—Ay, temo que no podamos demorarnos aquí —dijo Aragorn. Miró hacia las montañas y alzó la espada—. ¡Adiós, Gandalf! —gritó—. ¿No te dije: si cruzas las puertas de Moria, ten cuidado? Ay, cómo no me equivoqué. ¿Qué esperanzas nos quedan sin ti?
Se volvió hacia la Compañía.
—Dejemos de lado la esperanza —dijo—. Al menos quizá seamos vengados. Apretemos las mandíbulas y dejemos de llorar. ¡Vamos! Tenemos por delante un largo camino, y muchas cosas todavía pendientes.
Se incorporaron y miraron alrededor. Hacia el norte el valle corría por una garganta oscura entre dos grandes brazos de las montañas, y en la cima brillaban tres picos blancos: Celebdil, Fanuidhol, Caradhras: las Montañas de Moria. De lo alto de la garganta venía un torrente, como un encaje blanco sobre una larga escalera de pequeños saltos, y una niebla de espuma colgaba en el aire a los pies de las montañas.
—Allá está la Escalera del Arroyo Sombrío —dijo Aragorn apuntando a las cascadas—. Tendríamos que haber venido por ese camino profundo que corre junto al torrente, si la fortuna nos hubiese sido más propicia.
—O Caradhras menos cruel —dijo Gimli—. ¡Helo ahí, sonriendo al sol!
Amenazó con el puño al más distante de los picos nevados y dio media vuelta.
Al este el brazo adelantado de las montañas terminaba bruscamente, y más allá podían verse unas tierras lejanas, vastas e imprecisas. Hacia el sur las Montañas Nubladas se perdían de vista a la distancia. A menos de una milla, y un poco por debajo de ellos, pues estaban aún a regular altura al costado oeste del valle, había una laguna. Era larga y ovalada, como una punta de lanza clavada profundamente en la garganta del norte; pero el extremo sur se extendía más allá de las sombras bajo el cielo soleado. Sin embargo, las aguas eran oscuras: un azul profundo como el cielo claro de la noche visto desde un cuarto donde arde una lámpara. La superficie estaba tranquila, sin una arruga. Todo alrededor una hierba suave descendía por las laderas hasta la orilla lisa y uniforme.
—He ahí el Lago Espejo, ¡el profundo Kheled-zâram! —dijo Gimli tristemente—. Recuerdo que él mismo dijo: «¡Ojalá tengáis la alegría de verlo! Pero no podremos demorarnos allí!» Mucho tendré que viajar antes de sentir alguna alegría. Soy yo quien tiene que apresurarse, y él quien ha de quedarse.
La Compañía descendió ahora por el camino que nacía en las Puertas. Era abrupto y quebrado, y se convertía casi en seguida en un sendero, y corría serpeando entre los brezos y retamas que crecían en las grietas de las piedras. Pero todavía podía verse que en otro tiempo un camino pavimentado y sinuoso había subido desde las tierras bajas del Reino de los Enanos. En algunos lugares había construcciones de piedra arruinadas junto al camino, y montículos verdes coronados por esbeltos abedules, o abetos que suspiraban en el viento. Una curva que iba hacia el este los llevó al prado de la laguna, y allí, no lejos del camino, se alzaba una columna de ápice quebrado.
—¡La Piedra de Durin! —exclamó Gimli—. ¡No puedo seguir sin apartarme un momento a mirar la maravilla del valle!
—¡Apresúrate entonces! —dijo Aragorn, volviendo la cabeza hacia las Puertas—. El sol se pone temprano. Quizá los orcos no salgan antes del crepúsculo, pero para entonces tendríamos que estar muy lejos. No hay luna casi, y la noche será oscura.
—¡Ven conmigo, Frodo! —llamó el enano, saltando fuera del camino—. No te dejaré ir sin que veas el Kheled-zâram.
Bajó corriendo la ancha ladera verde. Frodo lo siguió lentamente, atraído por las tranquilas aguas azules, a pesar de la pena y el cansancio. Sam se apresuró y lo alcanzó.
Gimli se detuvo junto a la columna y alzó los ojos. La piedra estaba agrietada y carcomida por el tiempo, y había unas runas escritas a un lado, tan borrosas que no se podían leer.
—Este pilar señala el sitio donde Durin miró por primera vez en el Lago Espejo —dijo el enano—. Miremos nosotros una vez, antes de irnos.
Se inclinaron sobre el agua oscura. Al principio no pudieron ver nada. Luego lentamente distinguieron las formas de las montañas de alrededor reflejadas en un profundo azul, y los picos eran como penachos de fuego blanco sobre ellas; más allá había un espacio de cielo. Allí como joyas en el fondo del lago brillaban unas estrellas titilantes, aunque la luz del sol estuviera muy alta. De ellos mismos, inclinados, no veían ninguna sombra.
—¡Oh bello y maravilloso Kheled-zâram! —dijo Gimli—. Allí descansa la corona de Durin, hasta que despierte. ¡Adiós!
Saludó con una reverencia, dio media vuelta, y subió de prisa por la pendiente verde hasta el camino.
—¿Qué viste? —le preguntó Pippin a Sam, pero Sam estaba demasiado perdido en sus propios pensamientos y no contestó.
El camino corría ahora hacia el sur y descendía rápidamente, alejándose de los brazos del valle. Un poco por debajo del lago tropezaron con un manantial profundo, claro como el cristal; el agua fresca caía sobre un reborde y descendía centelleando y gorgoteando por un canal abrupto abierto en la piedra.
—Éste es el manantial donde nace el Cauce de Plata —dijo Gimli—. ¡No bebáis! Es frío como el hielo.
—Pronto se transforma en un río rápido que se va alimentando de muchas otras corrientes montañosas —dijo Aragorn—. Nuestro camino lo bordea durante muchas millas. Pues os llevaré por el camino que Gandalf eligió, y mi primera esperanza es llegar a los bosques donde el Cauce de Plata desemboca en el Río Grande, y más allá.
Miraron adonde señalaba Aragorn, y vieron ante ellos que la corriente descendía saltando por el valle, y luego corría hacia las tierras más bajas perdiéndose en una niebla de oro.
—¡Allí están los bosques de Lothlórien! —dijo Legolas—. La más hermosa de las moradas de mi pueblo. No hay árboles como ésos. Pues en el otoño las hojas no caen, aunque amarillean. Sólo cuando llega la primavera y aparecen los nuevos brotes, caen las hojas, y para ese entonces las ramas ya están cargadas de flores amarillas; y el suelo del bosque es dorado, y el techo es dorado, y los pilares del bosque son de plata, pues la corteza de los árboles es lisa y gris. ¡Cómo se me alegraría el corazón si me encontrara bajo las enramadas de ese bosque, y fuera primavera!
—A mí también se me alegraría el corazón, aunque fuera invierno —dijo Aragorn—. Pero el bosque está a muchas millas de distancia. ¡De prisa!
Durante un tiempo, Frodo y Sam consiguieron seguir a los otros de cerca, pero Aragorn los llevaba a paso vivo, y al cabo de un rato se arrastraban muy atrás. No habían probado bocado desde la mañana temprano. A Sam la herida le quemaba como un fuego, y sentía que se le iba la cabeza. A pesar del sol brillante el viento le parecía helado luego de la tibia oscuridad de Moria. Se estremeció. Frodo descubría que cada nuevo paso era más doloroso que el anterior y jadeó sin aliento.