Anselmo y Agustín sonrieron.
- Todo esto ha soportado muy bien la prueba, y sería peligroso plantar árboles ahora, porque esas gentes van a volver y acaso no sean estúpidas del todo.
Sentía necesidad de hablar, señal en él de que acababa de pasar por un gran peligro. Podía medir siempre la gravedad de un asunto por la necesidad de hablar que sentía luego.
- Es un buen escondrijo, ¿eh?
- Sí -dijo Agustín-; muy bueno. Y que todos los fascistas se vayan a la mierda. Hubiéramos podido matar a cuatro. ¿Has visto? -preguntó a Anselmo.
- Lo he visto.
- Tú -dijo Robert Jordan, dirigiéndose a Anselmo, y tuteándole de repente-. Tienes que ir al puesto de ayer o a otro lugar que elijas, para vigilar el camino como ayer y el movimiento de tropas. Nos hemos retrasado. Quédate allí hasta que oscurezca. Luego vuelve y enviaremos a otro.
- Pero ¿y las huellas que voy a dejar?
- Toma el camino de abajo en cuanto haya desaparecido la nieve. El camino estará embarrado por la nieve. Fíjate si no hay mucha circulación de camiones o si hay huellas de tanques en el barro de la carretera. Eso es todo lo que podremos averiguar hasta que te instales para vigilar.
- Si usted me lo permite… -insinuó el viejo.
- Pues claro.
- Si usted me lo permite, ¿no sería mejor que fuera a La Granja y me informase de lo que pasó la última noche y enviara alguien para que vigilase hoy como usted me ha enseñado? Ese alguien podría acudir a entregar su informe esta noche, o podría yo volver a La Granja para recoger su informe.
- ¿No tiene usted miedo de encontrarse con la caballería? -preguntó Jordan.
- No, cuando la nieve se haya derretido.
- ¿Hay alguien en La Granja capaz de hacer ese trabajo?
- Sí. Para eso, sí. Podría ser una mujer. Hay varias mujeres de confianza en La Granja.
- Ya lo creo -terció Agustín-. Hay varias para eso y otras que sirven para otras cosas. ¿No quieres que vaya yo?
- Deja ir al viejo. Tú sabes manejar esta ametralladora y la jornada no ha concluido todavía.
- Iré cuando se derrita la nieve -dijo Anselmo-; y se está derritiendo muy de prisa.
- ¿Crees que pueden capturar a Pablo? -preguntó Jordan a Agustín.
- Pablo es muy listo -dijo Agustín-. ¿Crees que se puede cazar a un ciervo sin perros?
- A veces, sí.
- Pues a Pablo, no -dijo Agustín-. Claro que no es más que una ruina de lo que fue en tiempos. Pero no por nada está viviendo cómodamente en estas montañas y puede emborracharse hasta reventar, mientras otros muchos han muerto contra el paredón.
- ¿Y es tan listo como dicen?
- Mucho más.
- Aquí no ha mostrado mucha habilidad.
- ¿Cómo que no? Si no fuera tan hábil como es, hubiera muerto anoche. Me parece, inglés, que no entiendes nada de la política ni de la vida del guerrillero. En política, como en esto, lo primero es seguir viviendo. Mira cómo ha seguido viviendo. Y la cantidad de mierda que tuvo que tragarse de ti y de mí.
Puesto que Pablo volvía a formar parte del grupo, Robert Jordan no quería hablar mal de él y apenas había hecho estos comentarios sobre la habilidad de Pablo, lamentó haberlos expresado. Sabía perfectamente lo astuto que era Pablo. Fue el primero en ver los fallos en las instrucciones sobre la voladura del puente. Había hecho aquella referencia despectiva por lo mucho que le desagradaba Pablo, y al instante de hacerla se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Pero era en parte una porción de la charla excesiva que sigue a una gran tensión nerviosa. Cambió de conversación y dijo, volviéndose a Anselmo:
- ¿Es posible ir a La Granja en pleno día?
- No es tan difícil -contestó el viejo-; no iré con una banda militar.
- Ni con un cascabel al cuello -dijo Agustín-. Ni llevando un estandarte.
- ¿Cómo irás, pues?
- Por lo alto de las montañas primero, y luego descenderé por el bosque.
- Pero ¿y si te detienen?
- Tengo documentos.
- Todos los tenemos, pero habrás de arreglártelas para tragarte los malos.
Anselmo movió la cabeza y golpeó el bolsillo de su blusa.
- ¡Cuántas veces he pensado en eso! -dijo-. Y no me gusta nada comer papel.
- Creo que debiera añadirse un poco de mostaza -dijo Robert Jordan-. En mi bolsillo izquierdo tengo los papeles nuestros. En el derecho, los papeles fascistas. Así, en caso de peligro no hay confusión.
El peligro debió de haber sido muy serio cuando el jefe de la primera patrulla hizo un gesto hacia ellos; porque hablaban todos mucho.
Demasiado, pensó Robert Jordan.
- Pero oye, Roberto -dijo Agustín-, se dice que el Gobierno está girando cada día más hacia la derecha; que en la República ya no se dice camarada, sino señor y señora. ¿No puedes hacer que giren tus bolsillos?
- Cuando las cosas se vuelvan tan hacia la derecha, meteré mis papeles en el bolsillo del pantalón y coseré la costura del centro.
- Entonces vale más que estén en tu camisa -dijo Agustín-. ¿Es que vamos a ganar esta guerra y a perder la revolución?
- No -replicó Robert Jordan-; pero si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República, ni tú ni yo ni nada más que un enorme carajo.
- Es lo que yo digo -intervino Anselmo-: hay que ganar esta guerra.
- Y en seguida fusilar a los anarquistas, a los comunistas y a toda esa canalla, salvo a los buenos republicanos -dijo Agustín.
- Que se gane esta guerra y que no se fusile a nadie -dijo Anselmo-. Que se gobierne con justicia y que todos disfruten de las ventajas en la medida que hayan luchado por ellas. Y que se eduque a los que se han batido contra nosostros para que salgan de su error.
- Habrá que fusilar a muchos -dijo Agustín-. A muchos. A muchos. A muchos.
Golpeó con el puño derecho cerrado contra la palma de su mano izquierda.
- Espero que no se fusile a nadie. Ni siquiera a los jefes. Que se les permita reformarse por el trabajo.
- Ya sé yo qué trabajo les daría -intervino Agustín. Y cogió un puñado de nieve y se lo metió en la boca.
- ¿Qué clase de trabajo, mala pieza? -preguntó Robert Jordan.
- Dos trabajos muy brillantes.