i Y tan frecuentemente es un fracaso!
En cada cuadro anterior, justamente cuando estaba por alcanzar el éxito, también había fracasado, pero su desesperación anterior había sido olvidada y ahora éste —el primero que realmente había aprendido a pintar— estaba fracasando también; toda su vida había sido vivida en vano y no tenía talento en absoluto.
El agua del arroyo ciertamente daba la sensación de ser vertida; era fría, profunda y estática, pero todo ello era vano si fallaba en comunicar la síntesis más alta de la naturaleza. Esta síntesis —comprensión, paz, la unidad de todas las cosas— nunca había sido hallada por Kondrashev consigo mismo, en sus sentimientos más intensos, pero la reconocía en la naturaleza y se inclinaba ante ella. Luego, el agua de su cuadro ¿comunicaba o no esa suprema paz? Quería entenderlo y dudaba de llegar a saberlo alguna vez.
—Sabe, Hippolyte Mikhailich —dijo Nerzhin despacio—, comienzo a estar de acuerdo con usted: todos esos paisajes son Rusia.
—¿No el Cáucaso? — dijo Kondrashev-Ivanov, volviéndose rápidamente. Sus anteojos quedaron en su sitio, como si le estuvieran soldados.
Esta pregunta, aunque no era la más importante, tampoco era desdeñable. Mucha gente interpretaba mal los cuadros de Kondrashev. Sea porque fueran demasiado majestuosos o demasiado exaltados, no parecían retratar a Rusia sino al Cáucaso.
—Bien pueden haber lugares así en Rusia, — admitió Nerzhin. Se paró y caminó, mirando la "Mañana de un día original" y los otros paisajes.
—¡Pero por supuesto! ¡Pero por supuesto!, — insistió el artista—. No sólo pueden existir tales lugares en Rusia, sino que existen. Me gustaría llevarlo a algunos lugares cerca de Moscú sin guardia. Más aún, no puede ser el Cáucaso. Entienda esto: él público ha sido engañado por Levitan. Después de Levitan hemos llegado a considerar nuestra naturaleza rusa como de tono menor, empobrecida, agradable en un sentido modesto. Pero si esa fuera toda nuestra naturaleza, dígame de dónde salieron todos esos rebeldes de nuestra historia: los auto-inmolados, los amotinados, Pedro el Grande, los decembristas, los revolucionarios de la "Voluntad Popular".
—¡Zhelyabov! ¡Lenin! — acordó Nerzhin exaltado—. ¡Es cierto!... Pero Kondrashev no necesitaba aliento. Él también se estaba exaltando. Torció la cabeza y sus anteojos relampaguearon.
—¡Nuestra naturaleza rusa exulta y se enardece, y no se entrega Sumisa ante los cascos de los tártaros!
—Sí, sí —dijo Nerzhin—. Y este roble aquí torcido ¡qué diablos va a ser un roble caucásico! Si aun aquí, en el lugar más iluminado de GULAG, a cada uno de nosotros... —Gesticuló impaciente—. ¿Y en el campo? A cambio de doscientos gramos de pan negro nos piden, no solamente nuestra armonía espiritual, sino también los últimos restos de conciencia.
Kondrashev-Ivanov se irguió en toda su estatura. — ¡Jamás! ¡Jamás!— Levantó la mirada, como un hombre conducido al cadalso. — Ningún campo debe quebrar la belleza espiritual de un hombre.
Nerzhin río fríamente. — Tal vez no debería, pero lo hace. Usted no ha estado aún en un campo, de modo que no juzgue. Usted no sabe cómo nos quiebran allí. La gente entra, y cuando sale —si sale— está irreconociblemente diferente. Es bien sabido que las circunstancias determinan la conciencia.
—¡No! — Kondrashev estiró sus largos brazos, listo en ese momento para combatir con el mundo entero. — ¡No! ¡No! ¡No! Eso sería degradante. ¿Para qué vive uno entonces? Y dígame, ¿por qué hay personas que se quieren lealmente cuando están separadas? Después de todo, las circunstancias dictan que deben traicionarse. Y ¿cómo explica usted las diferencias entre la gente que ha caído, en las mismas condiciones, aun en el mismo campo?
Nerzhin conocía la ventaja que le daba su experiencia en comparación con los fantásticos conceptos de este idealista que no envejecía. Con todo, no pudo menos que respetar sus objeciones.
—Un ser humano —continuó Kondrashev—, posee desde su nacimiento una cierta esencia, el núcleo, por así decirlo, de su condición humana. Su "yo"— Todavía es incierto quién forma a quién: si la vida forma al hombre o si el hombre, con su fuerte espíritu, forma su vida. Porque —Kondrashev-Ivanov repentinamente bajó la voz y se inclinó hacia Nerzhin, que otra vez estaba sentado en el bloque— porque tiene algo frente a lo cual se puede medir, algo que puede mirar. Porque tiene en sí una imagen de la perfección que en raros momentos emerge repentinamente ante su mirada espiritual.
Kondrashev se corrió muy cerca de Nerzhin y le preguntó en un susurro de conspirador, con sus anteojos brillando prometedoramente, — ¿Se lo muestro?
Esta es la manera en que terminan todas las discusiones con artistas. Ellos tienen su propia lógica.
—Pero por supuesto.
Kondrashev se dirigió a un rincón, sacó una pequeña tela clavada en un marco y la trajo, sosteniéndola con el lado gris despintado hacia Nerzhin.
—¿Sabe algo sobre Parsifal? — le preguntó con voz emocionada.
—¿Algo que ver con Lohengrin?
—Su padre. El guardián del cáliz del Santo Graal.
—¿Hay una ópera de Wagner, no es cierto?
—El momento que yo he retratado no es para ser hallado en Wagner ni en von Eschenbach, sino que es el que me interesa a mí. Cualquiera puede experimentar tal momento cuando ve repentinamente la imagen de la perfección.
Kondrashev cerró los ojos y se mordió los labios. Estaba concentrado.
Nerzhin se preguntó por qué el cuadro que iba a ver sería tan pequeño.
El artista abrió los ojos. — Es sólo un estudio. Un estudio para el cuadro principal de mi vida. Probablemente nunca lo pinte. Este es el momento en que Parsifal ve por primera vez el castillo: ¡El Castillo del Santo Graal!
Colocó el estudio en un caballete delante de Nerzhin, conservando su mirada fija sobre el mismo. Levantó las manos hasta los ojos, como si estuviera protegiéndolos de una luz. Retrocediendo, tropezó con el primer peldaño de la escalera y casi se cae.
El cuadro era el doble de alto que de ancho. Representaba un desfiladero en forma de cuña, entre dos montañas escarpadas. En ambas laderas, derecha e izquierda, había un bosque espeso y ancestral. Helechos rastreros y arbustos hostiles y feos, habían invadido los riscos. En la parte superior izquierda, desde el bosque, un caballo gris claro llevaba un jinete con casco y capa. El corcel no temía al abismo y acababa de alzar su casco, listo, a la orden del jinete, para retroceder o saltar.
Pero el caballero no miraba el abismo. Perplejo y asombrado, estaba divisando a la distancia, donde un resplandor dorado, viniendo tal vez del sol o de algo más puro que el sol, inundaba el cielo tras un castillo. Éste se erguía en la cumbre de la montaña —que subía roca sobre roca trepando en escalones y torrecillas, visible desde el fondo de la garganta a través de la grieta y en la quebrada entre los riscos, los helechos y los árboles, apuntando como una aguja al cielo, irreal como tejido de nubes, vibrante y confuso, sin embargo, visible en los detalles de su perfección ultraterrena: el aureolado castillo del Santo Graal.