Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Así fue arrestado Iván y comenzó a soplar tubos catódicos en Mavrino.

Su término de un año estaba por concluir, pero por el hecho de haber sido condenado tenía que ser desterrado de Moscú. Para evitar ser enviado fuera de Moscú por ese antecedente, rogó a la administración que lo siguiera tomando como trabajador libre, aunque más no fuera con un salario de mil quinientos rublos mensuales.

Aunque nadie en la sharashkase molestaría por una historia con un final tan aleccionador y feliz, porque allí había gente que hacía cuarenta años que esperaba a veces en celdas de muerte y otra que había conocido personalmente al Papa y a Albert Einstein, tal su nivel, Clara se sintió chocada por la historia de tan flagrante injusticia. Concluyó, como decía Iván, que "hacen lo que quieren".

Su cabeza que siempre había estado tan imperturbablemente apoyada en sus hombros, se llenó de pronto con sospechas de que entre esa gente de mameluco azul debería haber quienes no eran culpables de nada. Si era así su padre en algún momento ¿no habría también sentenciado a algún inocente?

Poco después fue al teatro Maly, con Alexei Lansky que la cortejaba.

La obra era de Gorky: Vassa Zheleznova. Le hizo mala impresión. El auditorio estaba lleno menos de la mitad. Probablemente eso achicó a los actores. Fueron al escenario desganados, como empleados que fingieran trabajar en una institución y estuvieran muy contentos de poder irse. Era una desgracia trabajar en una sala tan vacía. Nada de la función valía la pena de atraer la atención de un adulto. Arruinaron aun la escena de la asombrosamente natural Pashennaya. Uno sentía que si en el silencio del auditorio alguien dijese por lo bajo, como en una habitación cualquiera-"¡Bueno amigos, déjense de hacer muecas!", la pieza se hubiera caído al suelo. La humillación de los actores se comunicó a la audiencia. Todos sentían que estaban participando de algo vergonzoso y sentían como un temor de mirarse unos a otros. De modo que en el entreacto hubo tanto silencio como durante la representación. Las parejas hablaban murmurando a medias o se deslizaban silentes por el foyer. Clara y Lansky también vagabundearon calmosamente durante el primer entreacto y éste pidió disculpas por Gorky y por el teatro. Criticó al artista popular de Zharov que estaba actuando muy mal y aún más criticó la atmósfera burocrática general en el ministerio de Cultura que había minado la confianza del público soviético hacia el teatro realista soviético.

Alexei Lansky tenía un rostro regular y ovalado. Su color era bueno porque hallaba tiempo para practicar deportes. Sus ojos eran calmos e inteligentes y tenía veintisiete años que había usado fundamentalmente en leer. Como candidato a Ciencias Filológicas, un título de graduado que ya poseía, y candidato a miembro de la Unión de Escritores Socialistas Soviéticos y notorio crítico, bajo la benigna protección de Galakhov, Lansky no tanto escribía él como vapuleaba a otros que escribían.

En el segundo entreacto Clara le pidió quedarse en el palco, no había nadie en los próximos o en las plateas bajo ellos. Dijo: —Por eso estoy aburrida de ver a Ostrovsky y Gorky, porque estoy harta de sus exposiciones del poder del dinero, de la persecución familiar cuando un hombre anciano se casa con una mujer más joven; estoy enervada por esta lucha con fantasmas. Hace cincuenta años o cien, vaya y pase, pero no podemos indignarnos con cosas que hace años que han cesado de existir. Nunca se ve una obra de casos que pasen ahora.

—¿Como qué por ejemplo? — Lansky miró a Clara con curiosidad sonriente. No se había equivocado a su respecto. Y él pensaba: esta muchacha quizás no impresione por su apariencia, pero nunca te aburrirás con ella—. ¿Como ser qué?

Clara, tratando de no revelar el secreto de estado y el secreto de su compasión por esta gente le manifestó que ella estaba trabajando con prisioneros que habían sido descriptos como los perros del imperialismo, pero bastaba conocerlos para saber que eran otra cosa muy distinta y mucho mejor. Y una pregunta seguía molestándola y dejó que Lansky la contestara: ¿había inocentes entre ellos o no?

Lansky la escuchó atentamente y contestó con calma: —Por supuesto, los hay. Eso es inevitable en cualquier sistema penal.

—Pero Alexei, eso significa que hacen lo que quieren. Y eso es terrible. Con tierno cuidado, Lansky puso su mano rosada y de dedos largos, sobre el puño de Clara que reposaba sobre el terciopelo rojo.

—No —dijo suave pero convincentemente—, no hacen todo lo que quieren. ¿Quién quiere algo? ¿Quién hace algo? Historias; para ti y para mí alguna vez parece terrible, pero, Clara, es hora de acostumbrarse al hecho de que hay una ley de los grandes números. Y cuanto mayor es la meta de un acontecimiento histórico, mayores las probabilidades del error individual, sea judicial, táctico, ideológico o económico. Nosotros agarramos el proceso sólo en sus bases, en sus formas determinadas, y la cosa esencial es estar convencidos de que el proceso es inevitable y necesario. Sí, alguna vez alguien sufre. No siempre merecido. ¿Qué hay de esos muertos en el frente? ¿Y de esos que murieron sin sentido en el terremoto de Ashkhabad? ¿Y las fatalidades del tránsito? En cuanto el tránsito crece, también lo hace el número de víctimas. La sabiduría yace en aceptar el proceso como se desarrolla, con sus inevitables peldaños de víctimas. Pero Clara meneó la cabeza indignada.

—¿Peldaños? — exclamó como un susurro mientras la campana había llamado ya dos veces y la gente estaba volviendo a entrar en el hall—. La ley de los grandes números debería ser ensayada en ti. Todo va bien para ti y todo lo dices muy suavemente, pero ¿no ves que no todo es como lo describes?

—¿Significas que somos hipócritas? — Lansky contraatacó, pues le encantaba discutir.

—No, no digo eso. — La tercera campana sonaba, las luces se apagaban. Con una urgencia femenina de tener la última palabra, Clara susurró rápido en sus orejas—: Tú eres sincero, pero siempre que no se modifiquen tus puntos de vista y esquivas hablar con gente que piense diferente. Eliges tus pensamientos de gente que piensa como tú, de libros escritos por gente como tú. En física eso se llama "resonancia" —se apuró a acabar, justo cuando el telón comenzaba a levantarse—.

Comienzas con opiniones modestas, pero se engarzan y llegas a construir una escala...

Cayó en silencio, lamentando su incomprensible pasión. Había arruinado todo el tercer acto para Lansky como para sí misma.

Cómo suele suceder, la actriz Royek en el tercer acto actuó con claridad meridiana en el papel de hija de Vassa y comenzó a elevar la actuación hasta sus cúspides.

Clara misma falló en darse cuenta que estaba interesada no abstractamente en cierta persona inocente cualquiera que hacía tiempo estaba probablemente trabajando en el Ártico, sino concretamente en el joven especialista del vacío, de ojos azules, con color oro en sus mejillas aun un muchacho, a pesar de sus veintitrés años. Desde el primer encuentro su mirada había revelado su fascinación por Clara, una inconcebible y gozosa fascinación distinta a todo lo que ella había conocido hasta entonces entre sus admiradores de Moscú. Clara no entendió que sus seguidores que vivían en libertad estaban rodeados de mujeres, veían a muchas más bellas que ella, y conocían sus propios valores, mientras que Ruska había venido de un campo donde por dos años no había oído el taconeo de un tobillo femenino y Clara, como Támara anteriormente, le había parecido un milagro increíble.

92
{"b":"142574","o":1}