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No hubo esa noche nada peor que una corta llovizna, una hora antes del alba. Llegó el día, y se pusieron en camino. La niebla estaba desvaneciéndose. Se mantenían lo más cerca posible de la orilla occidental, y podían ver las formas oscuras de los barrancos, más altas cada vez; muros sombríos que hundían los pies en las aguas apresuradas. A media mañana las nubes descendieron, y empezó a llover copiosamente. Extendieron las cubiertas de pieles sobre las barcas, para que no entrara el agua, y continuaron dejándose llevar río abajo. Las cortinas grises de la lluvia no les permitían ver lo que había delante o alrededor.

La lluvia, sin embargo, no duró mucho. El cielo fue aclarándose lentamente, y luego las nubes se abrieron, y arrastrando unos flecos desaliñados se alejaron hacía el norte. Las nieblas y brumas habían desaparecido. Delante de los viajeros se extendía una amplia hondonada, de grandes paredes rocosas, de donde colgaban unos pocos arbustos retorcidos, aferrados a las salientes y las grietas. El cauce se hizo más estrecho y el Río más rápido. Las aguas corrían con las barcas, y parecía difícil que pudieran detenerse o cambiar el rumbo, cualquiera que fuese el obstáculo que se les presentara delante. Sobre ellos el cielo era un prado azul; alrededor se extendía el río oscurecido, y delante, negras, las colinas de Emyn Muil al sol, y en ellas no se veía ninguna abertura.

Frodo miraba hacia delante, y de pronto vio dos rocas que se acercaban desde lejos: parecían dos grandes pináculos o pilares de piedra. Altas, verticales, amenazadoras, se erguían a ambos lados del Río. Una estrecha abertura apareció entre ellas, y el Río arrastró hacia allí las barcas.

—¡Mirad los Argonath, los Pilares de los Reyes! —gritó Aragorn—. Los cruzaremos pronto. ¡Mantened las barcas en fila, y tan apartadas como sea posible! ¡Siempre por el medio de la corriente!

Frodo, arrastrado por las aguas, sintió que las dos torres se adelantaban a recibirlo. Eran unas formas gigantescas, vastas figuras grises, mudas pero peligrosas. En seguida vio que los pilares eran en verdad unas tallas enormes, que el arte y los antiguos poderes habían trabajado en ellos, y que a pesar de los soles y las lluvias de años olvidados todavía seguían siendo unas poderosas imágenes. Sobre unos grandes pedestales apoyados en el fondo de las aguas se levantaban dos grandes reyes de piedra: los ojos velados bajo unas cejas hendidas aún miraban ceñudamente al norte. Los dos adelantaban la mano izquierda, mostrando la palma en un ademán de advertencia; en la mano derecha tenían un hacha, y sobre la cabeza llevaban un casco y una corona desmoronados. Aún daban impresión de poder y majestad, guardianes silenciosos de un reino desaparecido hacía tiempo. Frodo se sintió invadido por un temor reverente, y se encogió cerrando los ojos, sin atreverse a mirar mientras la barca se acercaba. Hasta Boromir inclinó la cabeza cuando las embarcaciones pasaron en un torbellino, como hojitas frágiles y voladizas, a la sombra permanente de los centinelas de Númenor. Así cruzaron la abertura oscura de las Puertas.

Los terribles acantilados se alzaban ahora a cada lado a alturas inescrutables. El cielo pálido parecía estar muy lejos. Las aguas negras rugían y resonaban, y un viento chillaba sobre ellas. Frodo, la cabeza entre las rodillas, oyó a Sam gruñir y murmurar delante.

—¡Qué sitio! ¡Qué sitio horrible! ¡Que pueda yo salir de este bote y nunca volveré a mojarme los pies en un charco, y menos en un río!

—¡No temas! —dijo una voz extraña, detrás de él.

Frodo se volvió y vio a Trancos, y sin embargo no era Trancos, pues el curtido Montaraz ya no estaba allí. En la popa venía sentado Aragorn hijo de Arathorn, orgulloso y erguido, guiando la barca con hábiles golpes de pala; se había echado atrás la capucha, los cabellos negros le flotaban al viento, y tenía una luz en los ojos: un rey que vuelve del exilio.

—¡No temas! —repitió—. Durante muchos años anhelé contemplar las imágenes de Isildur y Anárion, mis señores de otro tiempo. A la sombra de estos señores, Elessar, Piedra de Elfo, hijo de Arathorn de la Casa de Valandil hijo de Isildur, heredero de Elendil, ¡no tiene nada que temer!

En seguida la luz se le apagó en los ojos y Aragorn dijo como hablándose a sí mismo: —¡Ah, si ahora Gandalf estuviera aquí! ¡Qué nostalgia tengo de Minas Anor y las murallas de mi ciudad! ¿A dónde iré ahora?

El paso era largo y oscuro, y había allí un ruido de viento, de aguas torrentosas y de ecos que resonaban en las paredes de piedra. Describía una curva hacia el oeste, de modo que al principio todo era oscuro adelante, pero Frodo vio luego una alta brecha luminosa, que crecía con rapidez. De pronto las barcas salieron precipitadas a una luz vasta y clara.

El sol, que ya había dejado muy atrás el mediodía, brillaba en un cielo ventoso. Las aguas se extendían ahora en un largo lago oval, el pálido Nen Hithoel, rodeado de colinas grises y abruptas; las faldas estaban cubiertas de árboles, pero las cimas desnudas brillaban fríamente a la luz del sol. En el extremo sur había tres picos. El del medio se inclinaba un poco hacia delante, apartándose de los otros: una isla en medio del agua, entre los brazos pálidos y centelleantes del Río. De lejos venía un rugido profundo, como un trueno distante.

—¡Mirad el Tol Brandir! —dijo Aragorn señalando el pico alto del sur—. A la izquierda se alza el Amon Lhaw y a la derecha el Amon Hen, las colinas del Oído y de la Vista. En los días de los grandes reyes había sitiales ahí arriba, y una guardia permanente. Pero se dice que ningún pie de hombre o de bestia ha hollado alguna vez el Tol Brandir. Antes que caigan las sombras de la noche ya estaremos allí. Escucho la voz eterna del Rauros, que nos llama.

La Compañía descansó un rato, dejando que la corriente los llevara hacia el sur por el medio del lago. Comieron algo, y luego tomaron las palas para ir más de prisa. La sombra cayó en las laderas del oeste, y el sol descendió redondo y rojo. Aquí y allá asomó una estrella neblinosa. Los tres picos se erguían ante ellos, cada vez más oscuros. El vozarrón del Rauros rugía no muy lejos. Cuando los viajeros llegaron por último a la sombra de las colinas, la noche se extendía ya sobre las aguas.

El décimo día de viaje había terminado. Las Tierras Ásperas quedaban atrás. No podían continuar sin decidir entre el camino del este y el camino del oeste. La última etapa de la Misión estaba ante ellos.

La Comunidad del Anillo - _27.jpg

10

LA DISOLUCIÓN DE LA COMUNIDAD

Aragorn los llevó hacia el brazo derecho del Río. Allí, en la ladera del oeste, a la sombra del Tol Brandir, había un prado verde que descendía hacia el agua desde los pies del Amon Hen. Detrás se elevaban las primeras estribaciones de la colina, sembradas de árboles, y otros árboles se alejaban hacia el oeste siguiendo la orilla curva del lago. Un pequeño manantial subía y caía alimentando la hierba.

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