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Capítulo veintitrés

- Agáchate -susurró Robert Jordan a Agustín.

Y volviéndose, le hizo señas con la mano para indicarle «abajo, abajo» a Anselmo, que se acercaba por el claro con un pino sobre sus espaldas que parecía un árbol de Navidad. Vio cómo el viejo dejaba el árbol tras una roca y desaparecía. Luego se puso a observar el espacio abierto en la dirección del bosque. No veía nada; no oía nada, pero sentía latir su corazón. Luego oyó el choque de una piedra que caía rodando y golpeaba en otras piedras, haciendo saltar ligeros pedazos de roca. Volvió la cabeza hacia la derecha y, levantando los ojos, vio el fusil de Primitivo elevarse y descender horizontalmente cuatro veces. Después no vio más que el blanco espacio frente a él, con la huella circular dejada por el caballo gris y, más abajo, la línea del bosque.

- Caballería -susurró Agustín, que le miró. Y sus mejillas, oscuras y sombrías, se distendieron en una sonrisa.

Robert Jordan advirtió que estaba sudando. Alargó la mano y se la puso en el hombro. En aquel momento vieron a cuatro jinetes salir del bosque y Robert Jordan sintió los músculos de la espalda de Agustín, que se crispaban bajo su mano.

Un jinete iba delante y tres cabalgaban detrás. El que los guiaba seguía las huellas del caballo gris. Cabalgaba con los ojos fijos en el suelo. Los otros tres, dispuestos en abanico, iban escudriñándolo todo cuidadosamente en el bosque. Todos estaban alerta. Robert Jordan sintió latir su corazón contra el suelo cubierto de nieve, en el que estaba extendido, con los codos separados, observando por la mira del fusil automático.

El hombre que marchaba delante siguió las huellas hasta el lugar en que Pablo había girado en círculo y luego se detuvo. Los otros tres le alcanzaron y al llegar a su altura se detuvieron también.

Robert Jordan los veía claramente por encima del cañón de azulado acero de la ametralladora. Distinguía los rostros de los hombres, los sables colgantes, los ijares de los caballos brillantes de sudor, el cono de sus capotes y las boinas navarras echadas a un lado. El jefe dirigió su caballo hacia la brecha entre las rocas, en donde estaba colocada el arma automática, y Robert Jordan vio su rostro juvenil, curtido por el viento y el sol, sus ojos muy juntos, su nariz aquilina, y el mentón saliente en forma de cuña.

Desde su silla, por encima de la cabeza del caballo, levantada en alto, frente por frente a Robert Jordan, con la culata del ligero fusil automático asomando fuera de la funda, que colgaba a la derecha de la montura, el jefe señaló hacia la abertura en la que estaba colocado el fusil. Robert Jordan hundió sus codos en la tierra y observó, a lo largo del cañón, a los cuatro jinetes detenidos frente a él sobre la nieve. Tres de ellos habían sacado sus armas. Dos las llevaban terciadas sobre la montura. El otro la llevaba colgando a su derecha, con la culata rozándole la cadera.

«Es raro verlos tan de cerca -pensó-. Mucho más raro es aún verlos a lo largo del cañón de un fusil como éste. Generalmente los vemos con la mira levantada y nos parecen hombres en miniatura, y es condenadamente difícil disparar sobre ellos. O bien se acercan corriendo, echándose a tierra, se vuelven a levantar y hay que barrer una ladera con las balas u obstruir una calle o castigar constantemente las ventanas de un edificio. A veces se los ve de lejos, marchando por una carretera. Únicamente asaltando un tren has podido verlos así, como están ahora. A esta distancia, a través de la mira, parece que tienen dos veces su estatura. Tú, -pensó, mirando por la mira y siguiendo una línea que llegaba hasta el pecho del jefe de la partida, un poco a la derecha de la enseña roja que relucía al sol de la mañana contra el fondo oscuro del capote-. Tú -siguió pensando en español, en tanto extendía los dedos, apoyándolos sobre las patas de la ametralladora, para evitar que una presión a destiempo sobre el gatillo pusiera en movimiento con una corta sacudida la cinta de los proyectiles-. Tú, tú estás muerto en plena juventud. Y tú, y tú, y tú. Pero que no suceda. Que no suceda.»

Sintió cómo Agustín, a su lado, comenzaba a toser, se contenía y tragaba con dificultad. Volvió la mirada hacia el cañón engrasado del fusil y por entre las ramas, con los dedos aún sobre las patas del trípode, vio que el jefe de la partida, haciendo girar a su caballo, señalaba las huellas producidas por Pablo. Los cuatro caballos partieron al trote y se internaron en el bosque, y Agustín exclamó: «¡Cabrones!»

Robert Jordan miró alrededor, hacia las rocas, en donde Anselmo había depositado el árbol.

El gitano se adelantaba hacia ellos llevando un par de alforjas, con el fusil terciado sobre la espalda. Robert Jordan le hizo señas para que se agachara y el gitano desapareció.

- Hubiéramos podido matar a los cuatro -dijo Agustín, en voz baja. Estaba sudando todavía.

- Sí -susurró Robert Jordan-; pero ¿quién sabe lo que hubiera sucedido después?

Entonces oyó el ruido de otra piedra rodando y miró atentamente alrededor. El gitano y Anselmo estaban bien escondidos. Bajó los ojos, echó una mirada al reloj, levantó la cabeza y vio a Primitivo elevar y bajar el fusil varias veces en una serie de pequeñas sacudidas. «Pablo cuenta con cuarenta y cinco minutos de ventaja», pensó Jordan. Luego oyó el ruido de un destacamento de caballería que se acercaba.

- No te apures -susurró a Agustín-; pasarán, como los otros, de largo.

Aparecieron en la linde del bosque, de dos en fondo, veinte jinetes uniformados y armados como los que los habían precedido, con los sables colgando de las monturas y las carabinas en su funda y penetraron por entre los árboles en la misma forma que lo habían hecho los otros.

- ¿Tú ves? -preguntó Robert Jordan a Agustín.

- Eran muchos -dijo Agustín.

- Hubiéramos tenido que habérnoslas con ellos de haber matado a los otros -dijo Robert Jordan. Su corazón había recuperado un ritmo tranquilo; tenía la camisa mojada de la nieve que se derretía. Tenía una sensación de vacío en el pecho.

El sol brillaba sobre la nieve, que se derretía rápidamente. La veía deshacerse alrededor del tronco de los árboles y delante del cañón de la ametralladora; a ojos vistas, la superficie nevada se desleía como un encaje al calor del sol, la tierra aparecía húmeda y despedía una tibieza suave bajo la nieve que la cubría.

Robert Jordan levantó los ojos hacia el puesto de Primitivo y vio que éste le indicaba: «Nada», cruzando las manos con las palmas hacia abajo.

La cabeza de Anselmo apareció por encima de un peñasco y Robert Jordan le hizo señas para que se acercase. El viejo se deslizó de roca en roca, arrastrándose, hasta llegar junto al fusil, a cuyo lado se tendió de bruces.

- Muchos -dijo-. Muchos.

- No me hacen falta los árboles -dijo Robert Jordan-. No vale la pena hacer mejoras forestales.

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