Al fin Legolas se giró, y al ver que se habían quedado muy rezagados le habló a Aragorn. Los otros se detuvieron, y Aragorn corrió de vuelta, llamando a Boromir.
—¡Lo lamento, Frodo! —exclamó, muy preocupado—. Tantas cosas ocurrieron hoy y hubo tanta prisa que olvidé que estabas herido; y Sam también. Tenías que haber hablado. No hicimos nada para aliviarte, como era nuestro deber, aunque todos los orcos de Moria vinieran detrás. ¡Vamos! Un poco más allá hay un sitio donde podríamos descansar un momento. Allí haré por ti lo que esté a mi alcance. ¡Ven, Boromir! Los llevaremos en brazos.
Poco después llegaron a otra corriente de agua que descendía del oeste y se unía burbujeando al torrentoso Cauce de Plata. Juntos saltaban por encima de unas piedras de color verde, y caían espumosos en un barranco. Alrededor se elevaban unos abetos, bajos y torcidos; las riberas eran escarpadas y cubiertas con helechos y matas de arándanos. En el extremo de la hondonada había un espacio abierto y llano que el río atravesaba murmurando sobre un lecho de piedras relucientes. Aquí descansaron. Eran casi las tres de la tarde y estaban aún a unas pocas millas de las Puertas. El sol descendía ya hacia el oeste.
Mientras Gimli y los dos hobbits más jóvenes encendían un fuego con ramas y hojas de abeto, y traían agua, Aragorn atendió a Sam y a Frodo. La herida de Sam no era profunda, pero tenía mal aspecto, y Aragorn la examinó con aire grave. Al cabo de un rato alzó los ojos aliviado.
—¡Buena suerte, Sam! —dijo—. Muchos han recibido heridas peores como prenda por haber abatido al primer orco. La herida no está envenenada, como ocurre demasiado a menudo con las provocadas por estas armas. Cicatrizará bien, una vez que la hayamos atendido. Báñala, cuando Gimli haya calentado un poco de agua.
Abrió un saquito y sacó unas hojas marchitas.
—Están secas y han perdido algunas de sus virtudes —dijo—, pero aún tengo aquí algunas de las hojas de athelasque junté cerca de la Cima de los Vientos. Machaca una en agua y lávate la herida, y luego te vendaré. ¡Ahora te toca a ti, Frodo!
—¡Yo estoy bien! —dijo Frodo, con pocas ganas de que le tocaran las ropas—. Todo lo que necesito es comer y descansar un rato.
—¡No! —dijo Aragorn—. Tenemos que mirar y ver qué te han hecho el martillo y el yunque. Todavía me maravilla que estés vivo.
Le quitó a Frodo lentamente la vieja chaqueta y la túnica gastada, y ahogó un grito, sorprendido. En seguida se rió. El corselete de plata relumbraba ante él como la luz sobre un mar ondulado. Lo sacó con cuidado y lo alzó, y las gemas de la malla refulgieron como estrellas, y el tintineo de los anillos era como el golpeteo de una lluvia en un estanque,
—¡Mirad, amigos míos! —llamó—. ¡He aquí una hermosa piel de hobbit que serviría para envolver a un pequeño príncipe elfo! Si se supiera que los hobbits tienen pellejos de esta naturaleza, todos los cazadores de la Tierra Media ya estarían cabalgando hacia la Comarca.
—Y todas las flechas de todos los cazadores del mundo serían inútiles —dijo Gimli, observando boquiabierto la malla—. Es una cota de mithril. ¡Mithril!Nunca vi ni oí hablar de una malla tan hermosa. ¿Es la misma de la que hablaba Gandalf? Entonces no la estimó en todo lo que vale. ¡Pero ha sido bien dada!
—Me pregunté a menudo qué hacíais tú y Bilbo, tan juntos en ese cuartito —dijo Merry—. ¡Bendito sea el viejo hobbit! Lo quiero más que nunca. ¡Ojalá tengamos una oportunidad de contárselo!
En el costado derecho y en el pecho de Frodo había un moretón ennegrecido. Frodo había llevado bajo la malla una camisa de cuero blando, pero en un punto los anillos habían atravesado la camisa clavándose en la carne. El lado izquierdo de Frodo que había golpeado la pared estaba también lastimado y contuso. Mientras los otros preparaban la comida, Aragorn bañó las heridas con agua donde habían macerado unas hojas de athelas. Una fragancia penetrante flotó en la hondonada, y todos los que se inclinaban sobre el agua humeante se sintieron refrescados y fortalecidos. Frodo notó pronto que se le iba el dolor, y que respiraba con mayor facilidad; aunque se sintió anquilosado y dolorido durante muchos días. Aragorn le sujetó al costado unas blandas almohadillas de tela.
—La malla es maravillosamente liviana —dijo—. Póntela de nuevo, si de veras la soportas. Me alegra el corazón saber que llevas una cota semejante. No te la quites, ni siquiera para dormir, a no ser que la fortuna te conduzca a algún lugar donde no corras peligro durante un tiempo, y eso no será muy frecuente mientras dure tu misión.
Después de comer, la Compañía se preparó para partir. Apagaron el fuego y borraron todas las huellas. Trepando fuera de la hondonada volvieron al camino. No habían andado mucho cuando el sol se puso detrás de las alturas del oeste y unas grandes sombras descendieron por las faldas de los montes. El crepúsculo les velaba los pies, y una niebla se alzó en las tierras bajas. Lejos en el este la luz pálida del anochecer se extendía sobre unos territorios indistintos de bosques y llanuras. Sam y Frodo que se sentían ahora aliviados y reanimados iban a buen paso, y con sólo un breve descanso Aragorn guió a la Compañía durante tres horas más.
Había oscurecido. Era ya de noche, y había muchas estrellas claras, pero la luna menguante no se vería hasta más tarde, Gimli y Frodo marchaban a la retaguardia, sin hablar, prestando atención a cualquier sonido que pudiera oírse detrás en el camino. Al fin Gimli rompió el silencio.
—Ningún sonido, excepto el viento —dijo—. No hay nada rondando, o mis oídos son de madera. Esperemos que los orcos hayan quedado contentos echándonos de Moria. Y quizá no pretendían nada más, y no querían otra cosa de nosotros... del Anillo. Aunque los orcos persiguen a menudo a los enemigos a campo abierto y durante muchas leguas, si tienen que vengar a un capitán.
Frodo no respondió. Le echó una mirada a Dardo, y la hoja tenía un brillo opaco. Sin embargo había oído algo, o había creído oír algo. Tan pronto como las sombras cayeran alrededor ocultando el camino, había oído otra vez el rápido rumor de unas pisadas. Aún ahora lo oía. Se volvió bruscamente. Detrás de él había dos diminutos puntos de luz, o creyó ver dos puntos de luz, pero en seguida se movieron a un lado y desaparecieron.
—¿Qué pasa? —preguntó el enano.
—No sé —respondió Frodo—. Creí oír el sonido de unos pasos y creí ver una luz... como ojos. Me ocurrió muchas veces, desde que salimos de Moria.
Gimli se detuvo y se inclinó hacia el suelo.
—No oigo nada sino la conversación nocturna de las plantas y las piedras —dijo—. ¡Vamos! ¡De prisa! Los otros ya no se ven.