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LOS PERROS DEL IMPERIALISMO

Clara y otras muchachas que se habían graduado en el Instituto de Comunicaciones pasaron por las sesiones temibles de adoctrinación del mayor Shikin.

Aprendió que estaría trabajando entre los más formidables de todos los espías, los perros del imperialismo mundial.

Clara fue asignada al laboratorio de Vacío. Era el que hacía una cantidad de tubos al vacío para los otros laboratorios. Los tubos electrónicos eran primero soplados en la salita de soplido de cristal; luego en el laboratorio propiamente dicho, un cuarto grande y oscuro, eran vaciados de aire por tres bombas vacío silbantes. Las bombas como los armarios dividían la sala. Aun durante el día estaba iluminada con luz eléctrica. El piso era de lajas de piedra y había una constante resonancia de la gente que caminaba y de las sillas que eran arrastradas. En cada bomba, un zek especialista en vacío trabajaba ardorosamente. En otras partes otros zeks estaban sentados en escritorios. Había sólo otros dos empleados libres: una muchacha llamada Támara y el jefe del laboratorio, que llevaba su uniforme de capitán

Clara fue presentada a él en la oficina de Yakonov. Era un judío con un cierto aire de indiferencia, viejo y gordo. Sin ninguna advertencia sobre los peligros que la esperaban, le pidió que lo siguiera. En las escaleras dijo: —Usted no sabe nada ni puede hacer nada, ¿no es cierto?

Me refiero a su profesión.

Clara replicó vagamente. Como si fuera poco el miedo, le faltaba la humillación de demostrar que no sabía nada y que todo el mundo se burlara de ella.

De manera que entró como si hubiese entrado en una jaula de bestias feroces, en el laboratorio habitado por monstruos de mamelucos azules.

Los tres especialistas del vacío caminaban alrededor de sus bombas realmente como fieras encarceladas; tenían que llenar un cometido urgente y era la segunda noche que no lo dejaban dormir. Pero el mediano, un hombre de alrededor de cuarenta años, con un aire cansado, sin afeitar y adormilado, alcanzó a sonreír y decir: —¡Bueno, bueno, refuerzos!

Todo el miedo de la muchacha desapareció. Había tal simplicidad comunicativa en esa exclamación, que sólo con un gran esfuerzo pudo contener una sonrisa en respuesta.

El más joven, con la bomba más pequeña, también detuvo su labor. Era muy joven y tenía un rostro alegre, ligeramente malicioso, con grandes ojos inocentes. Su mirada a Clara expresó que había sido tomado por sorpresa.

Él más anciano, Dvoyetyosov, de cuya enorme bomba del fondo de la sala salía un rugido particularmente alto, era un hombre alto y desproporcionado, con una panza fláccida. Miraba despectivamente a Clara y desapareció detrás de los gabinetes como para esquivar la vista de tal abominación.

Más tarde Clara supo que era así con todos los empleados libres y que cuando los jefes entraban en las salas producía con su bomba un ruido tal que tenían que gritar para que los oyera. Era de apariencia descuidada y podía llegar con un botón del pantalón colgando o con un agujero en las medias. Cuando las muchachas estaban presentes comenzaba á rascarse bajo su guardapolvo. Le encantaba decir: —Aquí estoy en casa en mi propio país, ¿por qué tengo que preocuparme?

El especialista de edad media era conocido por los prisioneros, incluso los más jóvenes; simplemente como Zemelya y no se sentía ofendido por eso. Era de esas personas que los psicólogos llaman "naturalezas solares" y en el pueblo decían que siempre estaba con la boca estirada hasta las orejas. Cuando lo miraba en las semanas subsiguientes, Clara, notó que nunca se entristecía por nada de lo que había perdido, ya fuera un lápiz o su vida toda destrozada. Nunca se enojaba por nada ni con nadie, ni se asustaba de nada. Era un buen ingeniero, excepto que era especialista en ingeniería de aviación. Había sido traído a Mavrino por error. No obstante, se había ubicado y no hacía ningún esfuerzo por ser trasferido a otra parte, considerando que difícilmente estaría mejor que allí.

En la noche, cuando las bombas eran apagadas, Zemelya gustaba de escuchar relatos y hablar.

—Antes se podía lograr un desayuno por cinco kopecs. Y se podía comprar lo que se quería. A cada paso te ofrecían cosas —sonrió ampliamente—. Y nadie vendía porquerías; se le hubiera escupido en la cara. Botas, eran realmente botas. Duraban diez años si no se las reparaba y quince si se las arreglaba. El cuero de arriba no era recortado como hacen ahora, sino que bajaba hasta el pie. Y había esas, ¿cómo las llamaban? Eran rojas, y con ornamentos; no eran botas, eran como una segunda alma. — Sonrió como si hubiera salido el sol: —O por ejemplo en las estaciones... Se llegaba un minuto antes y se compraba el boleto y encontraba un asiento y siempre había vagones vacíos. Los trenes continuaban saliendo; no economizaban. La vida era fácil, muy fácil, entonces...

Durante estos relatos el principal del grupo emergía de un rincón oscuro donde su escritorio estaba escondido de las autoridades. Llegaba lentamente, con su pesado cuerpo bamboleándose de lado a lado, sus manos metidas en sus bolsillos y se quedaba ahí en la mitad de la sala, con sus ojos saltones y sus anteojos cayéndosele de las narices.

—¿De qué estás hablando Zemelya? ¿Te recuerdas aún?

—Me acuerdo un poco —decía Zemelya excusándose con una sonrisa.

—Muy malo —decía el viejo meneando su cabeza—. ¡Olvídate! Dediquémonos a nuestras bombas.

Se quedaba allí un rato más, añorante, mirando por sobre sus anteojos y luego se encaminaba de nuevo lentamente hacia su cubil.

Los deberes de Clara eran sencillos: debía llegar en la mañana un día y quedarse hasta las seis de la tarde; y al día siguiente llegar después de almorzar y quedarse hasta las once de la noche. Se alternaba con Támara. El capitán estaba siempre allí desde la mañana porque los jefes podían necesitarlo durante el día. Nunca iba a la tarde porque no tenía ambición de hacerse valer en el servicio. La tarea de las muchachas era estar al servicio de lo necesario; en otras palabras, vigilar a los prisioneros. Además de esto, "para su propio desarrollo", los jefes les daban trabajos secundarios que no fuesen urgentes. Clara veía a Támara sólo dos horas por día; ésta había trabajado allí por más de un año y se trataba con los presos, no obstante, bastante estrechamente. A Clara hasta le pareció que había traído libros para uno de ellos y subrepticiamente se los había prestado. Además de esto, en el mismo instituto, Támara iba a un curso de inglés, grupo en el cual los empleados libres eran estudiantes y los convictos, los profesores, por supuesto, sin pago. Támara tenía una mente rápida y calmó los temores de Clara de que esas personas podían causarle algún daño temible.

Por último Clara conversó con uno de los presos. No era un criminal político, es cierto, sino uno ordinario, de los cuales había muy pocos en Mavrino. Era Iván el soplador de vidrio que, para su desgracia, era un gran maestro de su arte. Su vieja suegra había dicho de él que era un glorioso artesano y un aún más glorioso borrachón. Había ganado una gran cantidad de dinero y se lo había bebido en su mayor parte, golpeado a su mujer cada vez que se embriagaba y burládose de sus vecinos. Pero no hubiera pasado nada si sus pasos no se hubieran cruzado con el MGB. Un camarada con aire de autoridad pero sin insignia alguna, lo había llamado y propuesto que trabajase por tres mil rublos al mes. El salario era menor que el que ya ganaba Iván, pero podía ganar más en cada pieza a destajo. Olvidando con quién estaba hablando, le pidió cuatro mil mensuales. El responsable camarada agregó sólo doscientos. Iván se mostró insistente. Lo dejaron ir. El día de pago se emborrachó como una cuba y comenzó a ser demasiado agresivo en el patio. Esta vez la policía, que antes nunca había acudido, apareció rápidamente y lo llevó preso. Al día siguiente le habían iniciado un juicio y dado un año de cárcel. Después de la sentencia lo llevaron al mismo camarada que le había ofrecido un sueldo, quien le explicó que iba a trabajar en el nuevo lugar designado para él, pero ahora sin ningúnsueldo. Si no le gustaban las nuevas condiciones, podía elegir ir a sacar carbón en el Ártico.

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