—Descansaremos aquí esta noche—dijo Aragorn—. Éstos son los prados de Parth Galen: un hermoso sitio en los días de verano de otro tiempo. Esperemos que ningún mal haya llegado aún aquí.
Llevaron las embarcaciones al barranco y acamparon. Pusieron una guardia, pero no oyeron ningún ruido ni vieron ninguna señal de los enemigos. Si Gollum los seguía aún, había encontrado el modo de que no lo vieran ni lo oyeran. Sin embargo, a medida que pasaba la noche, Aragorn iba sintiéndose más y más intranquilo, agitándose en sueños y despertando a menudo. En las primeras horas del alba, se incorporó y se acercó a Frodo, a quien le tocaba montar guardia.
—¿Por qué estás despierto? —le preguntó Frodo—. No es tu turno.
—No sé —respondió Aragorn—, pero una sombra y una amenaza han estado creciendo en mis sueños. Sería bueno que sacaras la espada.
—¿Por qué? —dijo Frodo—. ¿Hay enemigos cerca?
—Veamos qué nos muestra Dardo —dijo Aragorn.
Frodo desenfundó la hoja élfica. Aterrorizado, vio que los filos brillaban débilmente en la noche.
—¡Orcos! —dijo—. No muy cerca, y sin embargo demasiado cerca, me parece.
—Tal como me lo temía —dijo Aragorn—. Pero no creo que estén de este lado del río. La luz de Dardo es débil, y quizá sólo apunta a los espías de Mordor en las laderas del Amon Lhaw. Nunca oí hablar de orcos que hubieran llegado hasta el Amon Hen. Sin embargo quién sabe qué puede ocurrir en estos días nefastos, ahora que Minas Tirith ya no guarda los pasajes del Anduin. Tendremos que avanzar con mucho cuidado mañana.
El día llegó como fuego y humo. Abajo en el este había barras negras de nubes, como la humareda de un gran incendio. El sol naciente las iluminó desde abajo con oscuras llamas rojas, pero pronto subió al cielo claro. La cima del Tol Brandir estaba guarnecida de oro. Frodo miró hacia el este donde se levantaba la isla. Los flancos salían abruptamente del agua, y dominando los altos acantilados había pendientes escarpadas a las que se aferraban los árboles, de copas superpuestas, y más arriba de nuevo unas paredes grises e inaccesibles, coronadas por una aguja de piedra. Muchos pájaros volaban alrededor, pero no había otros signos de vida.
Después del desayuno, Aragorn reunió a toda la Compañía.
—El día ha llegado al fin —dijo—, el día de la elección tanto tiempo demorada. ¿Qué será ahora de nuestra Compañía, que ha viajado tan lejos en comunidad? ¿Iremos hacia el oeste con Boromir, a las guerras de Gondor, o iremos al este, hacia el Miedo y la Sombra, o disolveremos la comunidad y cada uno tomará el camino que prefiera? Lo que se decida, hay que hacerlo en seguida. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo. El enemigo está en la costa oriental, ya sabemos; pero temo que los orcos puedan encontrarse de este lado del agua.
Hubo un largo silencio, en el que nadie habló ni se movió.
—Bueno, Frodo —dijo Aragorn al fin—. Temo que la responsabilidad pese ahora sobre tus hombros. Eres el Portador elegido por el Concilio. Se trata de tu propio camino, y sólo tú decides. En este asunto no puedo aconsejarte. No soy Gandalf, y aunque he tratado de desempeñarme como él, no sé qué designios o esperanzas tenía para esta hora, si tenía algo. Lo más probable es que si estuviera aquí con nosotros la elección dependería todavía de ti. Tal es tu destino.
Frodo no respondió en seguida. Luego dijo lentamente: —Sé que el tiempo apremia, pero no puedo elegir. La responsabilidad es muy pesada. Dame una hora más, y hablaré. Dejadme solo.
Aragorn lo miró con una piedad conmiserativa.
—Muy bien, Frodo hijo de Drogo —le dijo—. Tendrás una hora, y estarás solo. Nos quedaremos aquí un rato. Pero no te alejes tanto que no podamos oírte.
Frodo se quedó algún tiempo sentado, cabizbajo. Sam, que había estado observando a su amo muy preocupado, inclinó la cabeza y murmuró: —Es claro como el agua, pero no vale la pena que Sam Gamyi meta la pata justo ahora.
Al fin Frodo se incorporó y se alejó, y Sam vio que mientras los otros se dominaban y evitaban mirarlo, los ojos de Boromir seguían atentamente a Frodo, hasta que se perdió entre los árboles al pie del Amon Hen.
Yendo al principio sin rumbo por el bosque, Frodo descubrió que los pies estaban llevándolo hacia las faldas de la montaña. Llegó a un sendero, las tortuosas ruinas de un camino de otra época. En los lugares abruptos habían tallado unos escalones, pero ahora estaban agrietados y gastados, y las raíces de los árboles habían partido la piedra. Trepó algún tiempo sin preocuparse por dónde iba, hasta que llegó a un sitio con pastos. Había fresnos alrededor, y en medio una gran piedra chata. El pequeño prado de la colina se abría al este, y ahora estaba iluminado por el sol matinal. Frodo se detuvo y miro por encima del río, que corría muy abajo, los picos del Tol Brandir y los pájaros que revoloteaban en el gran espacio aéreo que se extendía entre él y la isla virgen. La voz del Rauros era un poderoso rugido acompañado por un bramido retumbante.
Frodo se sentó en la piedra, apoyando el mentón en las manos, los ojos clavados en el este, pero no viendo mucho. Todo lo que había ocurrido desde que Bilbo dejara la Comarca le desfiló entonces por la mente, y recordó lo que pudo de las palabras de Gandalf. El tiempo pasó, y aún no podía decidirse.
De pronto despertó de estos pensamientos: tenía la rara impresión de que algo estaba detrás de él, que unos ojos inamistosos lo observaban. Se incorporó de un salto y se volvió: le sorprendió no ver sino a Boromir, de cara sonriente y bondadosa.
—Temía por ti, Frodo —dijo Boromir adelantándose—. Si Aragorn tiene razón y los orcos están cerca, no conviene que nos paseemos solos, y menos tú: tantas cosas dependen de ti. Y mi corazón también lleva una carga. ¿Puedo quedarme y hablarte un rato ya que te he encontrado? Me confortará. Cuando hay tantos, toda palabra se convierte en una discusión interminable. Pero dos quizá encuentren juntos el camino de la sabiduría.
—Eres amable —dijo Frodo—. Aunque no creo que un discurso pueda ayudarme. Pues sé muy bien lo que he de hacer, pero tengo miedo de hacerlo, Boromir, miedo.
Boromir no le contestó. El Rauros continuaba rugiendo. El viento murmuraba en las ramas de los árboles. Frodo se estremeció.
De pronto Boromir se acercó y se sentó junto a él.
—¿Estás seguro de que no sufres sin necesidad? —dijo—. Deseo ayudarte. Necesitas alguien que te guíe en esa difícil elección. ¿No aceptarías mi consejo?
—Creo que ya sé qué consejo me darías, Boromir —dijo Frodo—. Y me parecería un buen consejo si el corazón no me dijese que he de estar prevenido.
—¿Prevenido? ¿Prevenido contra quién? —dijo Boromir con tono brusco.
—Contra todo retraso. Contra lo que parece más fácil. Contra la tentación de rechazar la carga que me ha sido impuesta. Contra..., bueno, hay que decirlo: contra la confianza en la fuerza y la verdad de los Hombres.