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EL AGENTE DOBLE

Excepto el gordo Gustavo con sus orejas rosadas, Doronin era el zek más joven de la sharashka. Todavía aparecían en su cara granos de adolescente. Su naturalidad, su buena suerte, su ligereza, lo hacían querido por todos. En los pocos minutos que la administración concedía para volleyball, Ruska se entregaba al juego de todo corazón. Si los delanteros dejaban pasar la pelota, se zambullía desde atrás para devolverla, aunque se desollara las rodillas. A todos les gustaba su original sobrenombre, Ruska, que demostró ser justificado cuando, después de dos meses en la sharashka, su pelo, que había sido rapado en el campo, volvió a crecer enrulado y rubio.

Había sido traído desde un campo de Vorkuta porque figuraba en su registro oficial del GULAG como operario industrial. Pero resultó ser un falso operario y fue prontamente reemplazado por uno verdadero. Dvoyetyosov lo salvó de que lo retornaran al campo y le enseñó a manejar la pequeña bomba al vacío. Como era imitativo, Ruska aprendió pronto. Para él la sharashkaera como una casa de descanso, y quería quedarse allí. En el campo había tenido que soportar toda clase de adversidades, que ahora relataba con alegre ardor: cómo casi había muerto en una mina húmeda, cómo había simulado fiebre diaria colocando piedras calientes en sus axilas. (Cuando trataron de descubrirlo usando dos termómetros, encontró piedras de tamaños similares, de modo que los termómetros no demostraran una diferencia mayor de una décima).

Pero recordando el pasado con risas —un pasado al cual acudiría una y otra vez en los veinticinco años siguientes— Ruska contó sólo a unos pocos, bajo secreto, su hazaña principal; haber engañado durante dos años a los cazadores nacionales de fugitivos.

Hasta un día de septiembre, Ruska no se destacaba particularmente entre la abigarrada multitud de los habitantes de la sharashka. Ese día, con una mirada de conspirador, se fue acercando a veinte de los zeks más influyentes de la sharashka, aquellos que representaban lo opinión pública. Comunicó excitado, a cada uno de ellos, que esa mañana el mayor Shikin, el oficial de seguridad, lo había enrolado como delator y que él había aceptado, con idea de hacer uso de tal situación.

Pese al hecho de que el legajo personal de Rostilav Doronin estaba salpicado con cinco apellidos falsos, tildes, letras y signos cifrados indicando que era peligroso, predispuesto a fugarse y debía ser esposado cuando era trasladado de un lugar a otro, el mayor Shikin, deseoso de ampliar su equipo de soplones, había decidido que Doronin, siendo joven, debía ser inestable, que ambicionaba que le fuera permitido quedarse en la sharashkay que por consiguiente sería leal al oficial de seguridad.

Secretamente llamado a la oficina de Shikin —primero eran llamados a la secretaría, y les decían, "sí, sí, vaya a ver al mayor Shikin"— estuvo allí tres horas. Durante todo este tiempo, mientras escuchaba las tediosas instrucciones y explicaciones del policía, los ojos agudos de Ruska no sólo estudiaban la cabezota del mayor, con el pelo encanecido a fuerza de recoger denuncias y calumnias, su cara oscura, sus manos pequeñas, sus zapatos infantiles, el juego de escritorio de mármol y las cortinas de seda, sino que también leía, del revés, desde cinco pies de distancia, los títulos de las carpetas y los papeles bajo el vidrio del escritorio de Shikin, y advertía qué documentos guardaba en la caja fuerte y cuáles conservaba en el escritorio.

Mientras observaba estas cosas, Ruska fijaba sus ojos azules en los del mayor y asentía con la cabeza. Tras esta melancólica inocencia, bullían planes aventurados, pero el oficial de seguridad, acostumbrado a la monotonía gris de la sumisión humana, no podía adivinarlo.

Ruska entendió que Shikin podía devolverlo a Vorkuta si se negaba a convertirse en delator.

Ruska y su generación habían sido enseñados a creer que la "misericordia" era un sentimiento vergonzoso, que la "bondad" era risible y que la "conciencia" era jerga clerical. A la vez les enseñaron que la delación era un deber patriótico, que era lo mejor que podía hacerse para ayudar al denunciado, y que mejoraría la salud social. No es que Ruska estuviera convencido de todo esto, pero algún efecto le había hecho. Para él la cuestión principal no era lo malo o inaceptable de convertirse en un delator, sino adonde podía esto conducirlo. Enriquecido por una experiencia turbulenta, por muchos choques y violentas discusiones en los presidios, — este joven podía imaginarse todos aquellos archivos siendo abiertos y todos los Shirkins sometidos a Tribunales de infamia.

Se dio cuenta así de que, a la larga sería tan peligroso cooperar con el "policía" como en este momento negarse a hacerlo.

Pero, por encima de tales consideraciones, Ruska tenía pasión por el juego. Mientras leía del revés los interesantes documentos bajo el vidrio del escritorio de Shikin, vibraba previendo la posibilidad de jugar por apuestas arriesgadas. Estaba aburrido de la falta de actividad en la acogedora monotonía de la sharashka.

Y cuando, por el afán de hacer parecer todo real, concretó cuánto recibiría en pago, aceptó ansioso.

Cuando Ruska se fue, Shikin, complacido por su propia penetración psicológica, se paseó por su oficina batiendo sus minúsculas palmas una contra otra; un delator tan entusiasta prometía una rica cosecha de denuncias. Por su parte, Ruska, no menos satisfecho, recorría los zeks de confianza confirmándoles que había aceptado ser un soplón por espíritu deportivo y que estudiaría los métodos del oficial de seguridad y revelaría quiénes eran los verdaderos delatores.

Los zeks, aún los más antiguos, no recordaban ningún precedente similar. Recelosamente preguntaron a Ruska por qué arriesgaba el pescuezo jactándose de ello. Él contestó: —Cuando llegue el día en que sea juzgada toda la pandilla, ustedes testificarán en mi favor.

Cada zek que lo supo se lo contó a uno o dos más, y sin embargo nadie denunció a Ruska ante el "policía". Así, cincuenta personas demostraron ser irreprochables.

Este acontecimiento excitó durante largo tiempo a la sharashka. Los zeks creyeron en Ruska y siguieron confiando en él, pero, como siempre, los hechos tomaron su propio curso intrínseco. Shikin exigía material, o sea denuncias. Ruska debía darle algo. Ruska recorrió sus confidentes y se quejó:— ¡Señores! Piensen cuánta más información debe existir, puesto que no ha pasado un mes y Shikin ya me presiona duramente. Por favor comprendan mi situación. Denme algún material.

Algunos no quisieron saber nada, otros lo ayudaron. Existía la decisión de terminar con cierta señora que trabajaba allí sólo por codicia, para agregar algunos rublos a los miles que el marido traía a casa.

Despreciaba a los zeks y había expresado la opinión de que debían ser todos fusilados. Hizo este comentario entre otros empleados libres, pero los zeks pronto se enteraron. Había denunciado personalmente dos zeks, uno por mantener relaciones con una de las chicas y otro por fabricar una valija con materiales del gobierno. Ruska, sin misericordia, la hizo objeto de una falsa denuncia, informando que había despachado cartas para los zeks y robado condensadores de los gabinetes. Aunque no presentó una sola prueba ante Shikin y pese a las protestas del marido, un coronel del MVD, el poder de la denuncia secreta, tan irresistible en nuestro país, surtió su efecto y la señora en cuestión fue despedida y debió partir llorando.

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