

- No -contestó Robert Jordan-; allí está mal visto.

- Eso me gusta -dijo Agustín-; siempre tuve a América por país civilizado.

- ¿Qué tienes contra las cebollas?

- El olor. Nada más. Aparte de eso, es como una rosa.

Robert Jordan le sonrió con la boca llena.

- Una rosa -dijo-; es una verdad como un templo. Una cebolla es una rosa y una rosa es una cebolla.

- Se te están subiendo las cebollas a la cabeza -dijo Agustín-. Ten cuidado.

- Una cebolla es una cebolla y una rosa es una rosa -insistió alegremente Robert Jordan, y pensó que una piedra es una roca, es un peñasco, un cascote, un guijarro.

- Enjuágate la boca con el vino -le aconsejó Agustín-. Eres muy raro, inglés. Hay mucha diferencia entre tú y el último dinamitero que trabajó con nosotros.

- Hay, efectivamente, una gran diferencia.

- ¿Cuál?

- Que yo estoy vivo y él muerto -dijo Robert Jordan. Pero en seguida pensó: «¿Qué es lo que te pasa? ¡Vaya una manera de hablar! ¿Es la comida lo que te pone en ese estado de loca felicidad? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás borracho de cebolla? ¿Es eso lo que te pasa? Nunca me importó mucho. Quisiste que fuese algo importante para ti, pero no lo conseguiste. No debes engañarte por el poco tiempo que te queda»-. No -añadió hablando seriamente-. Aquél era un hombre que había sufrido mucho.

- ¿Y tú no has sufrido?

- No -contestó Robert Jordan-; yo soy de los que sufren poco.

- Yo también -dijo Agustín-. Hay quienes sufren y quienes no sufren. Yo sufro muy poco.

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